Author : Comunidad y Justicia

“La vida es un derecho, no un deber” por Rosario Corvalán

Les dejamos a continuación esta carta de Rosario Corvalán de nuestro Equipo Legislativo publicada el 02 de marzo en La Tercera.

Señor Director:

El individualismo ha permeado en casi todos los aspectos y discusiones de nuestras vidas. Estamos permanentemente diciendo, de diversos modos, que “mi libertad llega hasta donde empieza la del otro”.

Esta forma de pensar se ha ido acomodando lo necesario para ser idónea como argumento en distintos temas controversiales: la autonomía del niño en relación con sus padres, la autonomía de la mujer para decidir “sobre su cuerpo”, la autonomía del paciente para terminar con su vida. Pareciera, entonces, que si logramos demostrar que el asunto en cuestión es uno de los que el individuo puede decidir sin “externalidades negativas” para terceros, ya está: hemos ganado la discusión, hemos llegado al final del problema.

Esta ideología está detrás de frases como “la vida es un derecho, no un deber”, usada insistentemente para argumentar en favor de la eutanasia. Es relevante recordar que de afirmar que algo es un derecho, no se sigue necesariamente que sea renunciable. Sin ir más lejos, las vacaciones y el post natal son derechos, y son irrenunciables.

En el caso de la vida, no solo hablamos de un derecho irrenunciable, sino directamente de un deber de conservarla (por los medios ordinarios), en cuanto es un bien que debe ser defendido más allá de la endiosada autonomía. Pretender que una decisión de este tipo constituye un mal solo para el paciente, es desconocer nuestra naturaleza sociable; el bien común es el bien de la persona en sociedad. Por ello, todos somos custodios de la dignidad de cada uno.

Rosario Corvalán

Equipo Legislativo

Comunidad y Justicia

Pasantías de Verano en Comunidad y Justicia

Como parte de nuestro programa de pasantías, durante los meses de enero y febrero recibimos a nueve estudiantes universitarios para que integraran y colaboraran con el equipo legislativo, judicial y de investigación de nuestra Corporación.

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Rosita Puelma, estudiante de derecho cuarto año.

La experiencia al trabajar con ustedes fue excelente, quedé muy contenta.
Aprendí muchísimo de cada uno de los que conocí en Comunidad y Justicia, y no solo de lo académico-profesional, que fue mucho, sino también de lo humano. Noté que el ideal por el que trabajan no solo se refleja brillantemente en sus escritos, sino sobre todo en un sentido vital: nunca había conocido alguna oficina que se trabajara tan conscientemente cara a Dios (con la constancia y abandono que eso implica), y, además, la calidad humana que hay en el trato es realmente preciosa. Estoy muy agradecida de la oportunidad de haber sido pasante de Comunidad y Justicia.

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Felipe Godoy, estudiante de derecho quinto año.

«Fue una muy buena experiencia que superó con creces mis expectativas. Estoy muy agradecido de todo, sobre todo el haber conocido y compartido con el equipo y los demás pasantes.
Lo que más destaco fue la formación integral que nos dan a los pasantes. No solo nos dan tareas, que de por sí son muy provechosas, también nos dieron charlas formativas con grandes invitados, lecturas que luego comentamos en grupo, la oportunidad de profundizar en la Doctrina Social de la Iglesia, entre otras cosas que hacen de la pasantía una experiencia muy completa. Ojalá muchos tengan la oportunidad».

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Daniela Saffie, estudiante de psicología tercer año.

«Mi experiencia en Comunidad y Justicia fue muy gratificante. Fue una instancia donde pude aprender y compartir con los pasantes y el Equipo Ejecutivo. Existe un trabajo riguroso donde se nota que quienes integran la Corporación lo hacen porque les apasiona lo que hacen. Fueron muy acogedores con una constante disposición a enseñar. Confiaron mucho en nosotros los pasantes, eso se valora mucho porque verdaderamente te sientes parte del equipo».

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Macarena Bustamante: «Desarrollaremos estrategias judiciales y administrativas para la protección y el respeto por la dignidad de la vida del no nacido»

Macarena Bustamante, integrante de nuestro Equipo Judicial, nos cuenta acerca de los principales desafíos de este año y el rol que jugará la Corporación en las discusiones en el ámbito público de los próximos meses.

¿De qué se encarga el área de Litigación Estratégica de nuestra Corporación?

Nuestra área busca iniciar e intervenir en distintas causas, tanto en sede judicial como administrativa, en que se hallen comprometidos derechos fundamentales de las personas, tales como la vida, la familia, la libertad religiosa y de enseñanza. Todo ello siempre desde la perspectiva de lo que nos enseña el Magisterio de la Iglesia Católica. Asimismo, nos corresponde una tarea de fiscalización del actuar de los distintos órganos de la Administración del Estado e instituciones particulares con relevancia en el ámbito público, a fin de que se respeten las normas constitucionales y legales vigentes protegiendo, en definitiva, nuestro Estado de Derecho. Por último, brindamos asesoría jurídica a distintas personas naturales o jurídicas en las materias ya señaladas.

¿Cuáles son los principales desafíos del área litigante este año?

Para este año, seguiremos realizando una labor fiscalizadora, principalmente respecto de las medidas adoptadas por el Estado para enfrentar la actual crisis sanitaria, impugnando aquellas que afecten derechos fundamentales en su esencia, como por ejemplo, la libertad de culto. Así también, se desarrollarán estrategias judiciales y administrativas para la protección y el respeto por la dignidad de la vida del no nacido, principalmente atacada por los procedimientos abortivos, de criopreservación y manipulación genética. A ello se suma la asesoría a centros de padres, colegios y fundaciones educacionales, en vías de proteger y defender el derecho y deber preferente de los padres a educar a sus hijos, la libertad de conciencia y de enseñanza. Por último, sin perjuicio de las novedades y urgencias que surgirán a lo largo del año, prepararemos comentarios de jurisprudencia, analizando cómo han fallado recientemente nuestros Tribunales de Justicia en materia de libertad religiosa, matrimonio e ideología de género.

¿Cuál es el rol que va a jugar la Corporación durante los próximos meses?

Como Comunidad y Justicia trabajaremos arduamente para que la nueva Constitución contenga los elementos esenciales de todo orden político justo, en que se respete la dignidad de la vida humana desde su concepción hasta la muerte natural, se reconozca el bien común como límite y fin del actuar del Estado, a la familia como núcleo fundamental de la sociedad, brindándole la necesaria protección, el principio de solidaridad y subsidiariedad, el respeto al orden público, la protección de la paz social y la seguridad nacional, entre otros. Así también, tendremos como desafío el rechazo de proyectos de ley contrarios a la dignidad humana, como el de aborto y eutanasia.

Comentario de Jurisprudencia: Un caso para recordar de legítima defensa

Rol 17-2012 (16-VIII-2012, Corte Marcial)

El lector se preguntará qué hace un comentario de jurisprudencia (para colmo, de la Corte Marcial) en un boletín de formación en Derechos Humanos desde la perspectiva de la ley natural y la Doctrina Social de la Iglesia… Esta pregunta sería pertinente si se pensase que la Doctrina Social de la Iglesia propone una suerte de visión pacifista, más o menos hippie, o que la legítima defensa es un mal que lamentablemente debemos tolerar en aras de mantener un cierto orden en la vida social, o que la ley natural prohíbe matar en cualquier caso. Sin embargo, la legítima defensa letal es precisamente eso: una occisión «legítima», justificada, en razón de su naturaleza defensiva y de la proporcionalidad con que se ejerce el medio defensivo respecto de una agresión ilegítima. Quizás podría ser pertinente aquella pregunta para quienes se contentan con una explicación abstracta de conceptos teóricos para comprender la legítima defensa… En realidad —me parece— no es posible comprender cabalmente problemas morales sino con referencia a casos, en los cuales la prudencia se ejercita, deliberando acerca de los medios disponibles para alcanzar un fin determinado, juzgando antes de elegir el medio más idóneo e imperando para disponerse a alcanzar dicha finalidad. Los problemas morales —y por ende también los problemas jurídicos— no son construcciones deductivas a partir de ciertos axiomas. No es posible dar soluciones justas mediante «sistemas», que suponen que siempre que se dé una determinada condición deberá aplicarse una respuesta específica, sin considerar las circunstancias. Esto se ve con particular claridad en el tema que tratamos en este número de Veritas et Bona: el uso legítimo de la fuerza por parte de funcionarios policiales y militares, para restablecer o conservar el orden público y la paz social, o de cualquiera que se vea obligado a defenderse frente a una agresión ilegítima actual o inminente.

A fin de cuentas, la obligatoriedad de toda ley positiva depende de su derivación a partir de la ley natural, al modo de una conclusión de ella o al modo de una determinación. La sentencia que comentamos nos muestra que la ley natural y la doctrina católica tradicional de la legítima defensa y de la prohibición del homicidio coinciden plenamente con las soluciones que da nuestro Código Penal, hasta el punto de que el fallo cita, junto con las normas positivas, autores que están lejos de ser conservadores (más aún, muchos de ellos fueron públicamente conocidos por su afinidad con el mundo de izquierda, como Luis Jiménez de Asúa, Juan Bustos Ramírez o Eduardo Novoa Monreal[1]). Se trata de un asunto que puede conocerse con certeza a la luz de la razón, también por quienes nunca han leído a santo Tomás o el Catecismo de la Iglesia Católica[2].

Ahora bien, no es esa la única virtud de esta sentencia. Debe agregarse, además, que los hechos del caso son apasionantes, pues se trata de una hipótesis que no es muy frecuente: un caso de laboratorio de legítima defensa, rodeado de detalles que le dan al relato la adrenalina de una película de acción:

El doce de agosto de dos mil nueve, un grupo de sujetos ocupó ilegalmente -o sea, desplegaron una conducta que se adecua a la figura típica de usurpación- el fundo «San Sebastián» en la comuna de Ercilla, en la Región de la Araucanía, ordenando la Fiscalía Local de Angol a Carabineros que desalojara y detuviera a los señalados individuos (…). En estas circunstancias, personal de las Fuerzas Especiales de la Prefectura de Malleco, además de personal del GOPE de Santiago que prestaba apoyo (…), se dirigió hasta el indicado fundo llegando alrededor de las 14:30 horas. Ya en el sitio del suceso (…) se separó en dos grupos, uno compuesto por cuatro personas y otro por tres, integrando este último el Cabo 1° NN el que se adelantó a sus dos compañeros y persiguió a un grupo de individuos que le lanzaron elementos contundentes y dispararon con escopetas, respondiendo el mencionado Cabo (…) con tres disparos al aire de su pistola de servicio marca Jericho calibre 9 mm. (…), llegando hasta un canal donde el Cabo 1° NN fue atacado por una cantidad indeterminada de sujetos con disparos de escopeta, recibiendo la munición en el visor de su casco y en parte del chaleco balístico, por lo que el carabinero agredido hizo un cuarto disparo al aire, lo que provocó que los sujetos huyeran pero, volviendo estos, le hicieron un nuevo disparo de escopeta impactando en el aludido chaleco, por lo que disparó por quinta y última vez apuntando a sus agresores, causándole la muerte a uno de ellos. (Considerando 3°)

Por otro lado, esta sentencia es muy sutil en cuanto a las distinciones que deben hacerse respecto de cada uno de los requisitos de la legítima defensa y el modo en que deben juzgarse por un observador. La forma de apreciar el caso, poniéndose en el lugar del funcionario es manifestación de un criterio que hace verdadero honor al nombre de jurisprudencia. Es también muy interesante la evaluación de los medios de prueba, aunque por razones de extensión no nos podremos detener en ese punto.  

La legítima defensa exige tres requisitos. En palabras del artículo 10 N°4 del Código Penal (que coinciden con los requisitos que dan los moralistas clásicos), son los siguientes: 1) agresión ilegítima; 2) necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla; y 3) falta de provocación suficiente de parte del que se defiende.

En este caso, no está en duda la existencia de un acto ilegítimo y desobediente por parte de los comuneros (la usurpación); y respecto del ataque mismo, la Corte, correctamente, estimó que no podía creerse que los impactos de perdigones en el chaleco táctico y el visor del casco fuesen un «montaje», pues no había prueba alguna de ello y, por el contrario, el occiso fue hallado con un cartucho de escopeta en su ropa; pruebas químicas constataron que el sujeto agresor había disparado un arma; y testigos manifestaron oír disparos de escopeta en el tiroteo (el Cabo imputado tenía su arma de servicio, que era una pistola, no una escopeta). Incluso no parece descartable la posibilidad de que se haya tratado de una emboscada contra el funcionario.

La doctrina suele agregar, como un subrequisito de la agresión, que ella ha de ser actual o inminente, pero el fallo acertadamente recuerda, citando a Jiménez de Asúa, que eso ya se encuentra literalmente en el Código en las palabras «impedir» y «repeler», pues «repelemos lo actual, pero impedimos lo inminente»[3]. En el caso resuelto la agresión era, en el peor de los casos, inminente (es decir, en unas palabras de Bustos Ramírez citadas en la sentencia, «que haya indicios suficientemente claros de su proximidad y que una mayor espera frustre las posibilidades de defensa»), lo que resultó probado por los impactos balísticos en el casco y el chaleco táctico del Cabo imputado. En el fallo se señala que «No se ha constatado en este caso una probabilidad o una hipótesis de futura agresión, sino una de carácter actual o al menos inminente» (considerando 3°).

Respecto de la falta de provocación suficiente, la sentencia afirma que el requisito se debe dar por cumplido, pues el «funcionario policial se limitó a cumplir una orden de la autoridad para desalojar el predio ocupado ilegalmente y detener a los autores de tal ilícito y a que en el momento inmediatamente posterior a recibir los disparos de escopeta no adoptó una posición de agresión sino de defensa y protección de su persona» (considerando 8°). La posición de defensa es una táctica militar que consiste en ponerse de rodillas o hacer una genuflexión para disminuir de este modo el blanco del agresor. Esto quiere muestra que el funcionario estaba bajo ataque y que, antes de disparar, buscó evitar ser impactado por los disparos de los comuneros atacantes.

El requisito central es el que se suele llamar «de proporcionalidad», que la ley llama «necesidad racional del medio» para impedir o repeler la agresión. La palabra proporcionalidad puede dar a entender que se trata de un equilibrio «matemático» o «abstracto», pero en realidad se trata de que no se vea frustrada la defensa: se debe usar el medio menos lesivo posible, pero teniendo en cuenta lo que es posible de realizar en esas circunstancias.

            ¿Qué otra defensa cabría a un carabinero que, solo como estaba, se ve atacado por un grupo indeterminado de personas que le lanzan piedras y le disparan con escopeta al menos en dos oportunidades? Pues claramente su reacción fue la única posible, la de adoptar una posición de defensa y protección de su persona y hacer uso de su arma de fuego, disparando tres veces al aire, posteriormente, un cuarto tiro también al aire y finalmente un quinto, al verse atacado nuevamente, dirigido este último al grupo de atacantes. (Considerando 8°).

La apreciación no debe hacerse en abstracto, sino buscando ponerse en las botas del funcionario policial bajo ataque, teniendo presentes «muchas circunstancias, como lo imprevisto del ataque, la superioridad física marcada del agresor, la inmovilidad del agredido, la rapidez con que éste deba reaccionar, la dificultad de poner en uso inmediato otros medios de defensa, la presencia de personas que puedan auxiliar, la hora y el lugar, etc.»[4]. Todo esto puede influir para que una determinada reacción defensiva deba estimarse necesaria en un caso concreto, por lo que el juicio sobre la necesidad racional debe realizarse ex ante, «apreciada según la reacción que un sujeto razonable habría tenido en el momento mismo de la agresión y no conforme a posteriori pueda lucubrarse en la apacible tranquilidad de un gabinete»[5]. En este caso, el tiroteo tuvo lugar después de una larga persecución a pie, viéndose enfrentado a un grupo numéricamente superior que le disparaba y que se mantuvo contumaz incluso luego de haber disparado al aire el funcionario por cuatro veces. «La defensa del acusado fue aquella que un hombre razonable habría tenido si hubiera estado en la misma situación de peligro que aquél» (ibid.).

La Corte Marcial agrega una precisión realmente notable, citando a Soler: incluso si el occiso no hubiese sido uno de los que estaba atacando en ese instante o si no hubiese portado armas de fuego, el hecho de que el disparo se haya dirigido al grupo agresor como un todo ya justifica la defensa: buscó «repeler el ataque de un grupo» (considerando 8°). Lo más probable es que el fallecido haya sido un agresor actual o inminente, pero incluso si fuese sólo parte de la banda, ya estaría justificada la defensa… más aún, incluso si hubiese sido un tercero inocente, el error no culpable del que se defiende no anula el carácter defensivo de su conducta.

La sentencia termina recordando algo que se suele olvidar en este tipo de casos: aun si no se hubiesen dado todos los requisitos para la legítima defensa, podía el Carabinero hacer uso de sus armas «en contra de la persona o personas que desobedezcan o traten de desobedecer una orden judicial que dicho Carabinero tenga orden de velar, y después de haberles intimado la obligación de respetarla» (art. 411, Código de Justicia Militar, citado en el considerando N°16°). Se trata de la facultad que tienen las Fuerzas de Orden para usar legítimamente la fuerza contra agentes subversivos, desobedientes a la autoridad (en este caso, por el año de redacción de dicho Código, debe entenderse cumplido el requisito por haber una orden del Ministerio Público). Los comuneros agresores, en este caso, desobedecieron al atacar con objetos contundentes y disparos de escopeta.

Dicho brevemente, se trata de una sentencia realmente memorable, de enorme actualidad de cara a la crisis política y social que vivimos en Chile desde el año 2019 y, también, al conflicto en la Araucanía que vivimos. Si quieres acceder al texto de la sentencia, ¡escríbenos!


[1] En efecto, la posición política de los tres es bastante conocida. El profesor Jiménez de Asúa, español que vivió en el exilio durante el régimen de Franco y se mantuvo involucrado en política como opositor a él. Algo semejante ocurrió con Novoa Monreal, que fue asesor jurídico de Salvador Allende (colaborando con la formulación de los llamados «resquicios legales» y la «nacionalización» del cobre), y con Bustos Ramírez, político del partido socialista que incluso llegó a ser Presidente de la Cámara de Diputados el año 2008.

[2] Por este motivo, creemos que esta sentencia no pierde ni un ápice de valor por haber sido revocada por la Corte Suprema y por haber sido contraria a la sentencia de primera instancia. Los argumentos expuestos son muy sólidos y son hilados con una lógica absolutamente implacable, además de mostrar la doctrina de la legítima defensa aplicada a un caso de difícil solución.

[3] JIMÉNEZ DE ASÚA, Luis (1989): Principios de Derecho Penal, la ley y el delito, Editorial Sudamericana – Abeledo-Perrot, p. 294.

[4] NOVOA MONREAL, Eduardo (1985): Curso de Derecho Penal Chileno, Editorial Cono Sur, Tomo I, p. 382

[5] Ibid.

Reseña: Por la razón o la fuerza de Adolfo Paúl Latorre

Es difícil encontrar a alguien que pueda hablar con mayor propiedad sobre uso de la fuerza que un miembro de las Fuerzas Armadas. Y si tal persona es además abogado con conocimientos en Ciencias Políticas, con mayor razón. Es por eso que el siguiente texto de reflexión de Adolfo Paúl, sobre uso de la fuerza, nos parece una excelente aproximación a la cuestión. Vicente Hargous comenta el texto.

Adolfo Paúl Latorre es un autor de notables características. Es conocido por haber escrito libros altamente polémicos respecto de los juicios a funcionarios de las Fuerzas Armadas chilenos por violaciones a los derechos humanos, pero además su carrera en torno a temas políticos, militares y jurídicos muestra una versatilidad y una amplitud de conocimientos teóricos y prácticos excepcional, al menos en el ámbito chileno. Capitán de navío de la Armada de Chile, ingeniero naval en armas, oficial de estado mayor, profesor militar de academia, diplomado en economía y administración, abogado, magíster en ciencias navales y magíster en ciencia política… A todo esto se suma que es católico. Todas estas características le dan al texto que reseñamos un sabor especial: no se trata de un estudio sobre Derecho Internacional de los Derechos Humanos, Derecho Constitucional o Derecho de Justicia Militar; tampoco es un artículo de técnicas para aplicación de mecánica de protocolos (el ídolo de los ilusos que creen que tapando con regulaciones se puede suplir la función de la prudencia, como si se estuviese programando un robot)… Se trata, más bien, de una exposición filosófica —a la luz de la filosofía perenne de Santo Tomás de Aquino— del uso legítimo de la fuerza para el restablecimiento o la conservación del orden público y la paz social, acompañada de ciertas reflexiones en torno a inquietudes frecuentes en un cristiano sobre la violencia, la profesión militar y el bien común, con el gran toque de provenir de la pluma de un católico que forma parte del mundo militar. 

Puede que no sea el mejor texto en cuanto a profundidad y precisión conceptual filosófica o jurídica —y por eso quizás no sea lo óptimo para paladares finos—, especialmente en lo que se refiere a los primeros apartados. De hecho, me atrevería a decir que contiene un par de nociones que son por lo menos cuestionables, pero que son fácilmente identificables para quienes tienen conocimiento específico sobre el tema; por ejemplo, el autor señala al pasar que la persona no está ordenada a la sociedad[1] y una vez cita la difundida definición (falsa) del bien común como un «conjunto de condiciones», y no como el bien de la persona racional en sociedad[2]. Con todo, parece más un problema puramente terminológico —debido probablemente a la retórica propia de sus años de formación durante la guerra fría, en la cual el mayor peligro doctrinal se encontraba en el marxismo—, pues el autor claramente no cae en la visión individualista de la política. Así, señala respecto del bien común:

Es el bien común el fin y tarea de la sociedad política, entendido éste como un bien que es común al todo y a las partes, considerando que cada persona individual es a la sociedad como la parte al todo. No se trata de la suma de los bienes de las partes, ni tampoco es el bien del todo sacrificando las partes, pues ello significaría —respectivamente— un liberalismo individualista o un socialismo colectivista. Lo primero representaría una absoluta falta de solidaridad, lo que se contrapone a la idea misma de sociedad; Io segundo sería un totalitarismo, es decir, la completa absorción del hombre por el Estado, lo que se contrapone a la idea tomista —que corresponde a la doctrina de la Iglesia católica[3]

Tales pequeñas imprecisiones no se comparan con la brillante reivindicación de la profesión militar, que es quizás lo más valioso del artículo, tanto por explicitar la necesaria función que cumplen en la conservación del orden social y la restauración de la paz como por mostrar la nobleza y hermosura del servicio patrio propio de las Fuerzas Armadas.

El texto comienza con un desarrollo —de notable pedagogía— de conceptos  básicos de filosofía política, sin los cuales es incomprensible el problema del uso legítimo de la fuerza por parte del Estado, aplicables tanto para conflictos internos como externos. Las primeras páginas exponen qué debe entenderse por los conceptos fundamentales: sociedad política, bien común, interés nacional, poder nacional, seguridad nacional… para pasar luego a explicar la función que cumplen los militares en la vida social, que por analogía puede aplicarse también a Carabineros y otras Fuerzas de Orden, como cuerpos policiales armados que tienen a su cargo el orden público y la seguridad interior.

Paúl argumenta que las Fuerzas Armadas están al servicio de la sociedad, pues son los garantes de la paz, que es condición necesaria para la conservación del orden social. Esto significa que un buen gobierno no sólo requiere de las armas como un mecanismo de defensa legítima en guerra justa, sino también para hacer prevalecer el orden justo de la sociedad frente a poderes subversivos que buscan acabar con él (desordenarlo). Por ende, los funcionarios militares y de Carabineros no sólo pueden legítimamente defenderse frente a agresiones actuales e inminentes hacia ellos, sino que también pueden usar la fuerza como medio de restablecimiento del orden público. El concepto de orden es capital, pues siendo la sociedad una pluralidad unida por un fin, sólo puede existir de manera ordenada: sin orden social no existe sociedad. Así, contra las falacias y eufemismos que vemos constantemente en redes sociales, resulta muy luminoso comprender que la coacción, la fuerza, puede ser justa o injusta, y que incluso puede llegar a constituir un deber para los gobernantes:

Los gobernantes de un Estado, por deber de autoridad, están obligados en justicia a emplear la violencia para reprimir a quienes subvierten el orden natural, único fundamento válido para una verdadera concordia social. Entre los atributos propios de la autoridad está necesariamente el de poder usar coacción para hacer prevalecer el orden común sobre los que rehúan obediencia voluntaria o atentan en forma directa contra él.

El uso legítimo de la fuerza exige de una cierta proporcionalidad, lo que a fin de cuentas significa que debe ser necesaria racionalmente para alcanzar un objetivo legítimo. Entendida adecuadamente, dentro de los marcos de la justicia y la legalidad «se puede inferir la completa improcedencia y la carencia de base moral de que adolescen las condenas universales a la violencia». El autor hace propia a continuación, entrando de lleno en la perspectiva de la fe, la doctrina de la Iglesia Católica, que reconoce que

si bien es cierto que hay (…) un uso de la fuerza que es expresión del pecado, hay también un uso de la fuerza que puede ser expresión de virtud y liberación del pecado. La fuerza al servicio de la comunidad, contra la agresión injusta o contra la resistencia injusta a la ordenación social, es un medio al servicio de la paz.

Además, la profesión militar no es un mal necesario, una suerte de amarga necesidad social, sino que es también escuela de virtudes personales y una vocación de enorme riqueza para servir a los demás. Más aún, un auténtico espíritu militar, que está al servicio de la Dios y la patria, no es incompatible con un auténtico espíritu cristiano. No existe una verdadera oposición dialéctica entre el amor al prójimo y las virtudes propias de la profesión de las armas: orden, obediencia, rectitud, patriotismo, servicialidad, amistad, fortaleza… Vividas en profundidad, se convierten en «foco radiante de servicio ilimitado a los demás hombres». 

Contra los eufemismos pacifistas, el autor explica la forma propiamente cristiana de ver la paz social, que es la tranquilidad dentro de un orden (en el caso de la vida social, se trata del orden político justo). El discípulo de Cristo busca ser manso y pacífico, pero no «pacifista»: no busca la tranquilidad silenciosa que reina en un calabozo oscuro y frío, sino la paz de Cristo, la paz que es obra de la justicia. Frente a la injusticia, a la insubordinación y la desobediencia a la autoridad legítima, muchas veces se hace necesario hacer prevalecer la justicia por medio de la coacción.  

Chile es un país pacífico pero no pacifista, que —como nuestra historia lo ha demostrado y como nos lo imponen nuestra tradición y nuestro lema nacional— hace respetar sus legítimos derechos. Nuestros héroes nos han señalado claramente la ruta que como hombres de honor y amantes de la patria deberemos seguir si algún día los valores supremos de la nación se ven nuevamente amenazados: «Nuestro pabellón jamás será arriado ante el enemigo», «Vivir con honor o morir con gloria». Es por estas razones que las fuerzas armadas de Chile, aun cuando se desarrollan en una atmósfera espiritual que aspira sinceramente a evitar la guerra, se mantienen permanentemente preparadas para enfrentarla con éxito.

Existen casos, como el que hemos visto recientemente en Panguipulli, que pueden resolverse con los requisitos generales de legítima defensa, pero hay muchos otros respecto de los cuales se hace necesario profundizar respecto de la función que cumplen las fuerzas armadas y de orden para restablecer el orden público. La quema de iglesias, los saqueos de locales comerciales y el ambiente general de insurrección y desobediencia exigen uso de coacción física. La cuestión no es simplemente una elección entre la «mano dura» o el «respeto por los derechos humanos»: se trata de tomar una decisión prudente para restablecer o conservar el orden de la justicia, en pos de una protección de la dignidad de los ciudadanos pacíficos y de una búsqueda de paz auténtica.

Un artículo de enorme actualidad, de cara a la avalancha de violencia que vemos en nuestro país, que expone con claridad y en pocas páginas muchos conceptos que son fundamentales para tener presentes de cara al debate público y que, sobre todo, nos recuerda el trabajo sacrificado y silencioso de quienes arriesgan sus vidas y dedican a diario sus esfuerzos para servir a todos los chilenos.


[1] Que la persona esté ordenada a la sociedad no significa que la solución sea el colectivismo o totalitarismo. «El principio de totalidad enuncia que la parte, en cuanto tal, se debe al todo, siendo el bien de éste siempre mayor y más perfecto que el bien particular. Una concepción de este principio demasiado cargada a la imaginación, podría llevar a pensar que, como consecuencia de él, la parte queda absorbida por el todo, al modo como la parte integral de un todo físico tiene como única razón de ser la de identificarse cuantitativamente con éste, como las partes del agua en el mar o en el lago. De aquí deriva una idea totalitaria del principio, según la cual el bien del todo no es un bien propio de la parte, debiendo ésta desaparecer como entidad separada para fundirse en aquél. A esta visión falsa del principio se suele contraponer dialécticamente la versión distorsionada del principio de subsidiariedad. / Se ha visto, sin embargo, que la sociedad política no consiste en una masa de individuos y de grupos, sino en el todo potestativo al cual se subordinan sus partes en cuanto comprenden diversas formas de realizarse el bien de aquél. Para las partes de la sociedad política, que son las sociedades menores, el bien común de aquélla es el bien suyo más perfecto, en el cual se resuelve su bien particular, tal como el bien económico, por ejemplo, se resuelve en el bien completo del hombre, pues de lo contrario no sería un bien. Por consiguiente, a la enunciación del principio universal de que el todo no es para las partes, sino las partes para el todo, hay que añadir aquí, tratándose de la sociedad humana —que en esto difiere esencialmente de cualquier sociedad puramente animal—, que sus partes son tales en cuanto pueden participar del bien de todo tomado formalmente como tal» (WIDOW, Juan Antonio (1988): El hombre, animal político. Orden social, principios e ideologías, 2a ed., Editorial Universitaria, Santiago, p. 124.).

[2] En efecto, el bien común no es ni puede ser un conjunto de condiciones para el desarrollo «libre» de cada hombre. «Rigurosamente, el fin no es la condición ni el conjunto de las condiciones, sino lo condicionado. Sostener lo contrario sería como afirmar que el fin del general del ejército es simplemente el orden y la disciplina de la tropa, respecto de los cuales la victoria en el combate vendría a ser un mero efecto más o menos deseable, pero nunca directamente intentado» (LETELIER WIDOW, Gonzalo (2015): «El bien común político», en Problemas de Derecho Natural (Alejandro Miranda y Sebastián Contreras, ed.), Legal publishing Chile-Thomson Reuters, 413-446, pp. 434-435). Las condiciones son siempre condiciones para algo, es decir, se trata de algo medial. El bien común no es un medio para servir a la persona, sino que es el fin del orden social. Esa mirada del bien común como un medio da pie a interpretaciones erradas sobre la política, porque contrapone el interés individual al interés general: el bien común quedaría instrumentalizado para el desarrollo del individuo. La perspectiva tomista, en cambio, no ve una contraposición dialéctica entre el bien de la persona y el bien del todo social, porque el bien es precisamente el bien de esa persona en cuanto pertenece a una determinada sociedad (dado que la persona humana es un animal social). «El bien común político es el bien de la persona en cuanto socialmente participado. Este bien personal incluye de modo eminente los bienes del espíritu; como condición, toda una serie de bienes sociales que los hacen posibles, y de modo arquitectónico, todos los bienes inferiores» (Ibid., p. 437).

[3] PAÚL LATORRE, Adolfo (1988): «Por la razón o la fuerza», Revista de Marina, Septiembre-Octubre, N°786. Consultado en https://revistamarina.cl/revistas/1988/5/paul.pdf.

Cristianismo y Uso de la Fuerza

¿Es legítimo el uso de la fuerza para un cristiano? Desde ciertas lecturas del cristianismo en particular y teorizaciones sobre la no violencia en general, pareciera ser que el creyente en Cristo debiera abandonar toda pretensión de autodefensa. Tomando la sección que refiere al Quinto Mandamiento (Párr. 2258-2330) Ignacio Suazo se propone en esta reflexión sintetizar las principales enseñanzas de la Iglesia al respecto para luego intentar responder a estas lecturas contemporáneas sobre el uso de la violencia. ¿Le interesa profundizar en este tema? Entonces no deje de leer este excelente artículo del Profesor Carlos Casanova.

Cuando pensamos si es o no legítimo para un cristiano hacer uso de la fuerza física frente a alguna circunstancia en particular, el primer referente es siempre aquel a quienes los cristianos buscamos seguir: Nuestro Señor Jesucristo. Al ver su ejemplo a primera vista, la respuesta parece ser un rotundo no, considerando que -como recuerda el Catecismo, en su párrafo 2262- el Señor “exige a sus discípulos presentar la otra mejilla (cfr. Mt. 5, 22-39), amar a los enemigos (cfr. Mt. 5, 44)” y más aún, que “Él mismo no se defendió y dijo a Pedro que guardase la espada en la vaina (cfr. Mt. 26, 52).” Son estas palabras de Jesucristo las que han llevado a concluir a más de una persona que la ética cristiana abjura radicalmente de todo uso de la violencia. Así lo plantea, por ejemplo, Max Weber:

Por el Sermón de la Montaña nos referimos a la ética absoluta del Evangelio, que es algo más serio de lo que creen los que ahora son aficionados a citar esos mandamientos. Esa ética no es cosa de juego. Para ella es válido lo que se ha dicho de la causalidad en la ciencia: no es un automóvil que podamos detener a nuestro gusto. A menos que se quiera caer en trivialidades, la ética del Evangelio es una moral del “todo o nada”. La parábola del joven rico nos dice, por ejemplo: “se retiró lleno de pena porque tenía grandes posesiones”. El mandamiento del Evangelio, no obstante, es incondicional y nada ambiguo: da lo que tengas, absolutamente todo. […] O nos dice también, por ejemplo: “ofreced la otra mejilla”; este precepto es incondicional y no pone en tela de juicio la fuente de la autoridad del otro para pegar. Excepto para un santo, es una ética de la indignidad. De esto se trata: hay que actuar santamente en todo a menos con la intención debe vivirse como Jesús, los apóstoles, San Francisco y sus semejantes. Recién entonces esta ética tiene sentido y expresa una especie de dignidad; de otra manera no es así. Porque si se dice, de acuerdo con la ética acósmica del amor: “No resistáis al mal con la fuerza”, para el político lo válido es la proposición inversa: “Debes resistir al mal con la fuerza o de lo contrario eres responsable de su victoria”. Quien quiera seguir la ética de los Evangelios debe abstenerse de las huelgas, porque las huelgas implican la fuerza y no queda otra solución que participar en los sindicatos amarillos. ¡Y sobre todo que se abstenga de hablar de “revolución”! Después de todo, esta ética no desea enseñar que la guerra civil es la única legítima. El pacifista que sigue a los Evangelios se negará a empuñar las armas o las abandonará; en Alemania este fue el deber ético recomendado para poner fin a la guerra y, en consecuencia, a todas las guerras.[1]

Pacifismo. Esto es lo que, según Max Weber, nos llama a vivir Cristo: una completa abjuración del uso de las armas y la violencia física. Es una interpretación que parece más actual que nunca con el renovado entusiasmo que parecen despertar las acciones políticas no violentas entre amplios círculos cristianos.

En veredas tal vez opuestas, pero cuyas reflexiones parecen sintonizar con muchos, Judith Butler ha reafirmado en tiempos recientes la necesidad de luchar contra la violencia. Lo hace teniendo como referencia casos como el Black Lives Matters o las recientes protestas en Turquía (bien podría haber citado nuestro 18-O). Para Butler el uso de la fuerza (incluso en el caso de legítima violencia, tema que abordaremos en algunos párrafos más) con toda probabilidad iniciará una lógica de nosotros/ellos que dará pie a una escalada de violencia sin fin.[2] Para no acabar en un espiral de esta naturaleza -concluye la académica- se debe cortar el problema de raíz, evitando así la violencia (al menos en cuanto sea posible). Se trata de un argumento que, debemos reconocer, no parece descabellado.  

¿Es esto, sin embargo, aquello que propone la Iglesia? Nos hacemos la pregunta como quien confía, con los ojos de la fe, que es en su seno que puede encontrarse una auténtica interpretación de las palabras de Cristo. Y para hallar las respuestas de la Iglesia, nada mejor que recurrir al compendio por excelencia de la doctrina Católica: el Catecismo (CCE).

En su versión más reciente, encontramos que la Iglesia efectivamente rechaza el homicidio, entendido como la prohibición de matar directamente al inocente. Esto bajo la comprensión de que se trata de una triple transgresión “a la dignidad humana, a la regla de oro y a la santidad del Creador” (CCE, 2261). Bajo la certeza que el mal moral nace del corazón del hombre, el Catecismo agrega que el homicidio nace de la ira, el odio y la sed de venganza, sentimientos que deben ser categóricamente rechazados (cfr.  CCE, 2262).

Con la misma claridad que el Catecismo rechaza el homicidio, aclara que este no se opone al principio de legítima defensa. Para explicar esta lógica, se acude a la doctrina de Santo Tomás de Aquino, quien señala de forma sobria y contundente: “La acción de defenderse […] puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor” (CCE, 2263). La legitimidad de un acto de esta naturaleza, continúa el Catecismo, descansa en el amor a sí mismo, principio fundamental de la moralidad (cfr. CCE, 2264). Esta clase de amor, en efecto, permite afirmar el derecho, cuando no el deber, de conservar la propia vida. De esta forma, amparada en el amor propio, la vida puede ser defendida con una violencia proporcionada a la agresión recibida (cfr. CCE, 2264)  sin temor a ser juzgado como homicida. 

Cabe destacar que este principio es extensible a la vida de otros. Esto es especialmente cierto para aquellos que tienen bajo su cuidado la vida de otros, en particular de los miembros de las Fuerzas del Orden y la Seguridad Pública (cfr. CCE, 2265). En estas circunstancias -continúa el texto- el deber de los agentes del Estado, en defensa del Bien Común, es la neutralización del agresor, para la cual es lícito el uso de las armas si fuese necesario (ibid.)

Una última consideración sobre el homicidio es el espíritu al cual se opone: la paz. Porque si la fuerza es injusta cuando nace del odio, la ira o la venganza, esta resulta justa cuando se ordena a la verdadera paz. Esta puede definirse a la manera de San Agustín como “la tranquilidad en el orden” (cfr. CCE, 2304), entendiendo que un estado tal de cosas, supone dos sentidos, uno material y otro espiritual.

Material, pues la paz supone ausencia de guerra y la promoción de ciertos bienes humanos fundamentales, tales como la libre comunicación de las personas, el respeto por la dignidad humana y la fraternidad de los cristianos (crf. CCE, 2304).

Espiritual, pues nos lo recuerda el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, ningún cambio en las estructuras sociales que no vaya aparejado de un cambio en los corazones (cfr. CCE, 40). Por eso, no puede olvidarse jamás que la paz es “imagen y fruto”  de la Paz de Cristo (cfr. CCE, 2305). Aquella paz que el mundo es incapaz de dar y que Él y sólo Él puede dar a nuestras almas (cfr. Jn 14,27). Aquella paz que, arraigada en lo más profundo del hombre, no da lugar al rencor. Aquella paz que, por hacernos de Él, nos permite sobreponernos entrar en pugnas sin entrar en las tan comunes escaladas de violencia, que tantas veces comienzan disfrazados de justicia para luego mostrarse como el más crudo terror.

La Iglesia, en resumidas cuentas, está lejos de ser pacifista. No al menos  si la entendemos como un rechazo completo de toda violencia. Por eso no debiera extrañarnos, por ejemplo, que Juan el Bautista -el hombre más grande que ha nacido sobre la tierra según el propio Jesús (Lc. 7, 28)- entregue, a los soldados que acuden a él preguntando “¿Qué debemos hacer?”, la simple respuesta de “no extorsionar” (Lc. 3, 14). No llama a dejar la espada ni abandonar el ejército, como bien podría esperarse de quien condena toda violencia. Más bien, invita a hacer un justo uso del encargo recibido.[3]

la Iglesia parece, en ese sentido, haber comprendido tempranamente la distinción entre el poder temporal y el supratemporal  (“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Lc. 20,25)). El plano temporal supone un Bien Común resguardado por el Estado en un territorio determinado (ejerciendo ahí un cierto monopolio de la violencia). La Iglesia está llamada a fecundar y animar esta vida social, apoyando al Estado en cuanto haga falta. Lo anterior no implica en ningún caso pretender suplantarlo, pues su misión es otra: hacer brillar sobre el mundo las verdades del plano sobrenatural.

Por eso -como nos recuerda el Profesor Carlos Casanova- no debiera de sorprender ni escandalizar que los dos pilares de la Iglesia, San Pedro y San Pablo, hablan sin complejos de la sujeción a la autoridad y de la conveniencia de que ella porte la espada, para infundir temor a los malhechores (cfr. Romanos 13, 3-4; I Pedro 2, 14).[4]

Max Weber puede entonces estar tranquilo: abrazar el cristianismo no implica renunciar a las armas. Porque si nada de lo externo ensucia al hombre, entonces ni el fusil del soldado ni la luma del carabinero son cosas mala en sí mismas. “Las cosas son herramientas y buscan quién las maneje”, reza un conocido himno de la Liturgia de las Horas. O dicho de otra forma: lo creado (armas incluidas) está ahí, puesto a disposición de la humanidad para ser usadas de forma justa y recta; ordenadas al Bien Común y a la Gloria de Dios.

Y es que el Cristianismo, el verdadero cristianismo, no es una mera utopía -como pareciera razonar Weber- que conceptualiza un mundo ideal (en este caso sin violencia) y lucha por alcanzarlo. Los seguidores de Cristo nunca rechazarían algo de lo creado (por la naturaleza o por el hombre mismo) como un mal en sí mismo, pues comprenden que detrás de todo lo creado hay un designio del mismo Dios. El cristiano, en suma, no busca idear un mundo bueno para vivir, sino vivir de acuerdo al bien del mundo.  

Pero si Weber se equivoca sobre el Cristianismo, acierta al afirmar lo difícil que es hacerlo carne. Mucho más duro que rechazar la violencia de plano es, sin duda, luchar con todas las fuerzas por lograr un justo uso de las cosas. La tarea -qué duda cabe- es difícil y ardua. Por ello no es raro que Butler, Weber y tantos otros, desesperen del hombre y lo crean incapaz de hacer un justo uso de la  fuerza.

Pero ¿por qué desesperar de Cristo, el mismo que después de ver alejarse al joven rico nos llama a la esperanza diciendo “para Dios no hay nada imposible? (Mt. 19,26)”. Es la misma Iglesia la que da la clave, en el tantas veces despreciado Catecismo, cuando apunta al espíritu que excluye todo homicidio: la paz. Un don que difícilmente podrán ver Weber y Butler. El primero probablemente lo pondrá del lado de la ética de la convicción: una constelación de valores subjetivos -fundamentales en política, sin duda- pero dependientes únicamente del individuo. Judith Butler, por su lado, -con varias décadas más de nihilismo, psicoanálisis y marxismo en su filosofía que Weber- ni siquiera pretenderá sacudirse la agresividad de encima, acaso la violencia misma. La solución será reformular el concepto mismo de no violencia y aspirar a cambios “en la medida de lo posible”.[5]                             

Ambos terminan por ignorar la gran verdad que la Iglesia atesora: la paz de Cristo, que Él nos regala a través de su Gracia y con su reinado –Pax Christi in Regnum Christi-, por medio de la Iglesia, y que nos garantiza la posibilidad de hacer un uso adecuado de la fuerza en particular y de todo lo creado en general. Es ella la que puede darnos la lucidez de actuar con fuerza, no movidos por odio ni rencor, sino en aras de conservar y promover la tranquilidad en el orden. Y no como una idea utópica, sino como una verdad experimentada en lo profundo del corazón.


[1]          “La política como profesión”, 93-94. En: El sabio y la política. Eudecor. Córdoba. 1966. En: Casanova, Carlos. «¿Es lícito al Cristiano el Uso de la Fuerza?» Ius Publicum 37 (2016): 11-25.

[2]           Butler, Judith. La Fuerza de la No Violencia. 2a ed. Providencia, Santiago: Paidos, 2020: 69-71.

[3]          Casanova, Carlos. «¿Es lícito al Cristiano el Uso de la Fuerza?» Ius Publicum 37 (2016): 18.

[4]          Ibid.

[5]          Butler, Judith. La Fuerza de la No Violencia. 2a ed. Providencia, Santiago: Paidos, 2020: 41.

«Migración y Dignidad Humana» por Rosario Corvalán

Colchane ha dado mucho que hablar. La disputa por quién es el más empático no es nueva; hay quienes argumentan que la “invasión migrante” perjudica a los chilenos más pobres, y que pretender recibir a todos es pecar de buenismo y opinar desde una posición privilegiada, no afectada por el problema. Por otro lado, están quienes enarbolan el derecho a migrar como un derecho humano sin limitaciones, y demonizan a quienes pretenden expulsar al extranjero o restringir su entrada, puesto que es nuestro deber recibirlos a todos y garantizarles sus derechos.

Una de las mayores disputas ha sido sobre la existencia o no de un “derecho humano a migrar”. La Declaración Universal de los Derechos Humanos señala en su artículo 13 que “Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado” y que “Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país”. Se ha interpretado que este derecho a salir implicaría necesariamente un deber de los estados de recibir a las personas, puesto que no hay “tierras de nadie” y quien sale de un Estado entra necesariamente a otro.

Por su parte, Benedicto XVI ha señalado que “El derecho de la persona a emigrar (…) es uno de los derechos humanos fundamentales, facultando a cada uno a establecerse donde considere más oportuno para una mejor realización de sus capacidades y aspiraciones y de sus proyectos.

Para hacer un análisis ponderado debemos introducir otro derecho a la ecuación: el derecho a no migrar. Si bien en general son más populares los “derechos a hacer” que los “derechos a no hacer”, en este caso el segundo parece tener una relevancia fundamental y poco comentada. El ejercicio de este derecho –que permite vivir en la propia patria– requiere necesariamente la existencia de condiciones que hagan posible la vida en el propio país. Luego, quien se ve forzado a migrar, ya ha sido vulnerado en este derecho.

Tener esto a la vista es relevante por dos motivos: permite entender que quien entra ilegalmente a un país probablemente viene “con una vulneración de derechos a cuestas” (esto es profundamente relevante desde el punto de vista humano) y, además, permite considerar que previamente existe un Estado que no ha garantizado los derechos del migrante (o, más aun, que ha atentado directamente contra esos derechos), por lo que resulta evidentemente injusto culpar al país receptor de las lamentables condiciones en que llegan muchos migrantes.

Todo esto no excluye que el Estado pueda establecer limitaciones y requisitos al ingreso de personas migrantes. Lo relevante es comprender que, aun cuando se incumplan estos requisitos, la dignidad humana exige ciertos estándares de trato. Es decir, el incumplimiento de esta normativa por parte de ciudadanos extranjeros no justifica tratarlos indignamente. El Estado ciertamente tiene el deber de hacer cumplir la ley, pero siempre en el marco del respeto a los derechos fundamentales de todas las personas.

Esta consideración parece quedar fuera del discurso de quienes condenan la inmigración ilegal sin demostrar una genuina preocupación por el respeto a los derechos de los migrantes, que en estos días entran desesperadamente a nuestro país. Del mismo modo, para quienes alientan estos ingresos masivos, la misma preocupación se echa en falta respecto de los abrumados habitantes de Colchane. Esta hipocresía suele surgir cuando se inventan conflictos de derechos donde no los hay, o cuando se lee en clave dialéctica lo que no es tal. El derecho a migrar y a no migrar, de unos y de otros, tienen un fundamento común: la dignidad humana. Esta, a diferencia de los derechos, no sabe de requisitos ni condiciones.

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«¿Cómo hablamos de aborto?» por Rosario Corvalán

Les dejamos a continuación esta carta de Rosario Corvalán de nuestro Equipo Legislativo publicada el 17 de febrero en La Tercera.

Señor Director:

Ayer, para un reportaje de Revista Paula, fue entrevistado Cristián Leporati, quien afirmó que normalmente “los que son pro aborto usan un discurso mucho más racional en las comunicaciones”, mientras que quienes estamos en contra del aborto usaríamos “una fundamentación más sustentada en la fe y en la emoción”.

En la discusión parlamentaria sobre aborto, que comenzó en diciembre en la Comisión de Mujeres de la Cámara, se pudo ver una muestra de ambas posturas; mientras quienes estaban en contra del aborto hablaron del comienzo de la vida, de por qué todo ser humano es persona humana, de cómo se realiza médicamente un aborto, quienes estaban a favor evitaron en todo momento ir al fondo de la discusión, intentando incluso censurar palabras e invitados para lograr ese objetivo.

En el debate público se ha dado, con excepciones, una lógica similar. Se han instalado frases bastante más emocionales que racionales. Como ejemplo, se ha repetido la necesidad de un “aborto legal para no morir”, cuando en realidad en Chile la mortalidad materna asociada al aborto viene disminuyendo desde 1950; en 2007 el riesgo de morir por aborto, espontáneo o inducido, era de 0,046 por cada 100.000 mujeres.

Leporati ha señalado en alguna oportunidad que “la ignorancia va de la mano de la religión”, pero, al parecer, la ignorancia va de la mano de la falta de real debate.

Rosario Corvalán

Equipo Legislativo Comunidad y Justicia

Imagen de Canva

«Ley antidiscriminación II» por Daniela Constantino

Les dejamos a continuación esta carta de Daniela Constantino de nuestro Equipo Legislativo publicada el 5 de febrero en La Tercera.

Señor Director:

En su carta de ayer, Jorge Lucero, de Fundación Iguales, responde a mi última carta respecto al proyecto de reforma a la Ley Zamudio, acusando que intento “desinformar”, valiéndose de una burda tergiversación para ello: jamás he dicho que la reforma “busca asegurar una condena a quien ha sido demandado”; sí –en cambio– a este respecto he dicho que se altera la carga de la prueba, siendo el demandado quien debe justificar su actuar.

Efectivamente –y no lo he negado– este proceder no es nuevo, pero la propuesta de la reforma no se identifica, sin más, con la regulación existente en material laboral y sí impone un nuevo paradigma: toda distinción (e incluso preferencia) basada en categorías protegidas (y bien sabemos cuáles serán más protegidas que otras: basta comprobar quiénes promueven y defienden el proyecto) es considerada arbitraria, salvo que el demandado pruebe lo contrario, eliminándose la justificación razonable fundada en el ejercicio legítimo de otro derecho fundamental.

La injusticia de aquello, sumado a los graves defectos técnicos del proyecto (expuestos en abundancia por expertos durante su tramitación) confirman que el fin no justifica los medios, junto a la paradoja habitual de la acción afirmativa de carácter ideológico: para erradicar la discriminación arbitraria –fin que todos compartimos– se impone por ley que unos son más “iguales” que otros.

Daniela Constantino

Equipo Legislativo, Comunidad y Justicia

«Debatir a rostro descubierto» por Cristóbal Aguilera

Les dejamos a continuación esta columna del miembro de nuestro directorio Cristóbal Aguilera publicada el 4 de febrero en El Líbero.

En un magnífico ensayo que debería ser lectura obligatoria en todas las escuelas y universidades, el autor de las Crónicas de Narnia intenta demostrar lo razonable -e inevitable- que es valorar objetivamente las realidades de este mundo. Tanto el arte como la cultura, el obrar humano y la ciencia, todo puede -y debe- ser apreciado según criterios que nos permitan dar con una respuesta que excluya a otras. Si tal o cual pintura, ópera, jugada en el ajedrez o acción es buena o mala, debería ser algo posible de sostener y argumentar más allá de lo que piense o sienta el sujeto que valora.

Esto es algo que, hoy por hoy, se pone cada día más en jaque. Aunque, a decir verdad, solo se hace en ciertas esferas de la vida social y a propósito de ciertas doctrinas, sobre todo éticas. Así, por ejemplo, incluso el mayor relativista moral del planeta, si desea denominarse a sí mismo como tal, debe sostener que es absolutamente verdadero o cierto aquello de que es imposible valorar éticamente las actuaciones de las personas o -entre otras variantes del relativismo- que dicha valoración es un asunto emocional.

Esta incoherencia, sin embargo, no es algo que normalmente inquiete a los relativistas morales, sobre todo cuando de lo que se trata es juzgar a quienes -como ellos- defienden la objetividad de una doctrina ética. Dicho de otro modo: quien plantea, por ejemplo, que el aborto es algo malo, lo hace a partir de premisas éticas igualmente objetivas y absolutas (no neutrales) que aquel que sostiene que el juicio moral del aborto es un asunto de meras preferencias. Al final, lo que subyace es lo que plantea C. S. Lewis en la Abolición del hombre (el ensayo que deberíamos leer): toda moral o toda doctrina ética es necesariamente absoluta y objetiva.

El problema es que una y otra vez nos han pasado gato por liebre. Los valores objetivos e incuestionables de la neutralidad, la tolerancia y la no discriminación esconden supuestos éticos que son parciales, inflexibles y discriminatorios.

Decirlo con toda claridad es un deber para con el debate público que nuestra sociedad merece. Si hay algo urgente en nuestros tiempos es precisamente juzgar objetivamente el modo en que se están dando las cosas en el ámbito social, cómo actúan nuestros políticos, la forma en que se comportan los ciudadanos indiferentes frente a la crisis sanitaria. Cuando criticamos con fuerza la corrupción, no argumentamos en contra de ella a partir de nuestra opinión o sentimiento personal, sino a partir de lo evidente, de lo objetivo, de la verdad de las cosas: incluso aquel que frente al juez se defiende diciendo que para él la corrupción es algo bueno y necesario debe ser condenado por lo que objetivamente significa la corrupción.

Debemos pasar del “bueno o malo para mí” al sencillamente “bueno o malo”, no solo cuando hablamos de corrupción, sino también cuando hablamos de eutanasia, de aborto o de identidad de género.

Bajo la idea de renunciar a dar una respuesta objetiva y universal frente a debates morales difíciles se esconde una respuesta ética objetiva que se intenta imponer de modo universal. La famosa postura de que, ante el conflicto de valores y posiciones, cada uno debe decidir libremente, no resiste análisis. Ni siquiera quienes la defienden la creen en realidad, pues no estarían dispuestos a aceptarla como válida si la trasladamos a otros debates.

Debatir a rostro descubierto, sin intentar pasar por contrabando razones morales y éticas objetivas, es un importante desafío que tenemos como sociedad, más aún cuando discutimos sobre las cosas más fundamentales, como la vida, la libertad y la dignidad.

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