«Immortale Dei» o dos verdades constitucionales incómodas

Por Ignacio Suazo

Con sus más de 130 años de existencia, esta Encíclica  toca un tema que atañe directamente al proceso constituyente: la constitución cristiana de los Estados. Un tema que no debería dejar indiferente a ningún cristiano, considerando que una constitución justamente dispone las directrices fundamentales del funcionamiento del principal garante del bien común dentro de una comunidad política. El texto de León XIII nos confronta con ciertos principios fundamentales detrás del funcionamiento del Estado. Quizás uno de los que más destaca es el principio de autoridad, que podemos sintetizar en dos puntos: un gran deber y un gran derecho.

En primer lugar, toda la vida política se sustenta en un gran deber: el de obediencia a la autoridad. La razón es nada menos que su origen divino: siendo Dios cabeza y Legislador de todo lo creado ―y por ello, la única verdadera Autoridad― toda actividad directiva o gubernativa se convierte en un reflejo de esta autoridad primera. Por esta razón, León XIII insiste que la desobediencia a la autoridad no es sólo un atentado contra la ley natural, sino contra Dios mismo. Como sentencia el Sumo Pontífice: “quebrantar la obediencia y provocar revoluciones por medio de la fuerza de las masas constituye un crimen de lesa majestad, no solamente humana, sino también divina” (párr. 2).

Tamaño deber de obediencia va a aparejado de una responsabilidad correlativa para los gobernantes, pues el Pontífice advierte en su Encíclica que quienes ostentan cargos de autoridad serán severamente juzgados en virtud del encargo recibido. Y lo dice sin titubeos: “a los poderosos amenaza poderosa inquisición” (Párr. 2).

Escuchar hablar de “obediencia” nos parece hoy extraño y hasta chocante. Lo es aún más cuando discursos como el de Fernando Atria, donde el pueblo tiene el derecho de ejercer “el poder constituyente cuando quiera”,[1] parecen tener tanto arraigo en nuestro país.

Sin embargo, se trata de un principio fundamental para el orden social. Siendo la autoridad por definición quien tiene a su cargo la búsqueda y promoción del bien común, oponerse a ella o a sus legítimos representantes sin justa causa y/o medios lícitos y razonables implica atentar contra el bien común.

De cara al proceso constituyente, es esta debida deferencia hacia la autoridad la que debería llevar con naturalidad a respetar el marco legal que le dio forma, vale decir, los acuerdos del 15 de noviembre y las regulaciones dadas por la Constitución (aún) vigente. Con un mínimo de buena fe, se puede suponer que dichas reglas fueron pensadas para dar certeza jurídica al resto de los actores del país y asegurar la aprobación de un texto con un alto grado de transversalidad. En otras palabras, son normas pensadas para promover el bien común, no para secuestrarlo, como algunos parecen pensar.

Algunos podrán acusar a León XIII y su Immortale Dei de “autoritarios” y “fascistas”. Lo cierto es que se trata de un principio evidente y necesario. De hecho, la importancia de saber obedecer a la autoridad, especialmente en asuntos que son particularmente graves para el bien común, es algo que incluso Kant reconoce:

existen muchas empresas de interés público en las que es necesario cierto automatismo, por cuya virtud algunos miembros de la comunidad tienen que comportarse pasivamente para, mediante una unanimidad artificial, poder ser dirigidos por el Gobierno hacia los fines públicos o, por lo menos, impedidos en su perturbación. En este caso no cabe razonar, sino que hay que obedecer.[2]

Ciertamente, el concepto de obediencia en Kant es bastante más estrecho que el de León XIII. Pero es difícil imaginar una acusación contra Kant de “autoritarismo”. Hay algo de verdad en la cita: ciertamente el Estado necesita de cierta uniformidad para poder mandar y conducir a personas y sociedades menores por la ruta del bien común.

Immortale Dei tiene, además, muchas otras cosas que recordarnos: el rol de la religión en el espacio público es una de ellas. Y esto no es más que la consecuencia natural de asumir la autoridad de Dios sobre todo lo creado, incluyendo la sociedad humana. Pues si Dios dirige el curso de las acciones de todas y cada una de las sociedades conformadas por el hombre, es justo entonces reconocer y honrar su autoridad ¿Y en qué se traduce este reconocimiento? León XIII menciona al menos el deber de “favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquella.” (párr. 6)

Hay quienes podrían pensar que un razonamiento como el anterior habría quedado derogado con las enseñanzas del Concilio Vaticano II. La “libertad religiosa” ―dirían algunos― sin duda sigue siendo el principal de los derechos fundamentales, pero deja en pie de igualdad a la fe católica con cualquier otro credo. Una lectura más atenta del concepto, sin embargo, nos muestra que tal dicotomía es engañosa. Lo es, en primer lugar, porque si hoy la Iglesia condena el uso de medios coactivos para imponer la fe a los demás, León XIII también lo hacía en su momento:

porque si bien la Iglesia juzga ilícito que las diversas clases de culto divino gocen del mismo derecho que tiene la religión verdadera, no por esto, sin embargo, condena a los gobernantes que para conseguir un bien importante o para evitar un grave mal toleran pacientemente en la práctica la existencia de dichos cultos en el Estado. Es, por otra parte, costumbre de la Iglesia vigilar con mucho cuidado para que nadie sea forzado a abrazar la fe católica contra su voluntad, porque como observa San Agustín, «el hombre no puede creer más que de buena voluntad». (Párr. 18)

En otras palabras, ordenar la sociedad hacia Dios, apuntando a lo que hoy llamamos una “sana laicidad”, donde se dé una armónica unión entre la Iglesia y el Estado, no justifica usar cualquier medio para lograr tal fin. Fines buenos requieren de medios buenos y, en este caso, apuntar hacia este modelo de Estado pasa necesariamente por un profundo respeto por las conciencias de los que no han recibido el don de la fe, unido a la profunda convicción de que la verdad, por ser tal, se hará valer por sí misma.

Por otra parte, el magisterio contemporáneo ―hoy como ayer― sigue reconociendo que la Iglesia posee las verdades fundamentales detrás de la existencia humana. En ese sentido, la libertad religiosa bien entendida ―en hermenéutica de la continuidad con la Tradición― no plantea un pie de igualdad entre las distintas creencias religiosas, sino que más bien propone dar las condiciones para que cada persona busque la verdad y adhiera libremente a ella (pues un acto de fe bajo coacción no es un verdadero acto de fe) y, en ese sentido, tolerar los errores sin promoverlos. Esto, como ya vimos, significa dar ciertas libertades civiles que permitan ejercer esta libre búsqueda de las respuestas fundamentales a las grandes interrogantes humanas. Pero no puede agotarse allí: una promoción activa de esta libertad religiosa pasa por dar a los ciudadanos impulsos efectivos que los lleven a emprender esta búsqueda. Medios como la promoción del derecho de los padres a educar a sus hijos o la promoción de clases de religión sin duda son formas de promoción activa de la libertad religiosa.

Si, en síntesis, la promoción de la libertad religiosa no implica afirmar la verdad de otros credos ni relativizar la fe católica y, por otro lado, su ejercicio es la búsqueda activa de la verdad, no parece contradictorio que en un momento dado el Estado se alce con una gran verdad, preocupándose que esta sea defendida e incluso promovida. En ese sentido, las palabras de León XIII parecen ser un excelente complemento para entender en profundidad los alcances de una sana libertad religiosa.

La propuesta de Immortale Dei se sustenta en un gran deber ―el debido sometimiento a la autoridad― correlativo a un gran derecho ―el de la búsqueda de la verdad y su libre adhesión―, que armónicamente permiten la constitución cristiana del Estado. Estas son las vigas maestras de la arquitectura que nos propone León XIII. Es cierto que hoy estas verdades son incómodas, hasta el punto de que ni siquiera encuentran consenso al interior de los propios católicos (¡y qué decir de incluirlas en el texto constitucional que empezará a discutirse en julio!). Pero esto es quizá lo que hace más valiosa la lectura de Immortale Dei. Si creemos que estas son verdades que se desprenden lógicamente de la fe católica, entonces dar cuenta de ellas se vuelve una tarea profética, pues sabemos de antemano cuáles serán las grandes debilidades de nuestra carta magna. Podemos augurar, en ese sentido, que una Constitución que no contempla el debido respeto a las autoridades terrenas y religiosas ni pone los medios para asegurarlo, necesariamente resultará insuficiente para asegurar la consecución del bien común. En consecuencia, tal omisión tendrá implicancias negativas, aunque sea difícil precisar de qué tipo. Ciertamente, defender estas impopulares verdades es lo más parecido en política a proclamar “el escándalo de la Cruz”. Pero eso es precisamente lo que un cristiano está llamado a hacer. Y como dijo un conocido analista político, liberal y agnóstico, hace algunos meses atrás, esa es la mejor contribución que Chile puede esperar de nosotros.


[1] Alfredo Joignat, «Fernando Atria: Los momentos constituyentes», Podcast Hay Algo Allá Afuera, accedido 14 de mayo de 2021, https://open.spotify.com/episode/0yxqMQZoI51alCCaZPEQ3P .

[2] Immanuel Kant «¿Qué es la Ilustración?», Foro de Educación, n º 11, 2009, pp. 250-251. Disponible en: file:///C:/Users/ivsua/AppData/Local/Temp/Dialnet-QueEsLaIlustracion-3171408.pdf

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