Esta fue la frase de la presidenta del Consejo Constitucional, Beatriz Hevia, que permite ir más allá de los diagnósticos de la última década. Entre otras razones, la causa de la crisis moral “se manifiesta en la descomposición de la vida familiar, en el desprecio por la autoridad (…)”. Conviene detenerse en ambos puntos.
Si la familia es el núcleo fundamental de la sociedad, su descomposición provoca un efecto dominó que explica, en parte, la crisis de las instituciones. Una de las razones que carcome los cimientos de la familia es el extremo individualismo. La deificación de la voluntad y la consagración del consentimiento y la autonomía como criterios de legitimidad de la conducta que subyacen en leyes, sentencias, comportamientos, políticas públicas, etc. incide directamente en la desvalorización de la familia, pues logra que el mero deseo o pretensión se convierta en derecho. En este sentido, la normalización del aborto, el activismo por la ideología de género y la hipersexualización a la que están expuestos los niños, son elementos que dañan, en primer lugar, a la familia.
El desprecio por la autoridad ocurre en distintos aspectos de nuestra vida cotidiana y social. En primer lugar, hay una crisis de la autoridad paterna y familiar, en donde la “adultización” de los hijos y la crítica a la patria potestad, promovida con un criterio antagonista, revela que a los padres no se les obedece ni respeta. Si una encuesta de 2012 a 400 ejecutivos chilenos reveló que a 3 de cada 10 les cuesta más ejercer autoridad con sus hijos que con sus subordinados en el trabajo, otra encuesta de 2021 reveló que un 67% de los encuestados estaba muy de acuerdo con que hoy en día los padres no saben muy bien cómo ejercer autoridad.
En segundo lugar, la autoridad religiosa, que en Chile se manifiesta principalmente en el cristianismo, es mirada con desconfianza, y, en el caso de los católicos, la crisis de abusos sexuales se ha manifestado en un repliegue de su postura en el debate público.
En tercer lugar, la desconfianza en las autoridades económicas y empresariales, fundada en casos de corrupción, genera desafíos mayores en su trabajo interno y la construcción de confianzas y certezas.
En cuarto lugar, la crisis de la autoridad de las fuerzas de orden y seguridad ha logrado comenzar a revertirse luego de una década de constante crítica al uso legítimo de la fuerza, a pesar de que en la jerarquía de dichas instituciones los escándalos por mal uso de recursos públicos dificultan una solución integral.
Por último, la crisis de las autoridades políticas, con partidos pésimamente evaluados, servicios públicos deficientes y, en general, políticos muchas veces desconectados de la realidad e injusticia social, desembocaron en un estado de anomia difícil de superar.
Sin embargo -siempre- hay esperanza, en la medida que la cultura del respeto a la autoridad vuelva a nuestra sociedad. Para ello se requiere, por un lado, que quien ejerce la autoridad lo haga correctamente: los padres, para criar y educar; los ministros de culto, para realizar la liturgia, administrar sacramentos y guiar a las almas; los empresarios, para crear riqueza y pagar justamente; los encargados de la seguridad nacional, para mantener el orden público, y los gobernantes, para dirigir buscando el bien común.
Por otro lado, se requiere hijos que respeten y obedezcan; fieles, que adoren en espíritu y en verdad; trabajadores que realicen su labor con virtud; y ciudadanos que obedezcan y cumplan la ley. La restauración de la autoridad exige que todo chileno, cada uno según su condición, la ejerza o la cumpla virtuosamente.
Esperamos que las normas del proyecto constitucional sirvan de guía para restaurar la autoridad y revertir la descomposición de la familia.
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