Los números de las encuestas sobre el plebiscito de salida y la ausencia de liderazgos públicos a favor del texto han empezado a levantar interrogantes sobre un escenario post segundo Rechazo.
En este sentido, no llamó la atención una entrevista de la semana pasada al senador de Demócratas, Matías Walker, quien consideró que el aumento del quórum de reformas constitucionales de los 4/7 actuales a los 2/3 que propone una enmienda del Partido Republicano es una línea roja que lo llevaría a no aprobar. Lo interesante aparece al responder que un segundo rechazo implica “no seguir estresando al país con esta discusión”, pero ello no significa que se deba “permitir que se reforme la actual Constitución”. Esta respuesta confirmaría una decisión ya tomada, cuando en diciembre de 2022, luego del Acuerdo por Chile, la senadora Ximena Rincón señaló en Estado Nacional que en caso de un nuevo rechazo “el Parlamento, en el plazo de un año deberá hacer las modificaciones y discusiones para tener un texto constitucional que cierre el proceso” y aunque fue parte de una conversación “no está escrito”. Ese acuerdo de palabra no se encuentra en el Acuerdo por Chile.
Por tanto, el proceso continuaría, no por la vía del reemplazo o de la hoja en blanco, sino por el reformismo. Pero esto lleva a un callejón sin salida. Seguir este camino implicaría reiterar el error de la reforma de 2005 al no ser plebiscitada, por lo que sólo significaría postergar la discusión constitucional por algún tiempo. Si, para evitar ese error, se quisiera someter el conjunto de reformas a un tercer plebiscito de salida -sin contar uno de entrada-, sería necesario otro acuerdo más que revelaría que sí se trata de forzar una tercera oportunidad.
Surge la pregunta entonces sobre hasta cuándo durará el proceso constitucional, fundándose en la intención de aprovechar hasta el último momento el supuesto efecto constitucional ad aeternum del primer plebiscito. Es decir, ¿se puede hacer pasar este intento velado de cambiar la Constitución, como uno desconectado del origen violento del 2019 o incluso de la agenda política que durante una década lo ha impulsado? Pareciera que no.
Además, surgen otros problemas: ¿cuál sería el piso político y de legitimidad democrática de cambiar una Constitución cuyo reemplazo habría sido rechazado dos veces? Otra cuestión se relaciona con la amplitud y profundidad de las reformas: ¿se trataría de correcciones puntuales dirigidas a modificar normas claramente identificadas como aquellas que impiden un mejor desarrollo del país o de un reemplazo total disfrazado de numerosas modificaciones? Por otro lado, ¿qué órganos intervendrían, considerando que se han rechazado o fracasado distintos modelos? Hay tres modelos: redacción por un grupo de expertos sin participación de terceros electos democráticamente, como fue la reforma de 2005; redacción por un grupo de ciudadanos electos democráticamente sin participación de expertos, opción del 2021-2022 con la Convención Constitucional, y una fusión de ambas, como es la Comisión Experta y el Consejo Constitucional, de 2023. Fracasadas estas dos últimas y, criticada y rechazada la tercera, parece que la única opción que queda es la que propuso el Partido Republicano antes del Acuerdo para el segundo proceso constitucional: reformas constitucionales aprobadas por el Congreso.
Pero ya es suficiente. No más. Tiempo y recursos públicos malgastados han sido el resultado de un erróneo diagnóstico impuesto con el Acuerdo del 15 de noviembre de 2019. La distracción constitucional no puede seguir quitando ni un segundo y ni un peso en atender las injusticias cuya solución se ha postergado por más de tres años. En efecto, brilla por su ausencia una solución al descontento manifestado en octubre de 2019 que no sea la vía constitucional.
Si este 17 de diciembre se aprueba o rechaza el texto del Consejo Constitucional, lo que está claro es que esta odisea constitucional llegó a su fin, sea que se intente continuar por la vía del reemplazo explícito o encubierto.