Una de las preguntas fundamentales de la filosofía es la de lo humano. Se trata de una cuestión de la que nadie puede escapar, pues todos somos seres humanos. Como seres humanos, tenemos una cierta concepción de lo que somos y, a la vez, nos sabemos de alguna manera dueños de nuestros propios actos y, por ende, dueños —en cierto sentido— de nuestro propio ser. El hombre es un ser que está como inacabado o abierto: estamos de alguna manera llamados a completar lo que somos, pues de hecho podemos decidir qué hacer con nuestra vida (lo que no es otra cosa que decidir qué hacer con nosotros mismos: qué queremos ser). Frente a la pregunta fundamental por el hombre y lo que lo constituye como tal surgen desesperadamente múltiples intentos de respuestas desde la filosofía contemporánea, que muestran con toda su crudeza el drama terrible de la libertad, del caminar hacia la muerte y de la soledad existencial del yo.
Joseph Ratzinger, quizás el más grande de los teólogos de este siglo y del anterior, comienza su conferencia Was ist der Mensch? planteando estos dilemas. Este escrito, lleno a la vez de luz y de misterio, se asoma a esta pregunta fundamental, buscando “volver a colocar lo cristiano en el presente. Al respecto —nos dice el Papa emérito— hay dos cosas que resultan de idéntica importancia: que sea lo genuinamente cristiano aquello que es traído al presente, y que eso cristiano también sea traído a un presente genuino para que realmente pueda tener efecto y sea escuchado”. Se trata de una empresa nada fácil: recoger los problemas del hombre de hoy y dar ciertas pistas que permitan comprender la respuesta verdadera a la luz de los misterios de la verdad revelada, especialmente el misterio del Verbo encarnado, pues sólo en él se puede esclarecer el misterio del hombre (Gaudium et Spes, 22).
La angustia del hombre contemporáneo no es un ejercicio intelectual artificioso, sino que fluye como consecuencia lógica de la ausencia de los marcos metafísicos y vitales que antes eran patrimonio cultural común y que daban solidez a nuestra vida. Se trata, por tanto, de auténticos dramas humanos, que reflejan una parte de la verdad acerca de lo que el hombre es. Ratzinger comienza su conferencia exponiendo, de forma breve pero concisa, estos intentos contemporáneos de responder a la pregunta por el hombre. El existencialismo de Sartre muestra al hombre como un ser condenado al absurdo (pues no habría un finalismo intrínseco a nuestro ser) de hacerse a sí mismo: condenado a ser libre, sin que pueda escapar de esto. Por otro lado, en contradicción con esta tesis, el evolucionismo muestra al hombre como un mero momento dentro del proceso continuo (es decir, no discreto) de la corriente de la materia; se trataría de un eslabón más, sometido a los demás eslabones de una cadena: una sujeción total al cosmos biológico. El marxismo, por su parte, también responde en contradicción con la idea de la libertad, pues lo constitutivo del hombre sería lo factible: el hombre como producto de la sociedad y del determinismo de los procesos técnicos.
Frente al nihilismo existencialista —sea en forma de náusea, de angustia o de voluntad de poder— y a los más variopintos determinismos contemporáneos surge la propuesta de la fe católica, que Ratzinger brillantemente desarrolla en unas breves líneas con un poder de síntesis como solamente él sabe hacer, a partir de la conocida frase de que somos imagen y semejanza de Dios (cfr. Gen. I, 26-27). La propuesta cristiana recoge la idea de que somos algo que, a la vez que es, está abierto a completarse, pero según una vocación específica.
La propuesta de Ratzinger tiene algunos puntos que son por lo menos discutibles, como la negación de que en la Escritura lo humano está constituido de cuerpo y alma (según Ratzinger, estos conceptos filosóficos serían ajenos a la Revelación, tesis que también sostiene en su Introducción al Cristianismo), o la negación de que el ser imagen de Dios se identifique simplemente con la racionalidad humana o con su libertad (esos chispazos de la divinidad que ya veían filósofos como Platón o Aristóteles). Sin embargo, arroja muchas luces con mucha profundidad acerca de las fuentes últimas de la dignidad de la persona humana y, en consecuencia, de la indisponibilidad de la vida, desde una perspectiva teológica atractiva que se hace cargo de los dilemas del hombre de nuestra época.
La indisponibilidad de la vida humana es algo que pertenece a su misma esencia, cuya verdad más íntima sólo alcanza a comprenderse a cabalidad a la luz de la fe (con todo, debemos hacer la prevención de que la principal conclusión a la que apunta el texto no es la indisponibilidad de la vida, sino la apertura a la trascendencia).
El hombre no sólo tiene inteligencia y voluntad, a semejanza de Dios, sino que por eso es también capaz de conocerse y, en cierto sentido, poseerse a sí mismo. Porque puede poseerse a sí mismo es un ser-para-sí, abierto a lo que le es extrínseco, y por eso le fue dado dominio sobre toda la Creación. Siendo un ser miserable, pecador, e inacabado en muchos aspectos —“¿quién es el hombre, para que te acuerdes de él?” (Ps. VIII, 5)—, el hombre fue hecho poco inferior a los ángeles (cfr. Ps. VIII, 6; algunas traducciones hablan de “poco inferior a Dios”) y fue constituido sobre todas las obras salidas de las manos de Dios (cfr. Ps. VIII, 7). Pero junto con esta posición de superioridad frente a los demás seres creados, aparece como alguien infinitamente inferior a Dios e igual a los demás hombres. Cuando el hombre se encuentra a sí mismo en el hombre mismo y en la Persona divina de Cristo —Dios y Hombre verdadero— puede alcanzar a ver destellos del Misterio de Dios en su propio ser. Se trata de un misterio que él no se ha dado a sí mismo, con un destino que no depende de él y que no debe buscar controlar, sino que debe respetar, pues los más variados aspectos de lo que es humano son imagen de Dios mismo. Con más felices palabras lo dice Ratzinger:
Le pertenecen las plantas y los animales. Pero aquel que derrame sangre humana habrá de ver su sangre derramada por mano humana, pues Dios hizo al hombre en concordancia con su imagen. Y es aquí donde realmente se manifiesta aquello que se quiere decir con la afirmación de la semejanza de Dios: no es una definición en cuanto contenido, tampoco filosófica, sino que un enunciado funcional de máxima gravitación. El hombre es la imagen de Dios. A todo ser humano, con todo lo miserable, privado de derechos y pequeño que sea, le corresponde una dignidad, del todo independiente de su posición social y de su origen racial. A cada cual toca una dignidad que nadie le puede restar. En cuanto hombre es un bien de Dios, intocable.
Al hombre pertenecen las cosas, pero él mismo no se pertenece a sí mismo. El hombre no es propiedad de nadie y no puede llegar a serlo. Esto resulta particularmente importante de escuchar en un mundo en que al esclavo se lo trata como emancipado, o como derecho real, o como propiedad, o como cosa. El hombre no es propiedad de nadie y tampoco es propiedad de sí mismo. Es aquel bien que el propio Creador ha reservado para sí. Ser a imagen y semejanza de Dios significa entonces y en primer lugar la fundamental igualdad de todos los hombres, el descubrimiento del hombre en el hombre; significa, también, el valor agregado del hombre frente a modos de contemplarlo meramente biológicos o sociológicos. Significa la santa invulnerabilidad del hombre, que decididamente jamás puede llegar a ser propiedad del hombre, pues este posee una dignidad gracias a la cual ahora y siempre destacará por sobre todo el resto de la creación. Y también significa —y pienso que esto nos atañe tanto más ahora— que el hombre jamás se poseerá a sí mismo como una cosa, significando, también, que se encuentra en sí mismo con lo completamente diferente, con lo misterioso, sobre lo cual no dispone, pero que debe respetar, es decir, se encuentra con el misterio, aquello que es inmensamente más grande que él mismo, o dicho en palabras de Pascal: “L’homme passe infinitement l’homme”. El hombre siempre será inconmensurablemente más que él mismo. Y nunca se es dado a sí mismo solo como cosa, ya que en él está presente ese misterio de la superación de sí mismo, que es lo que lo hace ser sí mismo.
Esta profunda verdad se abre en todo su esplendor en la Persona de Cristo, que siendo rico se hizo pobre por nosotros, que asumió nuestra naturaleza por nosotros y para nuestra salvación. Él es el nuevo Adán: “Elevado es el crucificado y toda elevación del hombre ha visto aquí señalado su camino. Solo puede ser elevación en el segundo Adán: en la comunidad con él como la forma nueva y donada del ser hombre, que no procede de la factibilidad, sino del don del amor”. La apertura de la persona, que refleja el amor de Dios como en un espejo, dando amor a los demás, es la más auténtica vocación del hombre: la entrega, el salir de uno mismo para darse a los demás (“nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”, Ioh. XV, 13). El dilema fundamental de la libertad del hombre aparece así en la decisión entre el primer y el segundo Adán, cerrarse en el egoísmo o abrirse a Dios y a los demás. “La respuesta a la pregunta por el hombre es el dedo de Pilatos apuntando al rey coronado de espinas: este es el hombre (Ioh. XIX, 5)”.