La declaración del partido Demócratas de la semana pasada para votar A Favor del proyecto de Constitución incluye una preocupación infundada que justificaría realizar reformas en caso de aprobarse. Una de ellas sería resolver las supuestas falencias respecto a las normas sobre el interés superior de los niños.
El artículo 12 del proyecto de Constitución señala: “La Constitución reconoce y asegura el interés superior de los niños, el cual incluye las condiciones para crecer y desarrollarse en su familia. Se entiende por niño todo ser humano menor de dieciocho años de edad. El Estado reconoce a la familia, esto es, los padres o tutores en su caso, la prioridad en la determinación del interés superior de sus hijos o pupilos, procurando su máximo bienestar espiritual y material posible. Se protegerá especialmente a los niños contra cualquier tipo de explotación, maltrato, abuso, abandono o tráfico, todo esto de conformidad con la ley.” y el artículo 16.23 dispone: “b) Las familias, a través de los padres o en su caso de los tutores legales, tienen el derecho preferente y el deber de educar a sus hijos o pupilos, de elegir el tipo de educación y su establecimiento de enseñanza, así como a determinar preferentemente su interés superior. Corresponderá al Estado otorgar especial protección al ejercicio de este derecho.”.
El texto de los consejeros señala, como principio y como derecho, que los padres determinan de forma primordial el interés superior de sus hijos, y que este consiste en su máximo bienestar espiritual y material posible, el cual incluye las condiciones para crecer y desarrollarse en su familia. Esto es coherente y armónico tanto con nuestra legislación como con los tratados internacionales vinculantes para Chile.
El art. 2º de la Ley Nº 21.430, sobre garantías y protección integral de la niñez y adolescencia, señala “El derecho y deber de crianza, cuidado, formación, asistencia, protección, desarrollo, orientación y educación de los niños, niñas y adolescentes corresponde preferentemente a sus padres y/o madres, quienes ejercerán este derecho y deber impartiéndoles dirección y orientación apropiadas para el ejercicio de sus derechos, en consonancia con la evolución de sus facultades.”. Por otro lado, el art. 3.2 de la Convención sobre Derechos del Niño dispone “Los Estados Partes se comprometen a asegurar al niño la protección y el cuidado que sean necesarios para su bienestar, teniendo en cuenta los derechos y deberes de sus padres, tutores u otras personas responsables de él ante la ley y, con ese fin, tomarán todas las medidas legislativas y administrativas adecuadas.”. De ambas normas se desprende que son los padres los que guían a sus hijos en su vida cotidiana, tanto por la experiencia de vida como por el conocimiento único y personal que tienen de sus hijos, y que la intervención del Estado es excepcional. El peligro que genera convertir la excepción en regla general para radicar en el Estado la facultad de decidir qué es lo mejor para un niño y obligar a los padres a cumplir, es la intromisión más totalitaria que pueda concebirse.
En efecto, la ayuda y protección que los niños reciben del Estado es un ejemplo del principio de subsidiariedad, correctamente entendido. Las sociedades mayores respetan y apoyan a las menores. Si los padres de una familia, núcleo fundamental de la sociedad, no se comportan con sus hijos como debieran, dañándolos por acción u omisión, nuestra legislación regula que los familiares más cercanos, según un cierto orden, se hagan cargo de los hijos, pues se entiende que la separación es excepcional para proteger al menor de edad. En aquellos casos en que lo anterior no sea posible, el Estado interviene para proteger al niño.
¿Los niños no tienen derechos o son tratados como objetos de derechos por parte de sus padres? Por supuesto que no. Los niños son personas y las personas son “libres e iguales en dignidad y derechos”. Por tanto, los niños sí tienen derechos. ¿Pueden ejercerlos por sí mismos como los adultos? Por supuesto que no y sería un absurdo que así fuese. ¿Por qué? Porque no tienen el juicio propio desarrollado y la madurez formada al igual que un adulto. Entonces, ¿cuál es el peligro? Que se les reconozca una autonomía absoluta que son incapaces de ejercer adecuadamente. Es cierto que hay adultos que son más inmaduros que muchos niños, pero el límite de edad de los 18 años se funda en la presunción de que, por el desarrollo físico y psicológico del niño, ya han alcanzado dicha madurez. Que no lo hayan hecho puede obedecer a muchas razones, pero en nada ayuda a los padres que la academia, la cultura y la política promuevan una doctrina de un buenismo infantil que debe ser respetada a rajatabla, cuando es lo más dañino para el niño, sus padres, su familia y, en último término, para la sociedad.
Los niños se equivocan y su discernimiento acerca de lo bueno o lo malo requiere de una guía personal y cercana que los corrija. Porque esa es una de las razones de la crisis familiar chilena: la pérdida de respeto por la autoridad, partiendo por los padres, y el miedo a la corrección. Hoy, nadie, ni los niños, se equivocan, pues se ha instalado que existe el derecho a equivocarse. Y no es así. Pero ¿y qué hacer con los padres que maltratan a sus hijos? Lo que corresponde es atender esa situación sin alterar la regla general, porque el daño sería doble, por afectar a los que cuidan a sus hijos y por no atender correctamente a los que no lo hacen.
El interés superior del niño no es ser un adulto. Es que alcance su mayor plenitud espiritual y material dentro de su familia. Conforme, ¿y cómo la Constitución se hace cargo de los niños maltratados? La norma lo dice: “Se protegerá especialmente a los niños contra cualquier tipo de explotación, maltrato, abuso, abandono o tráfico, todo esto de conformidad con la ley.”. Más claro, imposible. Si un padre maltrata a su hijo, y lo mejor para el niño es separarlo, la ley regula cómo debe hacerse.
Estas dos normas que ofrece el proyecto constitucional no deben ser reformadas. Respetar la decisión de los padres sobre la crianza y educación de sus hijos, y protegerlos cuando sean maltratados, sea por sus padres u otros. La regulación constitucional que se propone es correcta por reconocer una realidad cotidiana como la regla general y hacerse cargo de las dolorosas excepciones.