Las últimas han sido semanas donde la muerte ha tenido especial protagonismo. Cientos de personas cuyo nombre desconozco murieron en la tragedia de los incendios foresto-intencionales de la quinta región; murió mientras dormía don Arturo Yrarrázaval, mi exdecano, hombre bueno y admirable; murió en un accidente de tránsito Kelvin Kiptum, joven promesa que seguro batiría todos los récords en el mundo del “running”; murió el expresidente Sebastián Piñera. Este caso, debido a su entendible cobertura mediática, resalta de manera elocuente la predominante actitud que nuestra sociedad secularizada tiene ante la muerte, que no la niega ni la consiente, sino, más bien, la ignora eligiendo no pensar en ella.
Se analizan las circunstancias de la desgracia -quién, cuándo, cómo, dónde, por qué, etc.- y así, rodeándola y rozando su superficie, no se habla con profundidad de la muerte. Acto seguido, la atención se fija en los preparativos y aderezos de la ceremonia fúnebre, evento que bien intencionadamente, no lo dudo, funde el negocio de enmascarar a los muertos con la misión de consolar y aliviar a los vivos, aprovechando, hay que decirlo, el desamparo de unos y la vanidad de otros que rodean al difunto, montando a sus expensas una escena donde el nivel de vida -al menos en su dimensión exterior- es correspondido por un alhajado nivel de despedida.
En simultáneo, y a propósito de que las cosas más esenciales se nos revelan en su ausencia, se aprovecha la licencia tácita de la ocasión para que los justos recuentos biográficos y merecidos homenajes cedan paso a panegíricos bien nutridos en adjetivos laudatorios que hacen apologías y rinden loa al modo de ser y obrar del fallecido, instalando relatos… y confirmando con tal semblanza el axioma de que no hay muerto malo ni recién nacido feo, abusando un tanto, me parece, de aquel deber de caridad paulino consistente en examinarlo todo y quedarnos con lo bueno. Como sea, el foco está puesto en la vida; y la muerte, en cambio, es desplazada y rehuida.
Hoy, la meta radica en extraer de la vida hasta la última gota de soma, pisoteando a Horacio y su memento mori en el suelo conquistado por la triunfante bandera del irresponsable carpe diem promovido por el profesor Keating. La máxima “comamos y bebamos que mañana moriremos” asegura, qué duda cabe, las risotadas frívolas de quien disfraza sus dependencias y esclavitudes anulando todo espacio a la reflexión que sopesa y calibra la realidad, asumiendo que una breve e incómoda negociación -a veces previsora, a veces apresurada- sobre seguros y terrenos mortuorios de distinto precio y clase logrará compensar el olvido.
Hace un buen rato que nuestra sociedad se configura como industria de analgésicos empeñada en desterrar la muerte a extramuros, en espacios reservados cuya estética, más centrada en el paisajismo que en la verdad, se condice a la perfección con la ignorancia deliberada del hecho cierto que nos iguala a todos, y así, vaya paradoja, diariamente terminamos nuestra jornada sin espanto ni temor al hecho incierto del despertar mañana, revelando nuestra burda arrogancia o el inevitable pecado de una excesiva juventud.
Sea por indiferencia o desafío a los fantasmas, sea por el ritmo de vida que nos libra de la peligrosa debilidad de pensar, sea por no dar tregua a los afanes que han de procurarnos mayores posesiones y mejores posiciones, sea por aferrarnos al ruido como a un refugio, evitamos y evadimos mirar cara a cara, y en valiente silencio, a ese sujeto, a ese riesgo constante y posibilidad siempre presente que nos recuerda, como a muchos nos aconsejaron este miércoles, que somos polvo y en polvo nos convertiremos, que la vida, breve o larga, no es más que un soplo.
Cicerón afirma que toda la filosofía era commentatio mortis, de la mano de Sócrates, para quien la filosofía era un aprendizaje de la muerte. No se trata de erudición vanidosa sino, ante todo, de sentido común. ¿Es posible entender la vida sin atender a la muerte? ¿Es posible prescindir de la interrogación que hace al hombre ser hombre, pues sólo él sabe que muere? La muerte no sólo actúa sobre nosotros en las postrimerías de nuestro peregrinar, sino ahora, aquí, incesantemente, configurando nuestra existencia -a algunos ya nos llega a la cintura, a otros al cuello-, posibilitando su crecimiento, su recto camino, su condición auténtica. Toda nuestra vida, y no solo su última escena, es un apocalipsis relativo al inevitable final. La muerte, decía Cabodevilla, no solamente limita la vida, sino que la abarca; no sólo la escolta, sino que la impregna; no sólo la interrumpe, sino que consuma; no sólo la amenaza, sino que le da sentido.
El sinsentido de poner entre paréntesis la muerte es signo de miopía metafísica que produce una muy grave ceguera política y cultural. Escribe san Agustín que “no es la muerte lo que debes temer, sino el olvido de que eres inmortal”. El materialismo práctico que inspira y dirige gran parte del (des)orden vigente impone un horizonte de sentido llano y trivial, un techo muy bajo y descolorido, una ciudadanía supuestamente definitiva que mutila la amistad cívica con la filosa espada que surca las fronteras de la propia soberanía en un metro cuadrado subordinado a la regla y medida de hacer lo que cada cual buena o malamente quiera, donde el bien común carece de dimensión espiritual y el culto se arrodilla ante lo feo y extravagante.
¿Será una cándida utopía (o autoritaria pretensión) aspirar a que la política y la cultura superen la clausura de su estéril inmanencia y abracen, al menos, una sana antropología capaz de reconocer que el natural anhelo de descanso y sosiego es sed de amor que sólo se sacia después de la muerte?
No quiero confundir los planos. Son pocos e inmerecidamente privilegiados los que miran y ven más allá: son pocos, es cierto, los que viven la muerte no como algo que pasa sino como el encuentro con Alguien que viene pues quiso perseguirnos hasta el límite extremo de morir; son pocos los que mueren porque no mueren; son pocos los que llaman a la muerte “hermana” y, asimismo, esperan, sin presunción ni desesperación, su derrota definitiva; son pocos los que celebran cada agonía y partida, también la que llega como un ladrón, con serenidad pascual. Pero vamos despacio; tal vez, será cerrando los ojos a algún muerto como caeremos en cuenta de que son los muertos quienes abren los ojos a los vivos.
*Álvaro Ferrer Del Valle – Director Ejecutivo Comunidad y Justicia
Excelente columna. Gracias.