Cuando se habla de humanizar la política normalmente se piensa en el desafío de adecuarla a los estándares que exige la dignidad humana. La política muchas veces se reduce a una guerrilla sobre el poder, que solo recuerda a los invisibles y vulnerables de cuando en cuando, sobre todo en épocas de elección o cuando una noticia hace rentable la preocupación social. En algún sentido, se podría aplicar a la política aquella célebre frase de Gabriela Mistral: «la humanidad es todavía algo que hay que humanizar».
El desafío de humanizar la política también puede comprenderse desde otro punto de vista, que dice relación con volver a entender la política como un «hacer humano». La política no es, como hoy se cree, puro sistema, sino que primeramente es acción con sentido (praxis), acción común. Sin embargo, y por múltiples motivos, esto se ha perdido casi por completo de vista, y el debate constitucional ha profundizado la idea de que las acciones de los ciudadanos carecen de toda trascendencia pública. Se confía en las estructuras al punto que se les encarga el desafío de configurar la forma de vivir en común (que en este esquema debe ser “neutral”) con independencia de cómo actúen y se comporten los ciudadanos.
«El debate constitucional ha profundizado la idea de que las acciones de los ciudadanos carecen de toda trascendencia pública. Se confía en las estructuras al punto que se les encarga el desafío de configurar la forma de vivir en común (que en este esquema debe ser “neutral”) con independencia de cómo actúen y se comporten los ciudadanos.«
Esto último, con todo, es una mera ilusión. Es la acción humana lo que configura inicialmente el espacio público. Y, a partir de esta acción, se crean las estructuras y sistemas que posibilitan el ethos. En otras palabras, el ethos no es el resultado de las estructuras, sino que ellas se subordinan a aquel, que está definido por los fines y acciones de los habitantes de una comunidad. El bien de la sociedad, como decía Benedicto XVI, se basa fundamentalmente en los esfuerzos éticos de los hombres que la sostienen. Por ello, es importante combatir aquella idea según la cual la ética es un asunto meramente privado. La realidad –contra algunas ideologías en boga– indica precisamente lo contrario: no es posible la realización de una comunidad política sin el compromiso moral de sus miembros.
Aristóteles consideraba que el bien del individuo es el mismo que el de la ciudad. Una idea así es muy chocante en una sociedad individualista como la nuestra, pero no por eso deja de ser verdad. Cabe precisar, por cierto que, frente al individualismo que hoy impera la solución no es traspasarle al Estado la responsabilidad por lo público, como se pretende desde algunos sectores: dicha actitud paradójicamente termina por agudizar precisamente la exaltación del individuo. Lo fundamental, sobre todo en el contexto actual, es recordar que nuestra sociedad es una realidad que solo puede sobrevivir como comunidad, es decir, como acción común, en la medida en que todos pongamos de nuestra parte. Las instituciones son cruciales para todo orden social, pero antes que ellas se encuentra la cuestión más fundamental de que todos, con la conciencia de la propia imperfección, busquemos superarnos cada día en la situación particular en la que nos encontremos, procurando con ello el bien de nuestra sociedad (el bien común), que es aquello que le da su sentido. En otras palabras, la humanización de la política implica asumir el desafío de convertirnos en verdaderos ciudadanos.