Este 18 de agosto se cumplen 70 años del fallecimiento de un santo que vivió de cara a la eternidad: San Alberto Hurtado. En este día, nuestro abogado del Área Judicial nos invita a reflexionar sobre qué nos puede inspirar nuestro santo nacional en este escenario desolador y abyecto.
En el actual escenario constitucional que concierne a nuestro país, como fieles católicos nos podemos ver no solo en la tentación, sino incluso como autores directos del acto consumado de capitular intelectual y moralmente de forma pusilánime ante las consignas del mundo; de conceder timoratamente cualquier cosa con el fin de estar “seguros” en nuestros espacios (diciendo algo así como: “tú estás bien, yo estoy bien, cada uno con su mundo, no existe algo así como una verdad objetiva”). Capitulación que tiene por culmen la afirmación de que el derecho a la vida del no nacido y del enfermo sufriente (aborto y eutanasia), la educación de los padres respecto de sus hijos, la libertad religiosa y la familia, no son tan importantes. Por mientras, los defensores del rechazo tratan de salvar la economía dejando de lado lo esencial. Hemos, en consecuencia, injertado en nuestra visión cristiana una errónea idea de progreso, que, si bien puede presuponer la conservación del medio ambiente, aniquila lo más sagrado que tenemos. Avanzamos, pero sin finalidad sobrenatural. Pretendemos crear un contexto “ecológico, con enfoque de género, paritario y plurinacional”. Pero no pensamos que, en ese mundo artificial repleto de derechos (especialmente los que Juan Manuel de Prada llama “derechos de bragueta”) sin deberes correlativos, a los cristianos les será más difícil desarrollar su vida interior. Apostasía y tibieza espiritual marcarán el compás, dejando completamente al margen (y al parecer sin pudor) la exclamación de san Pablo: ¡Ay de nosotros si no predicamos el Evangelio!.
Este 18 de agosto se cumplen 70 años del fallecimiento de un santo que vivió de cara a la eternidad: Alberto Hurtado. Cabe preguntarnos ¿qué nos puede inspirar nuestro santo nacional en este escenario desolador y abyecto?; ¿Estaría satisfecho de ver que no luchamos?; ¿Sonreiría al ver confirmada y multiplicada su respuesta frente a la pregunta de si Chile es un país católico? Estando en la incertidumbre descrita, la vida y santidad del Padre Hurtado nos exigen y corrigen con caridad, dándonos una certeza que el mundo no puede dar. Este santo sello que lo caracterizó quedó plasmado en sus escritos en los cuales él insiste en disparar a la eternidad, no perder la visión de sobrenatural, es decir, no perder la vista del espíritu, la cual, una vez olvidada, repercute en una anulación de la vida humana. La ceguera espiritual que vio Hurtado en su pueblo y que cada día aumenta (basta leer cualquier diario para notarlo), lo llevó a reflexionar que: “la civilización no llena, que el confort está bien, pero que no reside en él la felicidad. ¡Que da demasiado poco y cobra demasiado caro!”.
Cobra muy caro y decir esto no es una mera afirmación metafórica y gratuita. Las siguientes palabras del santo chileno en un mundo adicto al “progreso” como el nuestro, resuenan y nos remecen: “¿y es esto todo el fin de la vida? (…) El hombre es el rey de la creación ¿sólo por esto? (…) ¿Es ésta toda la grandeza del hombre? ¿No hay más que esto? ¿Es ésta la vida?”. De esto modo, un católico es capaz de decir con el Padre Hurtado, ante las múltiples promesas del paraíso en la tierra del proyecto constitucional y de falsos ídolos del mercado que pretenden adormecer las conciencias con gratificaciones instantáneas: “¿y qué?”. Todo eso que nos ofrecen ¡qué tiene de importante y ennoblecedor! cuando disposiciones expresas del proyecto constitucional establecen por medio de eufemismos groseros una “interrupción voluntaria del embarazo” ―que es aborto directo―; diluyen la familia nuclear aún más; erradican la hermosa primacía de los padres en relación con la educación de sus hijos y supeditan mezquinamente la libertad de enseñanza y religiosa a los dictámenes de una entidad “superior” y “omnisapiente” llamada Estado, que supuestamente jamás tendrá torcidas intenciones porque se ha autoerigido en la Bondad misma.
Ante todos estos ofertones de “llame ya” y de una vida desprovista de todo dolor y sufrimiento, carente de penitencia y sacrificio, que finalmente nos convertirá a todos en dichosos anestesiados entre todas las generaciones, el santo nacional grita al cielo que Cristo Jesús viene a decir: “¡Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia!”. Ningún texto Constitucional puede darnos eso. Es el Hijo del Hombre quien ya hizo y sigue realizando su misión de rescate: salvarnos del mal, no de la izquierda progre ni del pinochetista empedernido, sino que de la peor versión de uno mismo de cara al Reino de los Cielos… a la Vida Eterna. El padre Hurtado se sorprendió en su época y se sorprendería hoy en día de la existencia de católicos que nunca han pensado en esa vida, cuando aquella es la única verdadera vida: “Quien la tiene, vive; y quien no la tiene, aunque esté saludable, rico, sabio, con amigos: es un muerto” (“¿De qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero, si arruina su alma?”, Mt 16,26).
Según se observa, el santo chileno emplea lo que llama el viejo estribillo de la Iglesia, tan necesario e irremplazable, porque, como enseña el mismo Hurtado, la persona con toda la civilización no ha podido apagar el eco de estas palabras de Cristo, y si llega a apagarlas muere, no sólo a la vida divina, sino aun a la propia vida humana. Por lo tanto, cuando el eventual texto constitucional nos insista que vendrá a hacernos más libres, iguales, dignos, pensemos en lo que el santo nacional decía y preguntémonos: ¿tenemos la verdadera vida del espíritu? Vida espiritual ―saberse amados por el Padre y actuar en coherencia con ello― que es el fin del deseo de nuestro Señor, siempre al mayor grado: “Y que la tengan en abundancia”. Una vida rica, plena, fecunda, generosa a la cual nos llama Cristo que no es sino la santidad. Seamos santos, Dios quiere hacernos santos, insiste Hurtado: “¡esto es lo más grande que hay en el mundo!”.
En definitiva, recordemos hoy más que nunca que el gran apóstol no es el activista volcado exclusivamente a lo socioeconómico, a lo propagandístico de forma histriónica y performativa, o el convencional que asegura que determinados derechos estarán satisfechos por “los progresos científicos”, sino el que guarda en todo momento su vida bajo el impulso divino, impulso que no se trata de un “encontrarse a sí mismo y ser uno su propia luz” sino que de acatar la voz de Dios y permanecer obedientes a la misión que Él nos ha dado. En ese tenor, cuidemos los bienes fundamentales e innegociables de esta vida a las que nos llama Cristo, el padre Hurtado nos lo pide cada día y ora por nosotros desde la casa del Padre, por tanto, correspondamos debidamente a su amor, no fracasemos al comprometer nuestra integridad y fidelidad como cristianos aceptando cualquier oferta de este mundo con el fin de salvarnos a nosotros mismos ¿para qué? (“El que quiera salvar su vida la perderá y el que la perdiere por mí la hallará”, Mc 8,35). El santo chileno en estos tiempos nos vuelve a decir mirándonos a los ojos y con su encendido ánimo de salvar almas:
Si Cristo descendiese esta noche caldeada de emoción les repetiría, mirando la ciudad oscura: ‘Me compadezco de ella’, y volviéndose a ustedes les diría con ternura infinita: ‘Ustedes son la luz del mundo… Ustedes son los que deben alumbrar estas tinieblas. ¿Quieren colaborar conmigo? ¿Quieren ser mis apóstoles?