Para conmemorar el “Día del Niño por Nacer” que se celebra cada año el 25 de marzo, nuestro Director Ejecutivo reflexiona sobre la norma de aborto, sin plazos ni causales, aprobada por el Pleno de la Convención, en una columna de la Revista Rumbos de la Diócesis de Rancagua.
Este mes, la Comisión de Derechos Fundamentales de la Convención Constitucional —ese lugar donde la pasión revanchista opera como imparable fuerza refundacional— aprobó, para luego ser votado en el Pleno, un artículo que consagra el aborto libre como derecho exigible, estableciendo al Estado como su garante, desechando la posibilidad de oposición mediante la objeción de conciencia, tanto individual como institucional. Con astuta coherencia, la misma Comisión aprobó el derecho a la educación sexual integral que promueva el disfrute pleno y libre de la sexualidad, enfocada en el placer; la responsabilidad sexo-afectiva; la autonomía, el autocuidado y el consentimiento; el reconocimiento de las diversas identidades y expresiones del género y la sexualidad; que erradique los estereotipos de género y prevenga la violencia de género y sexual, siendo deber del Estado asegurar el ejercicio pleno de este derecho a través de una política única de Educación Sexual Integral, de carácter laico, desde la primera infancia y durante el curso de la vida, junto al derecho al libre desarrollo y pleno reconocimiento de la identidad en todas sus dimensiones, incluyendo las identidades y expresiones de género y orientaciones sexoafectivas, y a los derechos sexuales y reproductivos que, entre otras, garantizan la facultad de decidir en forma libre sobre el ejercicio de la sexualidad, la reproducción, el placer y la anticoncepción. Como se lee, la propuesta de texto constitucional será la panacea triunfante del hedonismo identitario que promueve la ideología de género. Así, tal cual.
Sería gracioso si se tratara de la psicosis pubertaria de la mayoría vociferante en una asamblea universitaria (curiosa coincidencia…), pero se trata de la propuesta -muy bien maquinada, hay que reconocerlo- que pretende erigirse en ley fundamental, cuya naturaleza excluye estos asuntos considerados fundamentales del vaivén de la política contingente. Lo que se quiere, entonces, no se agota en dar rienda suelta a la pasión reprimida aprovechando una escuálida cuota de poder (que, aunque transitorio, se quiere ejercer y aprovechar a soberana perpetuidad) poniendo el pie encima al conservadurismo y a la Iglesia; se trata, sobre todo, de imponer la agenda ideológica con voluntad de permanencia y primacía estructural. Se quiere consagrar un símbolo.
Consagrar no equivale a reconocer. Al consagrar se transforma una cosa en algo que antes no era, tal como sucede con la consagración de un edificio en un templo: se lo separa del mundo profano dedicándolo a la celebración del culto sagrado. No se trata de darle un uso distinto o anexarle una función nueva. Esas diferencias accidentales no dan cuenta de la nueva realidad. Ya no es un edificio, es un templo: su finalidad última e intrínseca trasciende su materialidad y disposición arquitectónica.
Por su parte, el símbolo es una especie de signo: no sólo da a conocer otra cosa, a la cual refiere, sino que tal cosa es representada y mostrada mediante el mismo símbolo que la contiene y expresa. Como el pañuelito verde, por ejemplo, que, a la vez que refiere al feminismo abortista, también lo sintetiza y abriga con toda su maldad y algarabía hipócrita. Es autorreferente, tal como el egoísmo que lo inspira.
Mediante su consagración constitucional se quiere erigir e imponer la ideología que más radicalmente reniega de la realidad como la “verdad” dominante y omnipresente a la que toda institución y acción -incluido el pensamiento y su expresión- deberán subordinarse. Esta ideología, que por su degenerada vacuidad sólo logra encarnarse a fuerza de la mentira -sea mediante la ley, la sentencia y/o la tiranía del vicio-, gozará del estatuto jurídico -y, así, social y político- de máxima jerarquía. Frente a ella, las realidades naturales del matrimonio, la familia, el amor conyugal, la maternidad y la paternidad, como la libertad de conciencia y religión deberán arrodillarse ante el descarriado símbolo del yo inmaduro, autónomo, soberano y homicida. Por cierto que esto es muchísimo más grave que los gustitos indígeno-vengativos en materia de forma del Estado, derecho de propiedad, judicatura y demases. Todo eso es aberrante, pero no apunta a lo esencial.
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