El Líbero publicó ayer jueves 09 de julio, esta columna de nuestro director, Cristóbal Aguilera. Es una respuesta con argumentos de fondo a la Carta al Director de Agustín Squella, publicada el lunes 06 de julio por El Mercurio.
Vivimos en una época caracterizada por la exaltación del yo. Para el cristianismo, la persona es el ser más valioso de este mundo, ocupa el primer lugar en la creación. El Evangelio contiene un mensaje radical en este sentido: en un principio hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios y en la plenitud de los tiempos Cristo murió por cada uno de nosotros. No hay otra religión que exalte de esta manera la dignidad personal. Como decía un filósofo, todos somos, de manera única e irrepetible, “alguien delante de Dios”.
Este mensaje no es incompatible con el reconocimiento de nuestra absoluta dependencia de Dios. Nuestra dependencia, en efecto, es también radical. No solo ontológica (es evidente que alguien nos ha debido dar nuestro ser), sino que también existencial: no podemos de ningún modo poner nuestras esperanzas en nuestras propias obras. Sin embargo, esta es la ilusión de la modernidad: pensar que podemos encontrar el sentido de la vida en nosotros mismos.
«No debemos extrañarnos de que el bautismo de los niños sea visto como un escándalo. Por un lado, para el progresismo todo lo que no ha sido escogido libremente es una carga respecto de la cual podemos –o debemos– liberarnos. Así, el bautismo es una imposición injusta, un abuso de unos adultos que están a cargo temporal y circunstancialmente de unos niños (¿sus hijos?)»
Algo de esto subyace a la inquietud de Agustín Squella, quien se preguntaba hace algunos días si acaso es razonable que los padres bauticen a sus hijos al inicio de sus vidas. No debemos extrañarnos de que el bautismo de los niños sea visto como un escándalo. Por un lado, para el progresismo todo lo que no ha sido escogido libremente es una carga respecto de la cual podemos –o debemos– liberarnos. Así, el bautismo es una imposición injusta, un abuso de unos adultos que están a cargo temporal y circunstancialmente de unos niños (¿sus hijos?). Por otro lado, el bautismo implica para el progresismo la aceptación de nuestra dependencia y limitación. La religión implica la apertura a un misterio que nos antecede y precede. Y este es el escándalo mayor, porque desvía el eje de la modernidad: el individuo y nada más.
El ser humano no es una realidad material, sino metafísica. No somos fruto del azar, sino de un don. Nuestra existencia no es un sobrevivir –y devenir– en este mundo, sino un abrirnos más allá de él. El énfasis en el individuo impide que alcemos la cabeza más allá del propio ombligo. Y este proceso de ensimismamiento, que ha durado ya demasiado tiempo y que parece no detenerse, solo puede proyectar un mundo caracterizado –y capturado– por el hastío y la banalidad. En este contexto, el bautismo es un rayo de luz, que ilumina nuestra perspectiva histórica, derribando el mito del individuo y proporcionando una novedad (la fe es siempre algo nuevo). Ratzinger decía que el bautismo significa, entre otras cosas, ofrecerles a nuestros hijos un horizonte de sentido eterno, que supera la finitud de nuestra vida biológica. La eternidad… este debe ser nuestro horizonte, nuestra meta. Porque si es verdad que somos “alguien delante de Dios”, también es verdad que lo somos “para siempre”.