Les compartimos a continuación la columna de esta semana de nuestro director, Cristóbal Aguilera, publicada este jueves 25 de junio por El Líbero.
El proyecto de garantías de la niñez fue presentado por la ex Presidenta Bachelet en septiembre de 2015. Desde entonces, cada vez que se ha puesto en discusión, la misma polémica ha resonado una y otra vez. Esta polémica dice relación con uno de sus objetivos centrales: desvalorizar la autoridad educativa de los padres.
Durante esta semana se ha vuelto a discutir sobre lo mismo, a propósito de una indicación que fue aprobada por los senadores Rincón, Quintana y Montes. Esta indicación busca que los hijos menores de edad puedan participar de reuniones o manifestaciones pacíficas en compañía o no de sus padres, dependiendo “si su edad y el grado de autonomía con el que se desenvuelvan así lo permitiere”. Lo insólito es que el debate que se llevó a cabo en la Comisión versó sobre quién debería ser el encargado de definir si los hijos tenían la edad y madurez, y si acaso es razonable o no que un niño concurra sin el permiso de sus padres a una manifestación.
Es insólito no solamente porque nuestra legislación constitucional reconoce de modo expreso el derecho preferente y el deber de los padres de educar a sus hijos, por lo que ninguna de las normas que contempla esa iniciativa puede entenderse como contradictoria con este derecho y deber fundamental. Es también insólito, pues contraría el sentido común más elemental en esta materia. De pronto, pareciera que una parte significativa de la izquierda ha dejado de considerar que los padres son los primeros educadores y que su rol es indispensable y absolutamente significativo para la formación de la personalidad de sus hijos.
«Pareciera que un parte significativa de la izquierda ha dejado de considerar que los padres son los primeros educadores y que su rol es indispensable y absolutamente significativo para la formación de la personalidad de sus hijos»
Lo que está detrás, en definitiva, es poner tensión en la relación filial. Se piensa que el garantizar los derechos de los niños implica restarle autoridad a los padres. De este modo, el Estado se erige como verdadero garante, el cual puede incluso –bajo estos presupuestos– reemplazar a los padres. Esto no es nuevo, pues lamentablemente nuestra legislación ya comprende normas de esta naturaleza, como aquella que permite que una niña menor de 14 años pueda abortar aun en contra de la opinión de sus padres. Existe una demanda por la liberalización o emancipación de los niños que debemos enfrentar con mucha fuerza. Lo que está en juego es la misma estabilidad de la familia, que hoy se ve atacada por este y otros frentes, pues sus enemigos la figuran como un lugar de opresión y no como lo que realmente es: una comunidad imperfecta –como todo en este mundo–, pero insustituible, que propicia un ambiente de intimidad sin el cual la realización personal es casi imposible. Una comunidad que no trata a los niños simplemente como “niños”, sino como hijos o hermanos. El único modo de garantizar los derechos de los niños es fortaleciendo el rol de los padres que, en último término, significa fortalecer la unidad familiar. Y no debemos dejar que la familia, que este “cuento de hadas” como a Chesterton le gustaba llamarla, sea destruido.