La grave baja de natalidad que aqueja a nuestro país empeora cada año. Así lo señalan las últimas cifras del INE en su boletín de estadísticas vitales coyunturales del mes de agosto. Al paso que vamos, las consecuencias, que ya son catastróficas, se encrudecerán cada vez más, probablemente de un modo que no hemos visto hasta ahora. En ese sentido, no está de más recordar el llamado que hizo el arzobispo de Santiago, Fernando Chomali, hace algunas semanas, afirmando que la crisis de la natalidad “debiese hacernos reflexionar sobre qué estamos haciendo los chilenos para fortalecer a la familia (y a todos sus miembros), reconociendo y preservando el don de las mujeres para dar vida”. Monseñor Chomali insistió en esta interpelación en su homilía de la celebración del Te Deum del 18 de septiembre: “La alarmante caída en la tasa de la natalidad en nuestro país nos enrostra esto. Ello exige sentido de urgencia (…) ¡Será difícil aumentar la natalidad con jóvenes sin oportunidades en su camino!”.
La gravedad de esta crisis ha sido ocasión para hacerse la gran pregunta: ¿cuáles son las razones que han llevado a tantos chilenos a no ser padres? Me quiero detener en una que es especialmente desoladora: se afirma, con toda razón, que los padres se encuentran cada vez más solos. La maternidad es un proceso solitario, muchas veces vivido desde el aislamiento. Las madres cada vez cuentan con menos redes de apoyo, por lo que les falta el soporte necesario para enfrentar la gran tarea de criar a sus hijos. Es por esto que muchos, ante las desesperanzadoras estadísticas sobre la natalidad, han subrayado la importancia de que existan más comunidades que acompañen en el proceso de crianza, y políticas públicas que las incentiven, y -en el caso de ser necesario- las creen.
Sin dejar de ser esto cierto, la verdad es que, si se toma ese diagnóstico, la causa de fondo del problema permanece aún oculta. La red de apoyo que más hace falta para tener hijos de manera segura y protegida, es el matrimonio; y, sin embargo, el matrimonio ha sido el gran ausente en la discusión. Este es el “elefante en la sala”: el rol que cumple la unión y la participación de ambos cónyuges en la crianza es simplemente irremplazable, insustituible. Lamentablemente, ninguna política pública puede remediar la ausencia de aquel que se compromete, por toda la vida, en el proyecto común de formar una familia.
Teniendo esa realidad a la vista, no es de sorprender que en Chile la maternidad sea tan solitaria y llena de riesgos si, según los datos del Registro Civil, un 75,5% de los nacimientos se producen fuera de la institución matrimonial. Es más, en el mencionado boletín publicado hace algunos días por el INE, se aprecia una preocupante caída en picada del número de matrimonios en los últimos tres años, y, al mismo tiempo, un crecimiento de los acuerdos de unión civil. Estos datos sobre el matrimonio deben ser considerados a la hora de dilucidar las causas de nuestra crisis demográfica, datos que van acompañados de una legislación que cada vez horada más la institución matrimonial, haciéndola más plástica, perecedera, y sin significado. Promover esta legislación y lamentarse que pocos niños vienen al mundo, es un sinsentido.
Sin embargo, está claro que no sólo son importantes los datos a la hora de enfrentar este problema. Hay que tomarse muy en serio el relato que se ha generado en torno a la cuestión de la natalidad. No será posible que cambiemos el rumbo demográfico si es que nos seguimos refiriendo a la maternidad como un fenómeno individual. La maternidad -y su compañera olvidada, la paternidad- no es una “decisión individualísima de la mujer”: es una disposición de dos personas, el padre y la madre, a recibir la vida.
Además, el problema de la natalidad no se resuelve sólo por tener más hijos, despreocupándose de ellos luego de su nacimiento. El “problema de la natalidad” no es sólo demográfico o estadístico, sino sustantivo. Es fundamental que los niños crezcan y se eduquen para lograr su perfección. Es tan grave la crisis de natalidad como la crisis de falta de educación, y ambas tienen la misma causa: la inestabilidad familiar y la desintegración de sus lazos. Es por esto que la apertura del padre y la madre a recibir la vida debe extenderse a la crianza presente y educación activa de los hijos.
El matrimonio tiene una función social de generación, pero también de sustento material y formación espiritual y moral. En este sentido, el matrimonio es la institución que por excelencia garantiza el bien de los hijos. No basta con preguntarse por las razones de la disminución de la natalidad, sino que también deben analizarse las razones de la corta duración de los matrimonios y las dificultades para la educación de los hijos.
El matrimonio ha sido el gran ausente en la reflexión pública sobre el problema de la natalidad, pero sin matrimonio no puede haber crecimiento demográfico sostenible. Antes y además de instituciones y políticas públicas -que pueden ser de invaluable apoyo-, necesitamos matrimonios: esa es la base fundamental de la familia y de todo el orden social.