En uno de sus brillantes ensayos, Joseph Pieper alerta que la capacidad humana de mirar está en franco declive. No se refiere, como explica, a la sensibilidad fisiológica del ojo humano sino a la capacidad espiritual de percibir la realidad visible como verdaderamente es, acogiéndola con abandono, agradecimiento y humildad. Sugiere al respecto algunas causas, como la inquietud insaciable del hombre moderno que lo mantiene esclavizado a objetivos y propósitos meramente prácticos -o peor, pragmáticos- destacando por sobre todas la siguiente: el hombre promedio de nuestro tiempo pierde su capacidad de mirar porque hay demasiado que ver. Este “ruido visual” dificulta en extremo la contemplación, tornando la experiencia humana en un barrido superficial y atolondrado, un simple ojeo apresurado incapaz de entender y amar las cosas según lo que son.
Algo semejante ocurre con las numerosas conmemoraciones que nos ofrece el calendario: son muchas, demasiadas, y entre el acostumbramiento por repetición y la velocidad del diario trajín, pasan -nos pasan- desapercibidas. Las vemos, pero no las miramos, no las saboreamos en su específica riqueza.
Pero es necesario hacer una pausa, detenerse y mirar.
Mirar, especialísimamente, a la persona. La persona merece ser mirada, contemplada amorosa y desinteresadamente. Toda persona. No hay mayor tragedia, nos dice Francisco Canals, que el del hombre al que nadie miró, abandonado a una desgraciada e indigna soledad. Salimos a la calle y comprobamos que son pantallas de uso individual las que, con su infinita oferta distractora de cosas insustanciales -diseñadas para ser simplemente vistas y jamás miradas- se roban la dirección vital que la justicia reclama para la persona. Este signo, uno entre muchos -demasiados- es elocuente.
Por eso es dramático, también, que pase tan desapercibida la conmemoración del Día del Niño por Nacer.
Miremos: hoy, el simple hecho de hablar de “niño”, algo tan obvio y natural, resulta insólito. Dos o tres se atrevieron a usar esa palabra durante la última propuesta constitucional, la cual, en palabras de un emprendedor iluminado, estuvo a un “que” de ser aprobada. Recordar las acrobacias intelectuales y juegos de palabras vacías para sobreponer el “quien” al “que”, y viceversa, revela la primacía de una política descompuesta por el afán de poder y disponible a invisibilizar al niño por un mezquino y cortoplacista cálculo electoral. Muchos se limitaron a ver el asunto como una simple cuestión gramatical o insignificante idealización jurídica. Pocos, muy pocos, lamentablemente, miraron a esos niños.
Y esos niños no son una abstracción conceptual, no son un grupo o conjunto, un colectivo semántico, un género o ente de razón. Cada uno -no, ¡cada niño, todo niño!- es un ser personal, alguien cuyo destino no consiste en llegar a ser uno más o ser como los otros -un invisible operario aplastado por la ideología, un burgués autocomplacido en su autosuficiencia utópica, desconectada, despreocupada, desvinculada- sino desplegar su individualidad singularísima, particular e irrepetible, en y por amor.
¿Cómo abandonarlos, cómo renunciar al privilegio de desvivirse por ellos y, mirándolos, experimentar la inocente y gratuita mirada que lo entrega todo? Seguro interpreto a muchos al afirmar, sin exageración, que cargar la cruz de cada día encuentra su premio gozoso cuando, al caer la tarde, un niño, fijando su mirada, nos dice “papá”; y más, todavía, cuando de rodillas, al caer la noche, miramos a Quien nos mira y nos dice “hijo Mío”.
Es urgente volver a mirar, pero encarnando nuestra mirada. Este día nos sugiere mirar el rostro invisible de esos niños a los que nadie miró, afirmando su dignidad personal irrestricta para que, más temprano que tarde, todo niño pueda siempre llegar a nacer.
Hoy no es una fecha cualquiera. ¡Miremos! Tolkien supo mirar, eligiendo este día, 25 de marzo, para que ocurriese la caída de Barad-dûr -la Torre Oscura- y la derrota definitiva de Sauron -Maestro de la mentira- mediante la destrucción del anillo gracias a la misericordia de Frodo. Hagamos una pausa y miremos, porque este día, 25 de marzo, el sí humilde y confiado a la vida venció para siempre la mentira y su oscuridad permitiendo la encarnación de la misericordia.
Álvaro Ferrer Del Valle – Director Ejecutivo Comunidad y Justicia