Vicente Hargous: “Seguridad: sobrerregulando desde el mundo de Bilz y Pap”

Desde el 18 de octubre de 2019 hemos sido testigos de la violencia irracional en las calles, y los índices de delincuencia nos muestran cada vez con más impacto que algo estamos haciendo mal al (intentar) controlar el orden público. Quemas de iglesias en el sur, agresiones graves contra Carabineros, daños múltiples contra propiedad pública y privada, encerronas, homicidios en las calles del centro de Santiago.

Ahora se puso de moda condenar la delincuencia, pero el Presidente borra con el codo -indultos, protocolos que quitan facultades a policías, priorizar temas como el “día de la visibilidad lésbica”- las frases grandilocuentes que escribió y escribe con la mano… Palabras para quedar bien con las clases populares que claman por más seguridad y (hay que decirlo) más mano dura.

Palabras fueron también las del mismo Presidente siendo diputado, cuando romantizaba la revolución. Quizás lo más grave no son las palabras orales, que se las lleva el viento, ni los tuits (siempre hay un tuit), sino las normas jurídicas: el pasado 17 de marzo se hizo público que diputados y senadores de las comisiones de Seguridad, de Defensa y de Constitución se reunieron con la ministra del Interior para negociar al respecto. Según se anunció a la prensa, se pretende establecer por ley las reglas del uso de la fuerza, tanto para las Fuerzas de Orden y Seguridad como para las Fuerzas Armadas. La iniciativa se supone que será presentada durante la primera semana de abril.

Más que procurar el “mantenimiento y restablecimiento del orden público”, una vez más da la impresión de que se intenta impedir casi a cualquier costo que Carabineros mantenga o restablezca el orden público. Más allá de las condenas buenistas, lo cierto es que en la práctica nuestras Fuerzas de Orden no han tenido respaldo político y, por el contrario, se ha buscado deslegitimar su acción sin matices ni distinciones (y si miramos el Gobierno pasado, en esto tampoco la derecha está libre de pecado).

Existe una tendencia en ciertos sectores de pensar que el mal proviene de las estructuras, por lo que las soluciones a casi todo problema son las modificaciones estructurales: “refundar Carabineros” sería la solución para que como por arte de magia la fuerza pública controle el orden sin hacer uso de la fuerza; y para regular conductas individuales, esto se traduce en la redacción de normas (normalmente, protocolos).

Nos hemos llenado hasta el tope con protocolos en universidades, colegios e instituciones públicas. Pero la vida humana es rica en matices -matices de casos concretos que nunca un protocolo alcanzará a formular de modo general- y la libertad de cada persona humana es siempre capaz de transgredir las reglas establecidas. Se piensa que ciertos resultados (pensemos en el caso de las lesiones oculares durante el estallido) son inaceptables, así que se establece una norma para sobrerregular eventos que en realidad sólo se pueden resolver con la experiencia de un funcionario connaturalizado con el uso de armas en circunstancias adversas.

La propuesta del Gobierno probablemente no varíe mucho con respecto a lo que ya existe (como los principios de legalidad, necesidad, proporcionalidad y responsabilidad), pero viene a confirmar la tendencia a quitarle al justo uso de la fuerza la legitimidad institucional que le corresponde.

Etapas de “acompañamiento y diálogo”, “uso previo de medios no violentos” y otras frases que, aunque razonables en abstracto, son inaplicables en la práctica… ¿Se debe comenzar por dialogar? ¿Alguien en su sano juicio se imagina a un funcionario acercarse a dialogar con una turba de manifestantes que se da el lujo de tomarse la calle sin pedir permiso a nadie? ¿A quién se le pasa por la cabeza que esos manifestantes normalmente estarían dispuestos a “dialogar”? ¿Cómo puede ser tal la desconexión con la realidad como para limitar a eso la proporcionalidad?

Como dijera Novoa Monreal -quien fuera asesor jurídico de Salvador Allende- la proporcionalidad del uso de la fuerza para una defensa legítima -y lo mismo vale para el restablecimiento del orden público- debe apreciarse teniendo presentes las circunstancias del caso, poniéndose en los zapatos del funcionario, “y no conforme a posteriori pueda lucubrarse en la apacible tranquilidad de un gabinete”.

Es fácil sentarse detrás de un escritorio en el Ministerio del Interior y escribir palabras bonitas en abstracto para el mundo de Bilz y Pap: se respetarán todos los derechos abstractos habidos y por haber de los violentistas… pero así ¿se restablece el orden? ¿Y qué pasa con los derechos concretos de los ciudadanos pacíficos que respetan las leyes?

Se asignan roles a observadores de derechos humanos y otros veedores de diversos pelajes (que más que experiencia en control de muchedumbres reales tienen conocimientos teóricos de catálogos de derechos). Se sobrerregulan las etapas para poder intervenir frente a acciones ilícitas. Y así se llega a una total incomprensión de la proporcionalidad en el uso de la fuerza.

Pareciera que debería existir una igualdad aritmética entre los medios de la Fuerza Pública y los de los manifestantes: piedra contra piedra, palo contra palo, fuego contra fuego… Nada más absurdo: la proporcionalidad es la necesidad racional del medio para impedir o repeler hechos ilícitos graves. Pareciera que, al establecer pasos a seguir, se da a entender (y muchos así lo leyeron durante el estallido) que el uso de la fuerza como medida ultima ratio significa que debe necesariamente usarse después de haber realizado otras acciones, cuando en realidad significa que no existe otro medio posible, tomando en cuenta las circunstancias del caso concreto, para restablecer el orden.

Hay sectores políticos que quieren congraciarse con todos, diciendo que “condenan tajantemente la violencia”, pero pretendiendo restablecer el orden sin roces, sin que pase nada. Por cierto, debe existir un equilibrio: el uso de la fuerza no puede ser desmedido para ser legítimo, pero la fuerza sí puede ser un modo legítimo de restablecimiento del orden, aunque cause resultados terribles… por la sencilla razón de que no vivimos en el mundo de Bilz y Pap.

La vida es compleja, y sobrerregular todo solamente dificultará la labor de nuestras Fuerzas de Orden, que son quienes, junto con los ciudadanos respetuosos del Derecho, pagarán el precio de esta incompetencia.

Vicente Hargous, abogado Comunidad y Justicia.

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