Las elecciones de consejeros dieron lugar a una oleada de llamados a la moderación dirigidos al Partido Republicano. Todos, desde el mismo Presidente de la República, pasando por Michelle Bachelet, hasta una serie de intelectuales y cabezas de la centroderecha. Se llama a no cometer el error que cometió la izquierda durante el proceso anterior.
Pareciera que la derecha tiene también dos opciones: firmeza o adaptación. Extremismo o moderación, según el relato que se ha impuesto. No obstante, es razonable distinguir: ¿moderación respecto de qué? Eso nos lleva a entrar en los dos elementos que definen la identidad de la derecha de la postransición: la defensa del llamado modelo económico neoliberal -con más o menos matices-, y la defensa de lo que es propio y tradicional de nuestra cultura chilena. Sobre ambos aspectos se puede ser extremo o moderado, y cabe preguntarse si para el pueblo es lo mismo o no, y en qué casos se trata de algo esencial para establecer constitucionalmente un orden político justo.
Es evidente que las pensiones fueron uno de los factores clave para el Rechazo y que la delincuencia y la crisis económica fueron relevantes para determinar los votos en la elección de consejeros, según cierta lógica de “voto de castigo” contra el Gobierno y la clase política. Pero no puede pasarse por alto un factor no menor: la plurinacionalidad fue el aspecto más visceralmente rechazado el 4 de septiembre, por herir el sentir patriótico popular, el impulso nacionalista identitario del Chile profundo, de raíces muy alejadas del rechazado texto pluriecológico, laico y no sexista. La derecha del Partido Republicano ha sido constante en la defensa de esa identidad chilena, de sus tradiciones y de sus valores. ¿Pero cómo conversa esto con el apruebo de entrada? La respuesta parece estar en que la gente pide moderación en la variable económica, y no en la moral.
La centroderecha debería darse cuenta de que la economía no basta y de las consecuencias negativas de sus pasados guiños al progresismo woke en materias culturales y sociales. Pero sobre todo el realismo le permitirá reconocer que este momento es (¡por fin!) favorable para no ceder en materias que son -o al menos deberían ser- objetivamente intransigibles, no negociables, y en cambio poner sus ideas sobre la mesa (más allá de cómodas consignas sobre seguridad). Es el momento de defender con fuerza lo más importante.
Sobran voces, entre los intelectuales de la centroderecha, llamando a la “moderación”, a no repetir el error de la Lista del Pueblo. En palabras de Pablo Ortúzar, “abandonar las pretensiones heroicas de la lucha total”, lo que se traduce en “mandar (…) a Donoso Cortés y a Carl Schmitt (…) al baúl de los recuerdos”. En aras de un “compromiso democrático”, han propuesto dejar de lado las convicciones de los pensadores “duros”. Buscar acuerdos, dicen todos. Sin embargo, ¿es realmente indiferente la materia respecto de la cual se discute? ¿Es que acaso basta con ser “moderado” para producir como por arte de magia un texto convocante, razonable y justo a la vez?
El estado actual del sentir popular clama por sus raíces (incluyendo las que se refieren a la dimensión espiritual de nuestra patria), por una identidad propia, por respeto a la institucionalidad y al orden público. Los triunfos del Rechazo y de las pasadas elecciones no reflejan un interés popular por una abstracta “moderación” o un “centrismo” indeterminado -como si lo meramente adjetivo determinase las convicciones de una persona-, sino un impulso de restauración de lo propio, de ciertas ideas que se han ido perdiendo, y que no son incompatibles con mayor justicia social.
El punto que debe ponerse sobre la mesa es que la moderación pasa no tanto por aprobar el aborto en ciertos casos -o por pasar en silencio respecto de ese tema-, o promover un reconocimiento a “diversos tipos de familias”, pues las clases populares no se identifican con esas demandas, y no parece sensato atribuir a ellas el triunfo del Apruebo de entrada. La gente se siente abusada día a día por empresas grandes -las multitiendas y sus tarjetas de crédito, las AFP, los bancos, entre otras- y gritó por un cambio profundo en el modelo económico, en busca de una mayor justicia social. La moderación que se debe exigir a republicanos se debería referir a ese punto: esconder a los libertarios y a los economicistas para conseguir un texto que, respetando las 12 bases, pueda asegurar estabilidad.
Para la derecha, es el momento de desempolvar las obras de Schmitt, Osvaldo Lira, Álvaro D’Ors y Donoso Cortés, de sacar de las repisas las obras de Novak, Rawls y Alan Jacobs para abrir espacio a pensadores menos conocidos, como Aleksandr Dugin, Juan Manuel de Prada y R.R. Reno. ¿Eso es extremo? Depende: ninguno de ellos defiende un modelo económico capitalista extremo, pero sí tienen un relato fuerte sobre identidad nacional y cuidado de las tradiciones. Llegamos al tiempo en el que se llama “extremo” a quien apoya marchas violentas, la cultura de la cancelación, la hipersexualización temprana de los niños y el aborto libre.
La derecha trató de seguir ese diagnóstico para fundar una “derecha moderada” mediante la fundación de Evópoli y la unidad en torno al piñerismo, pero fracasó. Y es que sí eran extremos en lo económico, que es lo que el pueblo quiere cambiar, pero en otras materias navegaron entre la ambigüedad y la aprobación de políticas progresistas. No parece descabellado pensar que el pueblo no quiere más volteretas ni ambigüedades, que están hartos de ser considerados parte del entorno de un sistema anónimo que no da respuesta a sus problemas porque no los vive, y que no defiende con convicción las ideas espirituales y culturales más nacionales porque su mirada cosmopolita prescinde de ellas. Defender las tradiciones, la vida, la familia y la libertad religiosa no es refundacional -el error de la Convención- ni extremo, sino todo lo contrario.
Se puede ser “extremo” o “moderado” respecto de distintas cosas; se puede ser “convocante” para los electores defendiendo cosas que los medios de comunicación llaman “extremas” (pensemos en la fuerte oposición popular a los proyectos de erotización de los niños, como los que se han presentado sobre educación sexual); pero, sobre todo, se puede ser “extremo” o “moderado” respecto de lo que es “justo” o “injusto”. ¿Es extremo defender la vida de los niños que están por nacer? ¿Es extremo defender la familia como núcleo fundamental de la sociedad? ¿Es justo permitir que más niños no nacidos sean abortados? Y, por otro lado, ¿es convocante seguir defendiendo un modelo económico que ya no da para más? Como señaló recientemente Rodrigo Pérez de Arce: “La moderación no alcanza para constituir nada por sí sola”. Para UDI y RN es una buena oportunidad para moderar a republicanos en temas de justicia social, para producir un texto “aprobable”, manteniendo solidez en identidad nacional y moral pública (que no es algo “extremo”, como nos hacen creer las élites).
Republicanos no debería cometer el error de la Convención, pero el error de la Convención fue sobre todo la desconexión con las clases populares y su carácter refundacional. Republicanos debería moderarse respecto del modelo económico, que es lo que hartó a la gente. Pero no debería ceder en sus convicciones más profundas, que son las que dieron origen a su nacimiento, le han dado garantía a sus electores y le ha asegurado respaldo popular.