Agradecemos a esta licenciada en Filosofía y Literatura por esta reseña a esta Encíclica sobre la educación de la juventud.
Publicada en 1929, la Encíclica Divini Illius Magistri, en la cual el Papa Pío XI aborda la educación cristiana de la juventud, tiene mucho que decir al actual contexto chileno, en el cual varios proyectos de ley cuestionan de una u otra forma la misión educativa de los padres. La Encíclica en cuestión pretende recordar cuáles son los principios fundamentales en materia de educación, esto es, a quién le corresponde educar, cuál es el sujeto de la educación y, en último término, cuál es el fin de la educación cristiana (DI 2, 7).
Respecto a quiénes les compete educar, el Papa constata que existen tres sociedades que participan de la educación del hombre de un modo coordinado y jerárquico según sus fines: la familia, el Estado y la Iglesia. En el caso de la familia, se afirma que su fin específico es la procreación y la educación de los hijos, motivo por el cual los padres poseen un derecho natural y prioritario para educarlos hasta que ellos sean capaces de gobernarse a sí mismos. Como la familia es una sociedad imperfecta, en cuanto que no posee todos los medios necesarios para alcanzar su perfección, debe ser ayudada por otras sociedades que sí poseen estos medios, como el Estado o la Iglesia (DI 8-9, 28).
En lo que se refiere a la Iglesia, se trata de una sociedad de orden sobrenatural cuya misión es engendrar almas para la vida eterna, la cual constituye, en último término, el fin último del hombre y, por tanto, de toda verdadera educación (DI 10, 5). Además de administrar sacramentos, la Iglesia ha recibido de Cristo el mandato de enseñar a todos los pueblos la verdad revelada, por lo cual posee un rol eminentemente pedagógico. Esto implica, entre otras cosas, que la Iglesia, fundada sobre la autoridad divina, tiene el derecho y la obligación de juzgar sobre la conveniencia de los diversos proyectos educativos (DI 11-13).
En cuanto al Estado, este tiene el deber de promover el bien común temporal y en el ámbito educativo tiene que garantizar el derecho prioritario de las familias a educar a sus hijos. Sin embargo, en los casos extraordinarios en que los padres fracasan gravemente en el cumplimiento de esa tarea, el Estado puede intervenir para remediar esta situación porque la autoridad paterna siempre está subordinada a la ley natural y, por tanto, nunca es absoluta (DI 36-38).
En el caso del Estado chileno, al uniformar y abarrotar de contenidos el currículum escolar durante las últimas décadas, ha tendido a desterrar, en la práctica, la libertad de enseñanza de los colegios públicos, evitando que las familias de menos recursos puedan enviar a sus hijos a instituciones escolares acordes con sus propios ideales educativos. Esto ha provocado una inversión del rol familiar y el estatal, pues sólo el Estado que ha acabado dictaminando qué es lo hay que enseñar a los niños. En las presentes circunstancias, el abandono de su rol subsidiario y la suplantación del derecho paterno ha llevado al Estado a pretender imponer una concepción de la sexualidad única e ideológica, (muy evidente en lo que se refiere a las teorías de género), que contradice directamente la ley natural y divina y, por tanto, atenta contra el bienestar de los educandos.
En vistas a comprender mejor en qué consistiría una adecuada educación sexual, objeto del proyecto de ley en cuestión, vale la pena enfocar el modo en que el Papa la vincula estrechamente a una sana antropología cristiana. Así, cuando explica cuál es el sujeto de la educación, señala que siempre hay que considerar al hombre desde una perspectiva unitaria, esto es, que está compuesto de cuerpo y alma y, por tanto, posee facultades en el orden natural y en el sobrenatural. En esta perspectiva, Pío XI nos recuerda que, gracias a la revelación, sabemos que el ser humano posee una naturaleza caída (lo cual es manifiesto, principalmente, en la fragilidad de su libertad), pero que ha sido redimida por Cristo (DI 43).
A su juicio, cualquier pedagogía cristiana que se precie de tal debe tener en cuenta esta doble verdad. Por esto, afirma, por ejemplo, que “es erróneo todo método de educación que se funde, total o parcialmente, en la negación o en el olvido del pecado original y de la gracia, y, por consiguiente, sobre las solas fuerzas de la naturaleza humana” (DI 45). Asumir esta postura naturalista en lo que se refiere a la educación sexual, confiando más de lo necesario en la bondad de los impulsos humanos, implicaría abandonar al educando al desorden de sus pasiones, pues no se emplearían los medios necesarios para fortalecer su libertad. Lamentablemente, muchos métodos pedagógicos modernos tienden a favorecer, en línea con una valoración excesivamente positiva de las capacidades naturales, una exagerada autonomía en el niño y a suprimir la autoridad del educador (DI 45). Precisamente, es posible apreciar con facilidad cómo esta preferencia por la autodeterminación y esta desconfianza ante la posición asimétrica del educador subyace a la ideología de género que pretende, por ejemplo, que los niños puedan tomar decisiones trascendentales y, en ocasiones, irreversibles, respecto a su vida sin el consentimiento de sus padres.
De un modo muy perspicaz, el Papa también señala que esta pedagogía naturalista suele estar detrás de muchas de las personas que, al fomentar la educación sexual, pretenden “inmunizar a los jóvenes contra los peligros de la carne (…) acudiendo para ello a una temeraria, indiscriminada e incluso pública iniciación e instrucción preventiva en materia sexual, y lo que es peor todavía, exponiéndolos prematuramente a las ocasiones, para acostumbrarlos, como ellos dicen, y para curtir su espíritu contra los peligros de la pubertad” (DI 49). Esta actitud, que desconoce, nuevamente, la debilidad humana, acaba exponiendo a los jóvenes a situaciones sexualizadas, en muchos casos con consecuencias desastrosas para su integridad moral; cuando, en realidad, habría que educarlos en la virtud de la castidad y apartarlos de todo aquello que los induzca al vicio (DI 51).
Como se puede apreciar a través de las enseñanzas de Pío XI, el Magisterio de la Iglesia es perenne y posee la capacidad de iluminar, desde los principios generales, problemas concretos como los que enfrentan los padres chilenos en materia educativa y que, en muchos casos, carecen de las herramientas críticas para apreciar la magnitud de los cambios legales que se están llevando a cabo y los efectos que estos tendrán en la vida de sus hijos.