Author : Comunidad y Justicia

«Ley antidiscriminación» por Daniela Constantino

Les dejamos a continuación esta carta escrita por Daniela Constantino de nuestro equipo legislativo publicada el 01 de febrero en La Tercera en respuesta a la realizada por la Fundación Iguales.

En carta del sábado, Jorge Lucero, de Fundación Iguales, responde a mi carta del día 27 de enero señalando que nuestro análisis de este proyecto de reforma a la Ley Zamudio sería errado.

Al respecto, señala que el objeto del proyecto es “erradicar, prevenir, sancionar y reparar la discriminación”. No ponemos en duda la intención del proyecto, pero sí cuestionamos el modo en que se intenta concretar dicho propósito.

Hemos señalado que se altera la carga de la prueba, no que se invierte: que la sola presentación de indicios obligue al demandado a justificar su actuar (como dice Lucero) sí implica una alteración de la carga de prueba, como hemos señalado.

También, señala que la eliminación de la sanción para quien denuncia sin fundamentos se justifica por la existencia de la condena en costas. Conforme a la regla general dicha condena se aplica a la parte totalmente vencida, no a quien abusa del proceso sin justa causa. Esto es lo que se pretende remover.

Efectivamente el Código del Trabajo regula los actos de discriminación permitiendo, no obstante, las distinciones justificadas en las calificaciones que requiere un empleo determinado. En cambio, el proyecto de ley elimina la justificación razonable imponiendo un nuevo paradigma: toda distinción (e incluso preferencia) basada en categorías protegidas es considerada arbitraria, salvo prueba del demandado en contrario.

Daniela Constantino

Equipo Legislativo Comunidad y Justicia

Samaritanus Bonus

Samaritanus Bonus es el nombre de la última carta publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, a fines de septiembre del año pasado. Llega en buena hora: el documento es una respuesta al problema de la eutanasia, un tema que se encuentra en plena discusión en nuestro país y en muchos otros. Es el caso de Portugal, donde tres proyectos de eutanasia fueron aprobados en la Cámara de Diputados a comienzos del 2020. España también se suma a la lista, pues hay un proyecto de esta naturaleza en la Cámara de Diputados y deberá ser revisado por el Senado prontamente[1]. Un caso aún más dramático es el de Nueva Zelanda, donde a mediados de año un plebiscito nacional aprobó la legalización de la eutanasia por un 65,2%[2].

Ahora bien, la eutanasia no es el único tema del cual Samaritanus Bonus tiene algo que decirnos, pues el texto lleva el tema a un enfoque más amplio. En palabras del documento:

¿Cómo traducir [la parábola del Buen Samaritano] en una capacidad de acompañamiento de la persona enferma en las fases terminales de la vida de manera que se le ayude respetando y promoviendo siempre su inalienable dignidad humana, su llamada a la santidad y, por tanto, el valor supremo de su misma existencia?[3]

Es que preguntarse por el adecuado cuidado de un enfermo no sólo da luces sobre por qué la eutanasia es ilícita, sino que entrega criterios para abordar el llamado ‘dilema de la última cama’ o, dicho de otra forma, cómo elegir a qué paciente otorgarle ciertos recursos médicos y a cuáles no, cuando los pacientes son muchos y los recursos pocos. El escenario más dramático de esto ocurre con los respiradores artificiales, como lo hemos visto en los medios ¿Qué hacer cuando varios pacientes se presentan en un hospital con fallas pulmonares y sólo hay un ventilador mecánico disponible? Se trata de un escenario al cual no hemos llegado en Chile, pero que ha sido dramáticamente real en países como España o Italia.

Desarrollar exhaustivamente todo lo que Samaritanus Bonus tiene que decirnos sobre el cuidado de los enfermos, para hablar de eutanasia o el dilema de la última cama, excede por mucho las intenciones de esta reseña. Su propósito es, en cambio, preguntarse por uno de sus aspectos más importantes: la indisponibilidad de la vida o —dicho en forma positiva— la consideración de la vida como algo sagrado, que no puede ser arrebatado arbitrariamente. El Papa ha tratado largamente este argumento, que constituye la única forma coherente de oponerse a la eutanasia, atacando la raíz que impide a muchos comprender el problema.

Es bueno tener en cuenta esto, especialmente cuando los argumentos contrarios a esta práctica que suelen presentarse en el debate dicen relación con la libertad de quienes la solicitan (muchas veces, en realidad, con la ‘autonomía’: ¿Quién habla hoy en día de libertad?). Y esto es cierto: hay buenas razones para sostener (con evidencia empírica en mano) que la mayoría de los enfermos terminales que piden la muerte lo hacen presionados por su dolor, cuando no por su propio entorno. Quedarse en este argumento para oponerse a la eutanasia es sumamente seductor, que duda cabe. Más aún en medio de una exaltación generalizada de la autonomía humana. Pero lo cierto es que el argumento se queda corto: ¿qué ocurre en los casos en los cuales es posible acreditar la más completa libertad? Y es que de un razonamiento como este no se sigue una oposición a la eutanasia, sino una aplicación restringida a ciertos casos determinados, donde bien podría caber una legalización de esta práctica con rigurosos controles que reduzcan su práctica al mínimo posible. Esto ocurre porque quienes se valen de este argumento, tal vez sin pretenderlo, terminan concediendo y hasta reforzando el gran supuesto detrás de la eutanasia: cada persona es ‘dueña’ de su vida y tiene derecho a disponer de ella arbitrariamente, según le plazca. Y esto es lo que Samaritanus Bonus viene a cuestionar: la vida es un regalo que no hemos podido merecer, del cual no podemos disponer arbitrariamente. Somos administradores de nuestra propia existencia. 

Lo que para muchos puede resultar paradójico es que afirmar que la vida en sí misma no nos pertenece permite poner dos límites al adecuado cuidado de un enfermo terminal: no es lícito prolongar obstinadamente su vida por medios desproporcionados, como tampoco intentar directa y deliberadamente su muerte.

¿Y en qué  descansa la tesis de la indisponibilidad de la vida? La carta en cuestión propone dos argumentos: uno de orden puramente natural y otro —más profundo— sobrenatural. En el plano natural, se plantea un razonamiento tan simple como verdadero: la vida es el primero de los derechos porque sin ella ningún otro derecho es posible. Esta lógica ha sido recogida incluso por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Por ejemplo, en el caso “Niños de la calle con Guatemala” la Corte sentenció:

El derecho a la vida es un derecho humano fundamental, cuyo goce es un prerrequisito para el disfrute de todos los demás derechos humanos. De no ser respetado, todos los derechos carecen de sentido. En razón del carácter fundamental del derecho a la vida, no son admisibles enfoques restrictivos del mismo. En esencia, el derecho fundamental a la vida comprende, no solo el derecho de todo ser humano de no ser privado de la vida arbitrariamente, sino también el derecho a que no se le impida el acceso a las condiciones que le garanticen una existencia digna.[4]

Se trata de un razonamiento que podría ser compartido por cualquier persona de buena voluntad. No es entonces casualidad que las principales tradiciones éticas y religiosas del mundo se opongan a la eutanasia, como bien recuerda la carta en un sugerente pie de página:

Nos oponemos a cualquier forma de eutanasia —que es el acto directo, deliberado e intencional de quitar la vida— así como al suicidio médicamente asistido —que es el apoyo directo, deliberado e intencional para suicidarse— porque contradicen fundamentalmente el valor inalienable de la vida humana y, por lo tanto, son inherente y consecuentemente erróneos desde el punto de vista moral y religioso, y deben ser prohibidos sin excepciones.[5]

En muchos casos, el argumento de la indisponibilidad podría quedar aquí. Sin embargo, esto no es llegar al fondo del asunto. La carta plantea un segundo argumento igualmente sencillo, pero bastante más difícil de asimilar en nuestra cultura contemporánea, a saber, que el hombre es —cita la carta— “imagen y gloria de Dios” (1 Cor 11, 7; 2 Cor 3, 18)[6]. La sencillez de este planteamiento nos puede hacer olvidar la profundidad y belleza que encierra. Como bien recuerda Samaritanus Bonus: “Dios se ha hecho Hombre para salvarnos, prometiéndonos la salvación y destinándonos a la comunión con Él”[7]. El hombre es imagen y semejanza de Dios por creación y es la única criatura que Él ha amado por sí misma; además, tanto nos amó que envió a su Hijo para salvarnos y vivir verdaderamente, es decir, vivir en comunión con Él, dándonos el poder de llegar a ser hijos de Dios por adopción. En esta mirada teológica se puede contemplar la fuente última de nuestra dignidad intrínseca. Si la dignidad es algo esencial en nosotros, algo intrínseco, esta no puede perderse por alteraciones accidentales, lo que a fin de cuentas significa que no depende de criterios de bienestar subjetivos, como la salud, el nivel socioeconómico, el equilibrio psicológico o el sufrimiento. Todos estos casos pueden tal vez volver la vida muy dolorosa, pero nunca la harán indigna. La fuente de esta dignidad inherente consiste en que somos imagen y semejanza de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. La plenitud de esta vocación y de la Revelación es lo que nos fue dado con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. Samaritanus Bonus no sólo nos recuerda que existe esta vocación, sino que Dios nos ha dado los medios para alcanzarla a través de Jesucristo. En efecto, tenemos la promesa de que en su amor nos sobreponemos fácilmente a cualquier circunstancia que algunos llamarían ‘poco digna’, ya que de Él nada nos podrá separar (Cf. Rm 8, 35-39). Al ser nosotros imagen y semejanza de Dios (por creación), existe una cierta dignidad que es propia de la naturaleza humana, que es asumida y elevada con la condición de hijos de Dios por adopción que adquirimos con el bautismo.

En tiempos en que la eutanasia vuelve a estar en el debate, en varios países del mundo, se vuelve imprescindible preguntarse por los fundamentos detrás del cuidado de los enfermos, no sólo para dar argumentos convincentes para oponerse a la eutanasia, sino para dar una respuesta humana e integral a nuestra relación con los enfermos. Y esto se vuelve aún más necesario en tiempos de pandemia.

Samaritanus Bonus tiene mucho que decirnos al respecto, pero en esta breve reseña, sólo nos abocamos a exponer (y muy brevemente) lo que ella nos dice sobre la indisponibilidad de la vida. Lo hacemos porque, siendo el punto central en la oposición a la eutanasia, es un argumento poco mencionado, al menos en el debate en nuestro país. Lo es a pesar de que al menos una parte de esta idea puede sostenerse desde argumentos puramente naturales.

Ciertamente, los argumentos más fuertes (y hermosos) para oponerse a la eutanasia bien pueden ser catalogados como ‘religiosos’, en tanto presuponen la revelación cristiana. La pregunta es si esto es a priori un impedimento para estar en el debate público. Pareciera ser que lo único relevante debería ser que el argumento sea lógico y sus presupuestos realistas (luego, será el público quien decida si el argumento es convincente o no). Un argumento que presuponga a Dios (cuya existencia, además, puede ser probada sin acudir al dato revelado) parece cumplir sin problemas estos requisitos.

Lo mismo puede decirse de argumentos que presuponen la fe en Jesucristo, especialmente en un país donde (aún) la mayoría de la población se declara cristiana.

Invitamos a leer Samaritanus Bonus, donde sin duda podremos reencontrarnos con las causas profundas que nos hacen oponernos a la eutanasia y, sobre todo, a dar respuestas integrales e interpeladoras al problema del dolor que conlleva la enfermedad.


[1]       Xosé Hermida, «El Congreso aprueba la primera ley de eutanasia con amplia mayoría», EL PAÍS, 17 de diciembre de 2020, https://elpais.com/sociedad/2020-12-17/el-congreso-aprueba-la-primera-ley-de-eutanasia-con-una-holgada-mayoria.html.

[2]       Preeti Jha, «Nueva Zelanda legaliza la eutanasia (pero le dice no a la legalización de la marihuana)», BBC News Mundo, accedido 25 de enero de 2021, https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-54747555.

[3]    Congregación para la Doctrina de la Fe, «Carta Samaritanus bonus:  sobre el cuidado de las personas en las fases críticas y terminales de la vida», 22 de septiembre de 2020, cap. Introducción, https://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2020/09/22/carta.html.

[4]       Corte Interamericana de Derechos Humanos, «Caso de los “Niños de la Calle” (Villagrán Morales y otros) Vs. Guatemala: Sentencia de 19 de noviembre 1999 (Fondo)», 19 de noviembre de 1999, párr. 144.

[5]       Declaración conjunta de las Religiones Monoteístas Abrahámicas sobre las cuestiones del final de la vida, Ciudad del Vaticano, 28 octubre 2019

[6]       Congregación para la Doctrina de la Fe, «Carta Samaritanus bonus:  sobre el cuidado de las personas en las fases críticas y terminales de la vida», cap. III. El “corazón que ve” del Samaritano: la vida humana es un don sagrado e inviolable.

[7]       Congregación para la Doctrina de la Fe, cap. III. El “corazón que ve” del Samaritano: la vida humana es un don sagrado e inviolable.

Reseña ¿Es todo ser humano persona? de Robert Spaemann

No es fácil alcanzar el equilibrio entre brevedad, precisión y profundidad en un texto filosófico y, a la vez, decir algo que constituya un auténtico aporte a una discusión fundamental. Este es el caso de muchos textos de Robert Spaemann. El sabor de su pluma es inconfundiblemente contemporáneo, por sus referencias, por su estilo de corte fenomenológico y por sus interrogantes. Esto le permite conversar con sus pares alemanes, bastante alejados de sus conclusiones —y de hecho así ocurrió con Jürgenn Habermas y con Niklas Luhmann—, pero asumiendo una postura en la que admirablemente conserva una cierta coherencia con su catolicismo y con la tradición filosófica clásica en general.

El texto que reseñamos es una formulación brevísima —pero sin perder solidez ni profundidad— de cinco argumentos que refutan la tesis según la cual no siempre se identificaría un homo sapiens con un ‘alguien’, es decir, que no todo ser humano sería persona. A primera vista, esta postura podría parecer descabellada, pero es, en realidad, lo que subyace a los argumentos de ciertos autores que defienden el aborto o la eutanasia. Spaemann cita, como autor clave en esa línea, a Peter Singer, prestigioso profesor de Princeton conocido por su defensa de la licitud del infanticidio y sus posturas animalistas extremas.

De los cinco argumentos de Spaemann, resultan especialmente notables los dos finales. El cuarto se refiere a “la impropiedad del término personas potenciales”. Esta impropiedad se basa en la noción metafísica de substancia: no puede haber cosas que se transformen en personas, pues vemos que existe un proceso de continuidad desde el instante mismo de la concepción: se trata de un desarrollo continuo, en el cual la persona no puede ser un mero estado, pues “entonces podría llegarse a ser tal, gradualmente o por etapas; pero si una persona es alguien que puede atravesar por varios estados y experimentar variadas disposiciones, entonces la persona es siempre anterior a tales estados”. La persona no es una cualidad adquirida por un sujeto después de un cambio, sino que es el sujeto mismo que cambia durante su desarrollo vital. “La persona es substancia, porque la personeidad o el ser personal es el modo en que el ser humano es. La persona, ni comienza a existir con posterioridad al ser humano, ni cesa de existir antes que este”.

El filósofo alemán agrega, como correlato de este fundamento metafísico de corte aristotélico, un argumento fenomenológico: la continuidad temporal del yo:

Sólo después de algún tiempo, el ser humano empieza a decir: «yo». Pero, aquello que un ser humano quiere significar con ese «yo», no es simplemente «un yo» (es decir, algún otro caso o subcaso de egotismo), sino, precisamente, el mismo ser humano que dice «yo». Decimos, por ejemplo, «yo nací en tal momento o en aquel lugar», «yo fui engendrado entonces o allí», aunque el ser que fue engendrado, o nació, no dijo «yo» en ese momento. Es más, no decimos: «Entonces o allí, algo nació, a partir de lo cual yo llegué a ser». Yo era este ser. La personeidad no es el resultado de un desarrollo, sino, antes bien, la estructura de un único tipo de desarrollo. No es la estructura de un desarrollo que sólo llega a ser visible como tal desarrollo, desde un punto de vista exterior a sí misma, mientras que su propia realidad tomaba cuerpo meramente, en cada uno de sus estados actuales. Más bien, es la estructura de un desarrollo; una tal estructura que puede reconocerse a sí misma retrospectivamente, como ese desarrollo y como el sujeto de ese desarrollo, como una unidad que atraviesa el tiempo en el cual se desarrolla. Esta unidad es la persona.

El quinto y último argumento se refiere al sinsentido que tendría, desde una perspectiva que en términos contemporáneos podríamos llamar moral absolutista, el otorgar la personeidad bajo ciertas condiciones que deben verificarse, siendo que la persona es precisamente lo que admitimos y queremos que sea incondicional (con una solapada pero notable crítica a la concepción contractualista de los derechos fundamentales):

La idea de derechos incondicionales, poseídos sólo después de que se reúnan, en cada caso concreto, ciertas condiciones para su aprobación por parte de otros, es una contradicción, en sí misma. Los derechos personales sólo son derechos incondicionales, si no están hechos depender del cumplimiento de alguna condición cualitativa, sobre la cual, los demás decidan quiénes son ya reconocidos miembros de la comunidad del Derecho y de los derechos. La humanidad no puede ser una comunidad de derecho en el sentido de un «negocio cerrado»; si lo fuera, entonces el axioma pacta sunt servanda sería válido, únicamente, con relación a quienes la mayoría ha consensuado en reconocerlos como sujetos de derechos. Solamente puede haber y debe haber, un único criterio para la personeidad: el de la pertenencia biológica a la raza humana.

Sin duda, se trata de un texto verdaderamente clave en el debate de la indisponibilidad de la vida (de enorme utilidad, por tanto, para las controversias actuales de aborto y eutanasia). La persona es la realidad de la que depende la noción de derecho: si la persona es un ser cuya dignidad es inviolable su vida debe ser respetada incondicionalmente, incluso por el sujeto mismo, vale decir, su vida misma es indisponible, porque se identifica consigo mismo. Teniendo en cuenta lo anterior, la refutación de la falacia que pretende distinguir entre persona y ser humano (a fin de cuentas, esa es también una de las falacias que subyacía para defender la esclavitud) es el principio fundamental para estas discusiones. Este texto es de una riqueza enorme precisamente porque la refuta con una lógica implacable, exponiendo con claridad que debe identificarse el sujeto humano con la persona que posee una dignidad inherente.

Reseña de “¿Qué es el hombre?”, de Joseph Ratzinger

Una de las preguntas fundamentales de la filosofía es la de lo humano. Se trata de una cuestión de la que nadie puede escapar, pues todos somos seres humanos. Como seres humanos, tenemos una cierta concepción de lo que somos y, a la vez, nos sabemos de alguna manera dueños de nuestros propios actos y, por ende, dueños —en cierto sentido— de nuestro propio ser. El hombre es un ser que está como inacabado o abierto: estamos de alguna manera llamados a completar lo que somos, pues de hecho podemos decidir qué hacer con nuestra vida (lo que no es otra cosa que decidir qué hacer con nosotros mismos: qué queremos ser). Frente a la pregunta fundamental por el hombre y lo que lo constituye como tal surgen desesperadamente múltiples intentos de respuestas desde la filosofía contemporánea, que muestran con toda su crudeza el drama terrible de la libertad, del caminar hacia la muerte y de la soledad existencial del yo.

Joseph Ratzinger, quizás el más grande de los teólogos de este siglo y del anterior, comienza su conferencia Was ist der Mensch? planteando estos dilemas. Este escrito, lleno a la vez de luz y de misterio, se asoma a esta pregunta fundamental, buscando “volver a colocar lo cristiano en el presente. Al respecto —nos dice el Papa emérito— hay dos cosas que resultan de idéntica importancia: que sea lo genuinamente cristiano aquello que es traído al presente, y que eso cristiano también sea traído a un presente genuino para que realmente pueda tener efecto y sea escuchado”. Se trata de una empresa nada fácil: recoger los problemas del hombre de hoy y dar ciertas pistas que permitan comprender la respuesta verdadera a la luz de los misterios de la verdad revelada, especialmente el misterio del Verbo encarnado, pues sólo en él se puede esclarecer el misterio del hombre (Gaudium et Spes, 22).

La angustia del hombre contemporáneo no es un ejercicio intelectual artificioso, sino que fluye como consecuencia lógica de la ausencia de los marcos metafísicos y vitales que antes eran patrimonio cultural común y que daban solidez a nuestra vida. Se trata, por tanto, de auténticos dramas humanos, que reflejan una parte de la verdad acerca de lo que el hombre es. Ratzinger comienza su conferencia exponiendo, de forma breve pero concisa, estos intentos contemporáneos de responder a la pregunta por el hombre. El existencialismo de Sartre muestra al hombre como un ser condenado al absurdo (pues no habría un finalismo intrínseco a nuestro ser) de hacerse a sí mismo: condenado a ser libre, sin que pueda escapar de esto. Por otro lado, en contradicción con esta tesis, el evolucionismo muestra al hombre como un mero momento dentro del proceso continuo (es decir, no discreto) de la corriente de la materia; se trataría de un eslabón más, sometido a los demás eslabones de una cadena: una sujeción total al cosmos biológico. El marxismo, por su parte, también responde en contradicción con la idea de la libertad, pues lo constitutivo del hombre sería lo factible: el hombre como producto de la sociedad y del determinismo de los procesos técnicos.

Frente al nihilismo existencialista —sea en forma de náusea, de angustia o de voluntad de poder— y a los más variopintos determinismos contemporáneos surge la propuesta de la fe católica, que Ratzinger brillantemente desarrolla en unas breves líneas con un poder de síntesis como solamente él sabe hacer, a partir de la conocida frase de que somos imagen y semejanza de Dios (cfr. Gen. I, 26-27). La propuesta cristiana recoge la idea de que somos algo que, a la vez que es, está abierto a completarse, pero según una vocación específica.

La propuesta de Ratzinger tiene algunos puntos que son por lo menos discutibles, como la negación de que en la Escritura lo humano está constituido de cuerpo y alma (según Ratzinger, estos conceptos filosóficos serían ajenos a la Revelación, tesis que también sostiene en su Introducción al Cristianismo), o la negación de que el ser imagen de Dios se identifique simplemente con la racionalidad humana o con su libertad (esos chispazos de la divinidad que ya veían filósofos como Platón o Aristóteles). Sin embargo, arroja muchas luces con mucha profundidad acerca de las fuentes últimas de la dignidad de la persona humana y, en consecuencia, de la indisponibilidad de la vida, desde una perspectiva teológica atractiva que se hace cargo de los dilemas del hombre de nuestra época.

La indisponibilidad de la vida humana es algo que pertenece a su misma esencia, cuya verdad más íntima sólo alcanza a comprenderse a cabalidad a la luz de la fe (con todo, debemos hacer la prevención de que la principal conclusión a la que apunta el texto no es la indisponibilidad de la vida, sino la apertura a la trascendencia).

El hombre no sólo tiene inteligencia y voluntad, a semejanza de Dios, sino que por eso es también capaz de conocerse y, en cierto sentido, poseerse a sí mismo. Porque puede poseerse a sí mismo es un ser-para-sí, abierto a lo que le es extrínseco, y por eso le fue dado dominio sobre toda la Creación. Siendo un ser miserable, pecador, e inacabado en muchos aspectos —“¿quién es el hombre, para que te acuerdes de él?” (Ps. VIII, 5)—, el hombre fue hecho poco inferior a los ángeles (cfr. Ps. VIII, 6; algunas traducciones hablan de “poco inferior a Dios”) y fue constituido sobre todas las obras salidas de las manos de Dios (cfr. Ps. VIII, 7). Pero junto con esta posición de superioridad frente a los demás seres creados, aparece como alguien infinitamente inferior a Dios e igual a los demás hombres. Cuando el hombre se encuentra a sí mismo en el hombre mismo y en la Persona divina de Cristo —Dios y Hombre verdadero— puede alcanzar a ver destellos del Misterio de Dios en su propio ser. Se trata de un misterio que él no se ha dado a sí mismo, con un destino que no depende de él y que no debe buscar controlar, sino que debe respetar, pues los más variados aspectos de lo que es humano son imagen de Dios mismo. Con más felices palabras lo dice Ratzinger:

Le pertenecen las plantas y los animales. Pero aquel que derrame sangre humana habrá de ver su sangre derramada por mano humana, pues Dios hizo al hombre en concordancia con su imagen. Y es aquí donde realmente se manifiesta aquello que se quiere decir con la afirmación de la semejanza de Dios: no es una definición en cuanto contenido, tampoco filosófica, sino que un enunciado fun­cional de máxima gravitación. El hombre es la imagen de Dios. A todo ser humano, con todo lo miserable, privado de derechos y pequeño que sea, le corresponde una dignidad, del todo independiente de su posición social y de su origen racial. A cada cual toca una dignidad que nadie le puede restar. En cuanto hombre es un bien de Dios, into­cable.

Al hombre pertenecen las cosas, pero él mismo no se pertenece a sí mismo. El hombre no es propiedad de nadie y no puede llegar a serlo. Esto resulta particularmente importante de escuchar en un mundo en que al esclavo se lo trata como emancipado, o como dere­cho real, o como propiedad, o como cosa. El hombre no es propiedad de nadie y tampoco es propiedad de sí mismo. Es aquel bien que el propio Creador ha reservado para sí. Ser a imagen y semejanza de Dios significa entonces y en primer lugar la fundamental igualdad de todos los hombres, el descubrimiento del hombre en el hombre; significa, también, el valor agregado del hombre frente a modos de contemplarlo meramente biológicos o sociológicos. Significa la santa invulnerabilidad del hom­bre, que decididamente jamás puede llegar a ser propiedad del hombre, pues este posee una dignidad gracias a la cual ahora y siempre destacará por sobre todo el resto de la creación. Y también significa —y pienso que esto nos atañe tanto más ahora— que el hombre jamás se poseerá a sí mismo como una cosa, significando, también, que se encuentra en sí mismo con lo completamente diferente, con lo misterioso, sobre lo cual no dispone, pero que debe respetar, es decir, se encuentra con el misterio, aquello que es inmensamente más grande que él mismo, o dicho en pa­labras de Pascal: “L’homme passe infinitement l’homme”. El hombre siempre será inconmensurablemente más que él mismo. Y nunca se es dado a sí mismo solo como cosa, ya que en él está presente ese misterio de la superación de sí mismo, que es lo que lo hace ser sí mismo.

Esta profunda verdad se abre en todo su esplendor en la Persona de Cristo, que siendo rico se hizo pobre por nosotros, que asumió nuestra naturaleza por nosotros y para nuestra salvación. Él es el nuevo Adán: “Elevado es el crucificado y toda elevación del hombre ha visto aquí señalado su camino. Solo puede ser elevación en el segundo Adán: en la co­munidad con él como la forma nueva y donada del ser hombre, que no procede de la factibilidad, sino del don del amor”. La apertura de la persona, que refleja el amor de Dios como en un espejo, dando amor a los demás, es la más auténtica vocación del hombre: la entrega, el salir de uno mismo para darse a los demás (“nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”, Ioh. XV, 13). El dilema fundamental de la libertad del hombre aparece así en la decisión entre el primer y el segundo Adán, cerrarse en el egoísmo o abrirse a Dios y a los demás. “La respuesta a la pregunta por el hombre es el dedo de Pilatos apuntando al rey coronado de espinas: este es el hombre (Ioh. XIX, 5)”.

«Derrotismo, motivos y esperanza» por Vicente Hargous

Quienes estamos involucrados en debates legislativos vimos con espanto que en la Cámara de Diputados se citó la Comisión de Mujer para iniciar, el miércoles 13 de enero, la discusión para “despenalizar” el aborto libre hasta las 14 semanas. Surgen recuerdos de la batalla por las tres causales, en la que el derrotismo comenzó a asumirse como postura vital en el sector provida.

Al avisar a muchas personas la noticia de la discusión que se avecina, que yo sabía que estarían involucradas en esta nueva batalla, ese derrotismo (que ya se olía en la discusión sobre eutanasia) se percibía con más frialdad y crudeza que antes: —“Será pos” —“A estas alturas hay poco que hacer”… La mayoría de las respuestas tenían más o menos ese tono. Es fácil dejarse llevar por el ambiente, por las cifras de las encuestas, por las opiniones de los que nos rodean… y quizás también por la división política en todos los sectores, por el peor Congreso de nuestra historia, por la debilidad de la Presidencia, por la crisis de la Iglesia… Lo realista parece ser mirar todo negro.

Esto me llevó a preguntarme qué es lo que buscamos realmente con las batallas legislativas a las que nos enfrentamos. Queremos defender la vida (las dos vidas) porque la dignidad de la persona humana nos lo exige: la vida humana es indisponible… Pero la guerra cultural ya la perdimos, y va a ser un trabajo de muy largo plazo recuperar terreno ahí. El dique está cada vez más agrietado —dejando escapar chorros de agua por distintos frentes— y está siendo rebasado por una ola de agendas progresistas promovidas por élites e importadas mediante organismos internacionales de derechos humanos y ONGs variopintas. ¿Para qué tapar esas inevitables fisuras que parecen multiplicarse con el paso del tiempo? ¿Qué nos mueve a luchar?… Tenemos alguna esperanza fundada de que lograremos postergar ciertos debates o atenuar efectos de leyes injustas, pero poco más. ¿Cuál es nuestra motivación?

La actitud derrotista, en el fondo, es una muestra de consecuencialismo y miopía secularizada. Si razonablemente podemos pensar que vamos a perder no significa que no debamos hacer nada. Nadie aquí —al menos no los que somos católicos— debería trabajar para conseguir ciertos resultados. Dios no nos pedirá cuentas por los resultados en términos absolutos, sino por nuestra lucha (que daremos siempre por amor a Dios y a los demás: “al caer la tarde te examinarán en el amor”). Sabemos que el dique hace agua, pero nuestra esperanza no es poder detener con nuestras solas fuerzas esa ola sucia y podrida —roja y verde— que se empeña en sumergir la tierra.

No.

Nuestra esperanza está en Cristo. La Cruz de Cristo es fuerza de Dios. Allí donde se ve nuestra debilidad es donde Dios mostrará su Misericordia. Quizás nos falta fe, esperanza y caridad —¡teologales!—, quizás hay que dejar de pensar estos combates en términos de consecuencias y empezar a verlos con los ojos del Señor de la Historia, cuyos miembros visibles que caminan en el tiempo somos nosotros mismos.

No bajaremos los brazos. La contienda es desigual, ¡pero ánimo y valor! ¡Porque nuestra guerra es escatológica! Nuestro enemigo es de orden sobrenatural —el a-nomos (non serviam), la auto-nomía (“seréis como dioses”)— y nuestras armas y nuestra esperanza y nuestra motivación deben ser también —siendo muy humanas— profundamente sobrenaturales.

Puede que la pelea esté perdida de cara a lo terreno, pero no de cara a Dios ni de cara a la historia. Cristo ya venció a la muerte y al pecado. Frente a la cultura de la muerte, hay que recordar que nunca estuvimos peor que aquél viernes en que Cristo fue elevado sobre la Cruz y murió por nosotros: ese es justamente el Evangelio de la Vida. El Misterio del hombre solamente se esclarece en el Misterio del Verbo encarnado. Cordero llevado al matadero, oveja muda ante los trasquiladores… al igual que los niños por nacer que serán abortados. “Esta es vuestra hora, y el poder de las tinieblas”, pero llegará el día en que amanecerá.

“Aquí no se rinde nadie”: fue el lema de los argentinos tras su derrota. Haremos lo que podamos —poniendo coto al mal— con los que estén dispuestos, con todas nuestras fuerzas; rezaremos como nunca; mojaremos la camiseta y lo dejaremos todo en la cancha… pero por bocover no vamos a perder.

«Soberanía y maternidad» por Cristóbal Aguilera

Les dejamos a continuación esta columna del miembro de nuestro directorio Cristóbal Aguilera publicada el 29 de enero en Controversia.

Hace unos días leí un tuit de una candidata a la Convención Constituyente que decía lo siguiente sobre la maternidad: «la maternidad será elegida, deseada y preparada o no será«. La frase condensa muy bien el anhelo soberanista que tiene capturada a nuestra cultura. Todo aquello que no es obra de nuestra voluntad, que no es querido y escogido expresamente por nosotros, puede ser deliberadamente desechado, aunque se trate de un niño que aún no ha nacido. La autonomía de la voluntad o, para decirlo con todas sus letras, el individualismo egoísta, se erige, así, como el principal principio y valor político y moral.

La frase, obviamente, busca justificar el aborto libre. El propósito es el siguiente: que las mujeres embarazadas puedan abortar a sus hijos sin ninguna barrera que se los impida. Si no quieren que nazcan, porque sencillamente no los desean, entonces el Estado debe permitirles (y facilitarles) acabar directamente con sus vidas.

Olvidan, sin embargo, una verdad ineludible: que la maternidad no se origina con el nacimiento, y que un hijo muerto en el vientre no borra la marca de dicha maternidad (como tampoco el abandono borra la marca de la paternidad). Se puede elegir abortar o no, pero no se puede elegir dejar de ser madre o padre de un hijo abortado (o abandonado). Y es que la naturaleza impone límites que son inquebrantables, por más esfuerzos que se hagan por negarlos o transgredirlos (esto lo saben mejor que nadie las mujeres que han cargado toda su vida, y muchas veces sin poder encontrar consuelo, con el peso de haber abortado un hijo).

El aborto es de los crímenes más horrendos que puede existir. Y el sentido común se rebela permanentemente ante aquellos que, por estos días, buscan deshumanizar la maternidad del modo más burdo posible, que es intentando explicar que el hijo que no ha nacido no es un verdadero hijo. Nadie, en realidad, cree algo así. Puede ocurrir que uno se aliene a tal punto que pierda la conciencia de lo que está haciendo. Pero la realidad, de pronto, nos vuelve a golpear como una piedra en los dientes.

Por eso es que muchos médicos abortistas, luego de años de haber practicado cientos, miles de abortos, se convierten en activistas pro-vida (como le ocurrió a Bernard Nathanson). Y por eso, incluso gobiernos que han impulsado el aborto, tienen destellos de lucidez: el mismo Ministerio de Salud que presentó el proyecto de aborto durante la administración de la expresidenta Bachelet, impulsó una campaña para desincentivar el tabaquismo durante el embarazo con el mensaje: “si fumas, intoxicas a tu hijo”.

El individualismo nos nubla la visión de la realidad al hundirnos en nosotros mismos, y dificulta que aceptemos el hecho tan obvio de que los hijos son un regalo, el más grande que podemos recibir. La lógica soberanista es completamente ajena a esta esfera de la vida que llamamos paternidad y maternidad, que es pura donación gratuita.

Los padres saben esto. Han experimentado en carne propia lo que significa ponerse en el segundo, tercer, y hasta último lugar de prioridades (con todas las lágrimas, dolores y sacrificios que esto implica). Y lo saben, también, porque han hecho vida la verdad de aquella máxima según la cual la auténtica felicidad consiste en darse completamente a otro, no en buscarse a uno mismo. 

Frente a los intentos de poner al individuo y sus deseos por sobre todas las cosas, hay una palabra muy potente en este mundo que constituye la principal piedra de tope de esta cultura individualista: “maternidad”. Es imposible poder comprender la maternidad (y paternidad) desde la lógica de la autonomía y la satisfacción de los propios deseos. El desafío cultural es, en cambio, volver a mirar la maternidad como un misterio insondable, que se trata de la transmisión y origen de una vida humana que nos convierte en padres y madres, ante lo cual nuestra primera reacción debería ser la gratitud y el homenaje.

«Ley Zamudio 2.0» por Álvaro Ferrer

Les dejamos a continuación esta columna escrita por nuestro Director Ejecutivo Álvaro Ferrer publicada el 27 de enero en Controversia.

Nuestro Congreso Nacional es muy hermético. Impresiona lo poco que se sabe en la calle e incluso en la opinión pública sobre lo que pasa adentro: algunos nombres que suenan (y que suelen coincidir con los que figuran en los matinales), algunos proyectos polémicos (retiro del 10%, 40 horas, la agenda del lobby LGBT, escaños reservados para pueblos “originarios”…), las infaltables chimuchinas politiqueras para la galucha… Pero hay proyectos que pasan completamente desapercibidos. Hasta cierto punto, no es algo que deba sorprendernos; después de todo, ¿qué otra cosa podríamos esperar si tenemos un Congreso que sesiona permanentemente regulando todo tipo de aspectos de nuestra vida, con casi cincuenta comisiones en ambas cámaras? La capacidad de los medios de comunicación simplemente no da el ancho para mostrar todo.

Uno de los proyectos que ha pasado desapercibido es el que modifica la ley contra la discriminación (mejor conocida como “ley Zamudio”). Resulta que a ciertos senadores (y, por cierto, a las organizaciones del lobby LGBT bajo cuyo alero esos senadores presentaron el proyecto), inspirados en la infaltable obediencia servil a un tratado no ratificado por Chile (la Convención Interamericana contra toda forma de Discriminación e Intolerancia), les parecía poco sancionar la discriminación arbitraria, previo justo y racional procedimiento para acreditarla. ¿Por qué? La razón que ellos esgrimen es sencilla: no veían que hubiese suficientes personas condenadas por discriminación. Dado que somos un país estructuralmente discriminador —nos dicen— debería haber muchas personas condenadas por discriminación. Si no las hay —continúa su razonamiento— es porque la ley vigente es obstruccionista, protege al discriminador y resulta, por ende, insuficiente. Con semejantes premisas la discusión está ganada. La pregunta que sigue es qué precio estamos dispuestos a pagar para asegurar que el demandado sea siempre casi siempre vencido en juicio. La respuesta que han dado es la de tirar toda la carne a la parrilla.

Para conseguir dicho cometido, entre otras medidas, el proyecto cambia la definición de discriminación, haciéndola autónoma, desvinculada de la vulneración a algún derecho distinto de la “no discriminación”, y dándole aplicación no sólo en los actos efectivos de diferenciación, sino también en las meras “preferencias” personales (¿qué significa eso? ¿cuál sería el límite? Cada vez que elegimos algo hay una preferencia: si Pedro le compra pan a doña Juana y no a don Jorge, en caso de que él pertenezca a una «categoría sospechosa”, como el ser adulto mayor o tener alguna discapacidad intelectual… ¿sancionaremos a Pedro?). Por otro lado, y mucho más importante todavía, en su estado actual el proyecto agrega una serie de requisitos imposibles de reunir en la práctica para lograr acreditar que un acto de diferenciación ha sido razonable (como lo son la inmensa mayoría). Hoy basta con justificar la distinción en el ejercicio legítimo de un derecho fundamental o una finalidad constitucionalmente legítima (por ejemplo, la libertad de una empresa para contratar a una persona por sus competencias, y no por su pertenencia a un grupo oprimido, o la libertad de un colegio para tener profesores que sigan su proyecto educativo). Como eso parecía insuficiente para los autores, el proyecto hoy exige, además, una “justificación objetiva en atención a una finalidad legítima” (¿no es ya legítimo el ejercicio de un derecho?), que los medios para el acto de diferenciación sean “necesarios, idóneos y proporcionales” (debiendo probarse cada uno de estos elementos) y que ellos “no generen estigmatización o menoscabo de quienes se vean afectados por la distinción”. ¡Vaya a saber uno de qué manera podría no causarse ningún menoscabo con un acto de diferenciación! Por definición es imposible: si en un proceso de contratación de una empresa elijo a una persona competente por sobre otra que pertenezca a una “categoría sospechosa” (es decir, a una clase “oprimida”, a la que ha de pertenecer el sujeto que reclama discriminación), por cierto que le causaré un cierto menoscabo, pero la decisión sigue siendo perfectamente legítima.

A estas medidas, completamente irracionales, los autores del proyecto suman otras más de grueso calibre, como la alteración de la carga de la prueba, para que empiece ganando el partido el demandante, borrando de un plumazo la presunción de inocencia. El texto en esa parte es una copia literal de una norma del Código del Trabajo, donde parece razonable que exista, pero que aquí es completamente improcedente por el número interminable de hipótesis de aplicación que esta ley podría tener. También destaca la absoluta desproporción de la multa, una indemnización con monto mínimo de 40 UTM, la prohibición de las mal llamadas “terapias de conversión” (incluso si las solicita el interesado por libre iniciativa), entre otras modificaciones igualmente injustas.

Lo que más llama la atención no es que este proyecto pase oculto frente a la opinión pública, sino el nivel de irracionalidad a que puede llevar el pensamiento ideológico.

«Proyecto Deficiente» por Daniela Constantino

Les dejamos a continuación esta carta publicada el 27 de enero en en La Tercera de Daniela Constantino de nuestro equipo legislativo.

Señor Director:

Se está tramitando en el Senado un proyecto de ley que propone reformar la “ley Zamudio”. Éste parte de la base que la baja aplicación de la ley se debe a su falta de rigor, por lo que intenta establecer mecanismos que, prácticamente, aseguren una condena al que ha sido demandado por discriminar.

Esto no suena tan mal, pero, en primer lugar, un demandado por discriminación no siempre ha cometido el hecho que se le imputa. En este proyecto se propone una alteración infundada de la carga de la prueba, lo que limita de forma injusta el derecho a defensa. A esto se suma la eliminación de la sanción por denunciar sin fundamentos.

Un segundo problema es la definición de discriminación arbitraria, que no solo es muy amplia, sino que confusa: incorpora como discriminatorias las meras “preferencias”, sin definirlas. Si alguien prefiere a una persona (para un trabajo, para lo que sea) y lo demandan por ello, será el demandado quien tendrá que demostrar por qué su preferencia tiene una justificación razonable, siendo esto último casi imposible de demostrar.

Esta ley es técnicamente muy deficiente y retrocede en triunfos que ya teníamos por alcanzados, que son básicos en un estado de derecho, atentando contra principios mínimos de racionalidad y justicia.

Daniela Constantino

Equipo Legislativo, Comunidad y Justicia

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«Nuestra especial singularidad» por Cristóbal Aguilera

Les dejamos a continuación esta columna publicada el 21 de enero en El Líbero del miembro de nuestro directorio Cristóbal Aguilera.

Siempre me ha parecido notable el comienzo de Grandes Esperanzas de Dickens. Pip, de pronto, como un hecho maravilloso y mágico, cae en la cuenta de que él es él. Lo hace, es cierto, en medio de un cementerio, de noche, apunto de ser amenazado de muerte por un delincuente prófugo de la justicia (¿qué diablos estaba haciendo ahí?). Lo importante es, sin embargo, y para efectos de nuestros desafíos culturales, que Pip se da cuenta de su propia personalidad. Por así decir, se mira al espejo –del alma– y descubre que él es unyo.

Si hay algún consenso en estos tiempos turbulentos, es que el individualismo es algo dañino. La pandemia nos ha ayudado a tomar consciencia de nuestra naturaleza social (aunque sea desde un punto de vista meramente instrumental). Se critica a aquellos que solo buscan su propio bienestar a costa de los demás, como lo hacen los empresarios que exprimen a sus trabajadores a fin de aumentar sus ganancias o como también lo hacen los jóvenes que se trasladan al litoral central a pasarlo bien sin distancia social. La cultura individualista es algo que, sin duda, debemos superar.

Pero el rechazo al individualismo también puede ser ideológico si este supone dejar de mirar por completo al individuo y olvidar su riqueza. En algún sentido, la persona es una parte del todo… pero, a su vez, la persona es un fin en sí mismo. La crítica al individualismo, así, no nos debe llevar a un colectivismo que pasa por alto la dignidad humana (más aún cuando ese colectivismo, como se propone hoy día, es sinónimo de estatismo). El problema, sin embargo, es que poco a poco hemos ido olvidando la relevancia de la dignidad humana, porque hemos también olvidado su fundamento. Así, por ejemplo, no es extraño escuchar reclamos en favor de la dignidad que van acompañados de funas o, incluso, de violencia en contra de los “enemigos” (que se nos olvida que también son personas).

Muchos de nuestros desafíos culturales suponen aceptar (o volver a) lo obvio, y este caso no es la excepción. En este sentido, debemos tomar consciencia –como lo hizo Pip consigo mismo– de que todos somos personas… es decir, de que todos somos valiosos por el hecho de ser tales, de que cada uno de nosotros es único e irrepetible, y de que esta especial singularidad exige un reconocimiento social que es nuestra dignidad. Muchos de los vicios de nuestra época, como el poco valor que le damos a la amistad, el tedio en que permanentemente estamos sumidos, la obsesión por la tecnología, se deben –en cierto modo– a que olvidamos que todos somos un “alguien” que tiene una riqueza inagotable por reconocer (y comunicar).

Si verdaderamente creyéramos esto, es decir, que cada uno es un tesoro por descubrir (y por donarse a los demás), muy diverso sería el panorama actual. Muchos debates contemporáneos serían abordados de distinto modo, como la eutanasia que termina directamente con la vida de una persona que sufre. El reto es, en consecuencia, salir de nosotros mismos, pero no para perdernos en la masa, sino para poder valorar con más perspectiva la riqueza propia y de los demás (de cada uno).

Foto de Canva.

«Contradicciones de la cultura de la muerte y reflexiones de la cultura de la vida» por Vicente Hargous

Les dejamos a continuación esta columna de nuestro investigador Vicente Hargous publicada el 15 de enero en «Voces» de La Tercera.

Toda postura sobre la eutanasia supone una visión de la persona, de la sociedad y de lo trascendente. Aquí nadie puede hablar desde el pedestal inmaculado de los datos empíricos: lo que ocurre de hecho no siempre es justo. La justificación de un acto siempre supone un criterio según el cual valoramos una conducta como buena o mala. 

Más allá de los artículos del proyecto de ley en tramitación, vale la pena reflexionar sobre los argumentos más usados. A nivel de calle (y también en la sala de la Cámara de Diputados) se suelen poner ejemplos: casos hipotéticos en que un paciente especialmente débil —viejo, enfermo terminal, sin recursos suficientes para cubrir su enfermedad si quisiera dejar algo a su descendencia, etcétera— es coaccionado a permanecer vivo. Persuasivo: surge espontáneamente un sentimiento de compasión. Nos tienta a decir que es cruel mantener con vida al paciente. La eutanasia sería un acto de compasión.

Por otro lado, lo más frecuente, dentro y fuera del Congreso, es que la (supuesta) justificación de la eutanasia tenga su fundamento en la autonomía: el soberano que no le debe nada a nadie; el autónomo que busca imprimirle sentido a su vida mediante el control; el individuo que, sin ver nada más que su propio cuerpo, no quiere más que placer y bienestar corporal; el consumidor que quiere desechar la vida a la que le faltó “calidad de vida”. La eutanasia sería un acto de ejercicio de autonomía.

Entre ambos fundamentos existe una tensión interna que puede llegar a ser contradictoria, porque la compasión es siempre de un tercero (heterónoma), mientras que las decisiones autónomas son del paciente mismo. Eso, en última instancia, significa que existen dos fundamentos éticos contradictorios: el sentimentalismo hedonista contra el individualismo. Matar por compasión y obligar a los médicos a matar porque el paciente lo quiere: otra tensión entre la autonomía del paciente y la conciencia del médico (o, al menos, contra el ideario de una institución). La cultura de la muerte está plagada de contradicciones que son fruto, a fin de cuentas, del nihilismo que busca controlarlo todo (bajo el cual subyace a su vez la contradicción de una libertad vacía, dirigida a la nada, a la aniquilación). Se trata de una renuncia a la pregunta por el sentido del dolor y de la muerte… Una pregunta que es inevitable: el ateo tampoco puede escapar de la muerte.

La cultura de la vida, en cambio, intenta responder a la pregunta del sentido… Y viene la caricatura: “¡eso es religioso! ¡tenemos un Estado laico! ¿¡Cómo es posible que en el siglo XXI digan esas cosas!?”. Ciertamente, los católicos sabemos que el fundamento último de la dignidad de la persona humana reside en ser imagen y semejanza de Dios por creación, pero no por eso vamos a usar ese argumento de cara a los no creyentes para “imponer nuestras creencias religiosas”. Esa convicción, más bien, sostiene nuestro ánimo, pero los argumentos que exponemos, por regla general, sí pueden llegar a conocerse sin la fe.

No hace falta ser católico para ver que una sociedad que descarta a sus enfermos graves es una sociedad enferma, que ve la vida como un bien de consumo funcional al placer o a la producción. Frente a ella, la cultura de la vida se alza con firmeza como una propuesta sólida que apuesta por la dignidad inherente de la persona, por su rol en la sociedad y por la apertura a la trascendencia. La vida jamás es indigna (ni puede decirse que debe pasar cierto “control de calidad”): puede ser dolorosa, pero nunca su dignidad puede depender de la falta de “calidad” que otros puedan atribuirle (por “compasión”) ni de la autonomía vacía de un sujeto que considera que su vida carece de sentido. La dignidad de la persona es intrínseca. Ella nos obliga a aliviar el dolor del que sufre y a acompañarlo, y nos impide en cualquier caso matar directamente a una persona inocente. La pregunta por el sentido es misteriosa… la persona humana es un ser inevitablemente encaminado hacia la muerte (aunque no parece que seamos para-la-muerte), pero a la vez es un ser que, por su sed de inmortalidad y la angustia o indigencia frente a la muerte, parece ser para-lo-absoluto. Quizás alguno no crea en eso, pero que toda la sociedad renuncie a la pregunta sería un fracaso ético y político que nos saldrá caro en el futuro.

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