Primero vino el (ab)uso de recursos públicos en un montón de programas y cachureos variopintos que van de la lencería femenina al financiamiento del baile del clítoris. Luego, el destape del “caso Fundaciones”, de magnitudes monumentales. La imperdonable inasistencia a un acto oficial por parte del embajador de Chile en España (y no es primera vez que protagoniza algún numerito que avergüenza a nuestro país frente a potencias extranjeras). El asalto a unas monjas en el barrio Yungay, donde debería pernoctar el Presidente, vino a mostrar también hasta dónde ha llegado la negligencia del Gobierno en materia de seguridad. Otro poroto se anota el Gobierno, al afirmar altaneramente que estaban preparados para los incendios, pocas horas antes de iniciar la tragedia. La derecha tampoco está limpia de pecado si miramos casos como el de Cathy Barriga (donde se ve tanto el despilfarro en cosas insólitas -peluches- como el fraude al fisco)… ¿Cómo llegamos tan lejos?
Pareciera que hemos olvidado lo más elemental: el carácter esencial de la virtud para la salud de la Polis. Ya planteaba Platón que “ni la ciudad ni el individuo pueden ser felices sin una vida de sabiduría gobernada por la justicia”. Al parecer, varias décadas de individualismo a la vena nos han pasado la cuenta. Nos debemos a Chile, y eso implica actuar en conformidad con la justicia, y someterse al cumplimiento estricto de la legislación, no tanto en su mínima literalidad, sino más bien en el objetivo que ella propone como algo necesario para el bien común. De ahí que Platón planteara asimismo la necesidad de que los políticos “[se hagan] a sí mismos esclavos de la ley”. El platonismo político expone un espíritu de cuerpo que es esencial para la cohesión social. Esa mentalidad de bien común es lo que hemos perdido, y no parece descabellado pensar que tenga que ver con la inmoralidad que vemos hoy por todos lados en nuestra clase política.
Parece obvio, pero en realidad por años se ha pretendido negar que la crisis no se cumple llenándonos de protocolos, porque la crisis es ante todo moral. Por un lado, vemos a una derecha que afirma tajantemente unas “ideas de la libertad” que llegan a negar la íntima conexión entre derecho y moral. Por otro lado, una izquierda progresista que rechaza la existencia misma de la moral, o al menos la posibilidad de conocer qué cosa sean en el caso concreto la “moral” o las “buenas costumbres”. Y, sin embargo, cuando estalla alguno de estos escándalos el pueblo reacciona de inmediato… y ojo que no solamente se trata de casos de corrupción ilegal o de negligencia respecto de deberes exigibles por ley, sino también de hechos que muestran simplemente la decadencia de nuestra clase política (basta con ver el caso Polizzi o el de la foto del embajador de Chile en España tocando una pierna desnuda). El chileno medio huele a kilómetros esa decadencia, sin verse afectado por las piruetas mentales de los académicos progresistas que niegan la moral o su conocimiento.
Tal vez esa sea una buena hoja de ruta para una reconstrucción de una buena y sana política: reivindicar el valor de la virtud y su necesidad para la Nación e, incluso, para la existencia misma de un “Estado en forma”, caracterizado por “un Gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes”, como le propondría Diego Portales a José Manuel Cea. No en vano Chile pudo distinguirse de otros países latinoamericanos que no corrieron nuestra suerte. Como dijo Andrés Bello: “Jamás un pueblo profundamente envilecido, completamente anonadado, desnudo de todo sentimiento virtuoso, ha sido capaz de ejecutar los grandes hechos que ilustraron las campañas de los patriotas, los actos heroicos [sic] de abnegación, los sacrificios de todo género con que Chile y otras secciones americanas conquistaron su emancipación política”.