Hoy en la fiesta de San José, padre adoptivo de Jesús, esposo de la Virgen María, custodio de la Sagrada Familia y Patrono de la Iglesia Universal, nuestro director ejecutivo reflexiona sobre la crisis de la familia en Chile y el valor de la paternidad.
Encontrarse con viejos amigos obliga a responder la a veces cariñosa, a veces indiferente y puramente diplomática pregunta “cómo estás”. La elección del monosílabo con que responder me resulta cada vez más compleja si me tomo en serio el devenir de Chile. El río sigue revuelto y la ganancia —por goleada— es para la ideología que se expresa en el ñuñoismo superficial y el totalitario “woke”. No se trata de ser general después de la batalla, pero este caos era predecible y, de hecho, fue advertido. La estética revolucionaria pre y post 18 de octubre no dejaba margen para la ingenuidad que se impuso y sigue vigente.
La Convención, por su parte, disimula sus reales intenciones con febriles desvaríos que han despertado a los amarillos, nuevos y antiguos. Es cierto: las propuestas de normas no refundan sino que rehacen Chile destruyendo la unidad de la Patria en islotes identitarios fragmentados. La anhelada casa común quedó reducida a una pobre fachada que cobija a los más astutos que han sabido izar una nueva bandera.
Muchos asumen que ante tanta locura maximalista —revanchista— indigenista triunfará el rechazo. No estoy tan seguro: el sustrato cultural donde ese afán revolucionario se arraiga y calza a la perfección está instalado hace rato. La tierra fue preparada con falsa prudencia sin dejar margen a la improvisación o espontaneidad. Fueron años de adoctrinamiento ideológico y ensayos de violencia creciente los que trazaron el camino, testeando las respuestas y reacciones que, cada vez más tibias y deslavadas —o políticamente convenientes— confirmaron la debilidad de la autoridad y colaboraron a su actual desaparición. Ese fue el plan y se ejecutó a plena luz del día: el debilitamiento de la autoridad, principio de unidad y orden de toda comunidad. Este ha sido el hilo conductor de la perversión del orden jurídico durante las últimas décadas, entrelazado en el igualitarismo que impide separar las aguas provocando una falsa horizontalidad que dificulta mirar al Cielo.
La Iglesia, las Fuerzas Armadas y Carabineros —sin negar sus pecados y errores—; los partidos políticos —vendidos al poder—; la Presidencia —más preocupada de un legado narcisista que del bien común—; las universidades —que renunciaron a la verdad por vanidad (rankings) y el pragmatismo materialista (mercado y acreditación)—; etc… Todas las instituciones responsables de ordenar y conducir la vida social entraron en una espiral de desprestigio que las hizo trizas, arrasando de paso con los vínculos que a través de ellas sostenían la natural e imprescindible amistad cívica.
Por cierto, los revolucionarios se ensañaron con la familia, y no por casualidad. Ese “triángulo de perogrulladas” —como decía Chesterton— de un hombre, una mujer y sus hijos, es el testigo insobornable del thelos que en Dios se origina y a Dios conduce. La calle —ese lugar del cual la belleza fue exiliada— se manifiesta como síntesis de una familia desmembrada y sufrida, como consolidación de una pandémica orfandad. Quien mejor lo sabe es, paradojalmente, el que pontifica en plural llamando familia a cualquier cosa, abusando de la equivocidad para ocultar que la analogía tiene límites, logrando así diluir el analogado principal —el triángulo de perogrulladas— haciendo imposible la promoción y conducción política hacia el bien que, en el fondo, todos anhelan, aunque la ideología atrofie su inteligencia, enfríe su corazón y rebaje su mirada.
Tal vez, la mayor herida que ha sufrido la familia es la ausencia de un padre. Sobran las estadísticas, aunque escasea el sentido común. De ahí que la agenda progresista, en su afán destructor, haya siempre considerado como enemigo al “paternalismo” y a todo resabio semejante. El padre es el símbolo —es decir, el signo encarnado— de la autoridad natural que conduce y ordena a un fin perfectivo, sacrificándose en y para ello. El padre es quien procura que todos crezcan, material y moralmente (de un modo distinto al que, también, ejerce la madre). El padre es el guardián de la puerta pues su oficio fundamental es decir (y saber decir) “no”, impidiendo la entrada de todo aquello que perturba la condición esencial de la buena vida en común: la paz. Su labor es exigir, rechazando al mal en todas sus formas. Simplemente decir no. Cerrar la puerta a la ideología corruptora. Rechazar la igualdad caótica de la no diferenciación, del ser y no ser, del repudio al principio de no contradicción, de la dilución entitativa, intelectual y moral. El padre llama a las cosas por su nombre, distinguiendo quién y qué entra. El padre guarda la puerta difícil, la que da a la calle, al conflicto, a la batalla. El paternalismo es, en tal sentido, el antídoto para el veneno ideológico.
La crisis de nuestro país es la ausencia paterna. Siendo hipnotizada por vientos ideológicos —todos tributarios del liberalismo— nuestra Patria quedó huérfana. Sin padre, sin autoridad. Por eso nos gobiernan adolescentes, mientras un grupito de niños malcriados y mal educados juega a la revolución. Chile se revuelca dando estertores de moribundo gimiendo por un padre que lo ordene y conduzca; que lo cuide, sane, corrija y eduque; que le diga “no más tonteras ni juegos ni sueños infantiles, es hora de despertar”; que silencie de una vez el griterío chabacano y la pataleta de la diosa autonomía con un fuerte y claro “basta, aquí mando yo”.
C. S. Lewis, con su habitual mirada trascendente, decía que la paternidad es el genuino centro del universo. ¿La razón? Dios es Padre. Y Dios Padre dispuso que su Hijo asumiera nuestra naturaleza naciendo de María, desposada con José. La familia de Nazaret constituyó la condición concreta y real para la Encarnación. Dios Padre, entonces, quiso expresamente que Cristo se encarnara a la sombra de José. El misterio de la paternidad nos fue revelado por el Hijo, quien no sólo nos enseñó a llamar a Dios “Abba”, sino que fue criado y educado por José. Cristo nació de María y se hizo hombre —hombre cabal— de la mano de José. ¡Dios Padre quiso que su Hijo se hiciera hombre gracias a José! La presencia de José fue, por tanto, la condición querida por Dios para el crecimiento de Cristo y, así también, es camino de nuestro ser re-engendrados en Cristo, de nuestro hacernos hombres, hombres en serio: alter Christus.
Si, como dijo Juan Pablo II, Cristo revela el hombre al propio hombre, lo quiere hacer, sin duda, a la sombra de José.
Si la revolución ha consistido en desterrar la paternidad, José —como lo hizo con su Hijo— nos protegerá en el destierro, preparándonos, si fuese necesario, para ser crucificados por dar testimonio de la verdad.
¡San José, modelo eminente de padre, esposo y trabajador; custodio de la Sagrada Familia; sé tú el guardián de la puerta del alma de Chile!