Columna de nuestro director, Cristóbal Aguilera, publicada por El Líbero, el jueves 11 de junio.
De pronto pareciera que aquella máxima ética fundamental según la cual «el fin no justifica los medios» se ha convertido en uno de los impedimentos más importantes para avanzar en la consecución de causas justas. Los ejemplos se han ido acumulando: si la única herramienta para alcanzar un cambio social es la violencia, habrá que recurrir a ella; si las formas constitucionales impiden avanzar en la tramitación de una iniciativa urgente, habrá que obviarlas. Ahora tocó el turno de una jueza que, creyendo ella ser la llamada a superar una supuesta discriminación arbitraria y declarar que un niño tiene dos madres, no dudó en instrumentalizar la justicia, aceptar ser parte de (¿o dirigir?) una colusión procesal y fallar en contra de ley expresa y vigente.
No hay necesidad de argumentar –por ser evidente– que esta práctica es insostenible. Lo que subyace al principio de que el fin no justifica los medios es que hay ciertas acciones que son en sí mismas injustas. Esto significa que nada puede justificarlas, que nada puede corregir su desviación original. Hemos comenzado a recorrer una senda, una espiral, que no tiene límites. Aquel que justifica los medios por los fines termina atrapado en aquellos; los mismos medios comienzan a ser fines. Quienes celebran con euforia estas «victorias» no son conscientes de que alguien puede venir y, con la misma lógica, dar vuelta el asunto, pero con más violencia, con mayor fuerza. La vida social poco a poco se va convirtiendo en un juego en el que el más fuerte acaba por dominar al resto.
«Aquí, al contrario de lo que piensa la pareja de mujeres, la jueza, el abogado informante y todos los que fueron parte de este tinglado, la única injusticia que se ha cometido ha sido contra el niño. En efecto, le han privado deliberadamente de la experiencia de tener un padre y eso es injusto.»
El caso de la jueza, sin embargo, no solo es grave por lo recién dicho, sino que también lo es por el fin que se buscaba. Aquí, al contrario de lo que piensa la pareja de mujeres, la jueza, el abogado informante y todos los que fueron parte de este tinglado, la única injusticia que se ha cometido ha sido contra el niño. En efecto, le han privado deliberadamente de la experiencia de tener un padre y eso es injusto. Podrán manipularse los argumentos, tergiversarse el alcance de los tratados internacionales, recurrir a la emotividad, argüir el tan deformado principio del interés superior del niño, citar cuanto texto les dé la gana, pero eso no cambia la injusticia. La realidad es lo suficientemente porfiada como para ser alterada por estas tácticas.
Y esto último es, al final, lo que está detrás de todo esto. El objetivo de la agenda de género, dentro de la cual se debe comprender este caso, es falsear la realidad. Es persuadir a la sociedad de que aquellos datos sexuales originarios son imposiciones, de que el compromiso conyugal es una discriminación, de que la paternidad es un asunto meramente sentimental. El problema es que esto termina por degradarlo todo; en este caso, la radical y misteriosa relación filial. Así, padre y madre se comprenden como categorías vacías o únicamente emocionales, al punto que basta ser pareja de la madre de un niño para constituirse como madre de éste. Lo que hoy estamos viviendo –todas las aristas que configuran el momento actual– es gravísimo; y es de esperar que, de una vez, tomemos verdadera conciencia de lo que está en juego.