Este martes en la columna Constituyente del diario El Líbero, nuestro abogado del área constitucional, explica qué significa la educación, como marco en el cual se debe comprender el derecho preferente y deber de los padres de educar a sus hijos.
Los convencionales de la Comisión de Derechos Fundamentales han votado iniciativas convencionales en materia de educación. Como era obvio, las que reconocían expresamente la libertad de enseñanza y el derecho preferente de los padres de educar a sus hijos fueron rechazadas.
Ya sabemos que el proyecto de Constitución no respetará los derechos que corresponden por naturaleza a la familia. Muchos se sorprenden del abismo que separa a las visiones enfrentadas en la Convención en materia educativa. Algo que parece tan obvio resulta en dos posiciones absolutamente incompatibles. No obstante, si lo pensamos bien, sería raro lo contrario, es decir, que existiera acuerdo en los medios -cómo impartir educación- sin un acuerdo previo en el fin: ¿Para qué educar? ¿En qué consiste una buena educación? ¿Por qué la educación es socialmente deseable?
En efecto, la discusión sobre el rol de los padres en la educación de sus hijos y sobre la diversidad de proyectos educativos exige primero responder a esas interrogantes fundamentales. La diversidad de proyectos educativos garantizaría, en principio, que las familias tengan alternativas para educar, alguna de las cuales se adecúe a sus convicciones. La diversidad de proyectos educativos, o, como señala la iniciativa del Frente Amplio, una contribución al “pluralismo educativo”, sería positiva como un bien en sí mismo. Ambos sectores han acudido a este argumento liberal: la diversidad buscada por sí misma. Sin embargo, esta razón es insuficiente, pues significa desconocer el fin de la educación. Y es que se olvida responder a las preguntas fundamentales del problema.
Educar no significa impartir ciertos contenidos -entregar información-, ni “dar las herramientas para subir en la escala socio-económica”. Educar es conducir al hijo a su bien integral, tanto en su dimensión corporal como espiritual, es decir, conducir y promover que cada uno de los niños y jóvenes sean más humanos, personas completas, pero sobre todo buenas personas: ciudadanos que con su trabajo sean un aporte para la sociedad, que sean honestos, generosos, justos, responsables, solidarios. En último término, es conducirlos a su fin último trascendente.
Así entendida, la educación no es sólo un derecho preferente de los padres, sino que también un deber para con sus hijos y la sociedad. Se trata de un deber irrenunciable, y no de una facultad que ejercen arbitrariamente, aunque tienen todo el derecho de exigir a terceros que no interfieran en el ejercicio que ellos hagan de su rol educador. Ellos tienen un papel insustituible en la educación de sus hijos, pero que no se agota en el ejercicio de una libertad vacía.
Roberto Astaburuaga B.
Abogado Comunidad y Justicia
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