Este mes en la Revista Raíces de Idea País, nuestra abogada reflexiona sobre la carta de Pablo VI y su llamado a un desarrollo económico que esté al servicio de todas las personas.
No se trata, en absoluto, de romantizar la pobreza. Se trata, en cambio, de darle al progreso económico el lugar que le corresponde. Cuál es ese lugar ha sido una discusión que se ha dado por siglos y que está lejos de ser resuelta, y en dicha disputa la Doctrina Social de la Iglesia ha tenido un lugar central.
En este orden de cosas, la encíclica Populorum Progressio, de Pablo VI, es de una exigencia desafiante . Por esta característica, las encíclicas sociales han pasado a ocupar, a veces, el lugar del «pariente pobre» dentro del magisterio de la Iglesia. Preferimos no invitarlas a la mesa, porque incomodan. Nos inclinamos por considerarlas opiniones de un Papa en particular, porque sería todo un asunto tener que vivir conforme a ellas.
El rumbo de la sociedad moderna dificulta aún más las cosas: de una vereda y otra se presentan propuestas que cercenan un auténtico desarrollo integral, que es sobre lo que versa la encíclica. Sin duda, uno de los más grandes obstáculos para que este desarrollo tenga dicho apelativo es la consideración de que el progreso económico es un fin en sí mismo. Esto va de la mano con pretender que, precisamente por eso, dicho progreso se sustenta y se justifica por sí solo, sin necesidad de mirar fuera de la actividad económica para atender a criterios morales o «valóricos». Esos aspectos corresponderían a otras materias, generalmente «de la cintura para abajo».
Lo cierto es que, aunque suene obvio, «la economía está al servicio del hombre», como recuerda Pablo VI en su encíclica. Ello exige que esta actividad se desarrolle no solo mirándose a sí misma, sino al hombre al cual debe servir. De este modo podrá evitarse que sea el hombre el que esté al servicio de la economía. Este problema se ha traducido incluso al lenguaje cotidiano: si los recursos son para el hombre, resulta preocupante hablar de recursos humanos (expresión que suele criticar Gastón Soublette), pues denota la inversión de roles que denunciábamos; las personas como recursos para desarrollar de forma exitosa una actividad económica determinada.
La frase anterior se complementa con otra de la misma encíclica: «El desarrollo no se reduce al simple crecimiento económico. Para ser auténtico, debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre». Una síntesis de ambas citas nos permitiría decir que «la economía está al servicio de todo el hombre, y de todos los hombres».
Sobre ambos aspectos, Pablo VI profundiza: que esté al servicio de todo el hombre requiere no atender solamente a su bienestar material: «Efectivamente, el hambre de instrucción no es menos deprimente que el hambre de alimentos». Así que el crecimiento económico se aboque a educar e instruir responde a la necesidad de que el hombre se desarrolle integralmente, a su anhelo profundo de conocer, y no solo a una necesidad de educar para que dicha persona pueda convertirse en un recurso humano apetecible.
Pero sin duda la mayor exigencia se encuentra en la concreción de que la economía esté al servicio de todos los hombres. La encíclica propone que «el libre intercambio solo es equitativo si está sometido a las exigencias de la justicia social». En realidad, la lógica que parece imperar en nuestros días es que «el libre intercambio solo es equitativo si está sometido a las exigencias del libre intercambio», en el mismo sentido que el «auto sustento» argumentativo que denunciábamos.
Y esas exigencias de la justicia social no son bajas: «(.) La propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera la propia necesidad cuando a los demás les falta lo necesario», señala el papa en línea con encíclicas sociales que le precedieron y con la enseñanza de los Padres de la Iglesia.
Obnubilados por la idea del progreso indefinido, solemos olvidar que, al igual que en todas las actividades humanas, hay que volver a preguntarse el para qué. La economía no se exime de este examen, y no basta que ella responda «para progresar económicamente», pues de ello surge inmediatamente de nuevo la pregunta de para qué. Y si la respuesta es «para el desarrollo integral de todos los hombres», dicho progreso tendrá que ajustarse a límites rigurosos. Estos cuestionamientos a la idea del «progreso por el progreso» son fundamentales, pues, «¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?».
Rosario Corvalán Azpiazu
Comunidad y Justicia
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