Columna de nuestro director, Juan Ignacio Brito, publicada por La Tercera el jueves 11 de junio.
No pueden dejar de llamar la atención las actitudes de ciertas autoridades que parecen creer que las normas que rigen para todos no se les aplican a ellas. Durante el último tiempo, este tipo de conductas se multiplica. Va desde cuestiones sencillas, como no cumplir algunas normas sanitarias de uso frecuente, hasta asuntos graves, como el “sacrilegio contra la Constitución” cometido por la presidenta del Senado. La última encarnación de esta tendencia tuvo lugar esta semana, con el caso de una jueza que pasó por encima de lo que la ley dice de forma expresa para fallar en favor de una pareja de mujeres que busca que ambas sean reconocidas como madres de un menor.
En momentos en que la igualdad es el grito de batalla de la nación entera, parece especialmente desubicado que existan quienes utilicen su posición de influencia para “adelantar por la berma” y anteponer sus agendas personales al respeto a la ley que juraron servir. Esa actitud supone una de las expresiones más crudas de la desigualdad que tanto irrita a nuestra sociedad: el abuso.
«En momentos en que la igualdad es el grito de batalla de la nación entera, parece especialmente desubicado que existan quienes utilicen su posición de influencia para “adelantar por la berma” y anteponer sus agendas personales al respeto a la ley que juraron servir.»
Las autoridades poseen atribuciones de las cuales carecen los ciudadanos comunes y que les permiten influir en el quehacer cotidiano de todos. La ley es un límite especialmente importante para ellas, pues protege a los ciudadanos de eventuales abusos. Por eso, el derecho público dispone que solo pueden hacer aquello que les está expresamente permitido, con el objetivo de prevenir excesos. Al ir más allá de lo legalmente establecido, autoridades como la jueza mencionada incumplen un deber y vulneran la más relevante salvaguarda para la convivencia pacífica y justa. Obedecer la ley no debería ser una opción, pues, como decía Cicerón, somos esclavos de ellas para poder ser libres.
Detrás de esta forma de actuar se esconde además un profundo desprecio por la deliberación democrática. Nuestro ordenamiento establece que el gobierno y el Congreso son colegisladores, mientras que los tribunales deben aplicar la ley. Pero, al actuar como lo hizo, la jueza ha torcido la nariz a la ley, interpretándola a su amaño y “legislando” por la vía de los hechos.
Existen grupos activistas que pretenden establecer el reconocimiento legal de la doble maternidad. Para ellos -como para cualquiera-, la vía democrática exige promover la presentación de un proyecto de ley que sea discutido en el Congreso. Allí será sometido a deliberación, contrastado y, eventualmente, votado. Al actuar como lo hizo, sin embargo, la jueza ha preferido condensar de manera irregular en un fallo todo ese proceso. Que alguien se sienta con el derecho a obrar de esa manera no solo es lamentable, sino indicativo de hasta dónde puede llegar la desigualdad en este país.