Rosario Izquierdo Ruiz-Tagle
“El gran mal, el mal de males de nuestra sociedad actual, es el haber perdido el sentido de lo sobrenatural, de lo divino”, decía hace ya un siglo el padre Mateo Crawley, sacerdote chileno de los Sagrados Corazones. Nuestra sociedad se ha vuelto profundamente naturalista, no somos capaces de reconocer algo trascendental a nosotros mismos. Esto tiene una doble consecuencia: por un lado, la falsa conclusión de que esta es la única vida, que debemos aprovechar al máximo, pues después no hay nada más: “comamos y bebamos que mañana moriremos». Por otro lado, la negación de lo sobrenatural nos lleva a la exaltación de la autonomía del hombre: no hay una norma superior a nosotros mismos, es decir, el mismo hombre es su propio límite.
Es urgente volver a sobrenaturalizarlo todo. Y como dicen: A grandes males, grandes remedios. Como vio santa Gertrudis, la devoción al Sagrado Corazón estaba reservada para los últimos tiempos de la sociedad, como remedio de la languidez y para remediar la indiferencia de los hombres hacia Dios. El corazón de Jesús es el centro de toda vida cristiana y manantial de toda gracia divina; por eso el Señor nos promete que de allí vendrá el renacer de las almas y la regeneración de toda la sociedad. Este es el único antídoto contra los males de este mundo, el único recurso eficaz para restaurar todas las cosas.
Mateo Crowley, comprendió lúcidamente que el problema social se solucionaba en el interior de la familia, que “es el núcleo de la sociedad, es la fuente de vida, por eso, si se envenena la fuente perece toda la nación”. De ahí la importancia de que las familias reconozcan a Cristo como Soberano, y en eso consiste la costumbre de “entronizar” al Sagrado Corazón: se pone a Cristo en el trono de cada familia, para así “inocular de tal modo profundamente a Jesucristo y la savia de su Amor divino en el hogar, en las raíces mismas de la educación familiar, que el árbol sea, por ende Jesucristo mismo en flores y frutos”.
El padre Mateo dedicó gran parte de su apostolado a entronizar el Corazón de Jesús en las casas chilenas ―entre ellas, en la de Juanita Fernandez Solar, mejor conocida como Teresita de los Andes― como medio para iniciar la instauración de su Reinado Social. Dado que queremos que Cristo reine en toda la sociedad, debe primero reinar en su célula básica, que es la familia. Este acto, tan sencillo y profundo a la vez, consiste en “el reconocimiento oficial y social de la Realeza amorosa del Corazón de Jesús en una familia cristiana”. Alrededor de 1910 un millón y medio de familias en todo Chile y América había acogido esta devoción. De este modo, hacía presente las palabras del Papa Pío XI: «Salvando la familia se salva la sociedad. Emprendéis una obra de salvación social, consagradle vuestra vida».
El padre Crowley veía cómo la sociedad se iba alejando de Dios, dejándose llevar por el “mal terrible, arrollador del laicismo social y político”, “ese modernismo nefasto y ominoso que pretendía destronar a Jesús y desterrarle de la vida familiar, social y nacional, reduciéndolo a un Rey de burla y de sacristía”. Para hacer frente a esto fue necesaria la “Cruzada de la entronización”, en España, Chile, Argentina y Uruguay. Pero como se apuntaba al reinado de Cristo en toda la sociedad política ―también en el orden temporal―, el padre Mateo preparó la Consagración de España al Corazón de Jesús. Poco después, el Papa proclamó la fiesta de Cristo Rey.
Hoy vivimos tiempos no menos difíciles que aquéllos. Es como si nuestro Chile gritara: “¡no queremos que él reine sobre nosotros!” (Lc. 19, 14). Resuena esa consigna a través de las leyes que proponen al mismo hombre como única medida y norma, o en educación cuando no somos capaces de educar a nuestros niños en los valores cristianos y preferimos asegurarles el éxito mundano. Quitamos a Dios de nuestras familias cuando no le damos el espacio que le corresponde. En nuestros trabajos, amistades y actividades de cada día, quizás no con palabras, pero sí con las obras, le pedimos al Señor que se vaya de nuestro territorio (Cfr. Mt. 8, 34).
Para que venga su reino es necesario volver a proclamar que “a Dios queremos en nuestras leyes, en las escuelas y en el hogar”, como se cantaba antes en las misas de campo.
“Reinaré a pesar de mis enemigos”, dijo Jesús al padre Bernardo de Hoyos. Él quiere establecer su imperio de amor. No quiere gobernarnos por temor o por la fuerza, sino que quiere hacerlo solamente por el poder del amor. Como dice Henri Ramière: “dominar todos sus feroces instintos con la debilidad voluntaria de la dulzura; apagar las vergonzosas concupiscencias con el encanto austero de la pureza; ahogar todos los egoísmos con los lazos de la abnegación; vencer la pereza con el heroísmo del sacrificio, y la codicia extremando la renuncia”. El amor es la única arma que trae este Reino y con ella quiere curar todas nuestras heridas.