«Contradicciones de la cultura de la muerte y reflexiones de la cultura de la vida» por Vicente Hargous
Les dejamos a continuación esta columna de nuestro investigador Vicente Hargous publicada el 15 de enero en «Voces» de La Tercera.
Toda postura sobre la eutanasia supone una visión de la persona, de la sociedad y de lo trascendente. Aquí nadie puede hablar desde el pedestal inmaculado de los datos empíricos: lo que ocurre de hecho no siempre es justo. La justificación de un acto siempre supone un criterio según el cual valoramos una conducta como buena o mala.
Más allá de los artículos del proyecto de ley en tramitación, vale la pena reflexionar sobre los argumentos más usados. A nivel de calle (y también en la sala de la Cámara de Diputados) se suelen poner ejemplos: casos hipotéticos en que un paciente especialmente débil —viejo, enfermo terminal, sin recursos suficientes para cubrir su enfermedad si quisiera dejar algo a su descendencia, etcétera— es coaccionado a permanecer vivo. Persuasivo: surge espontáneamente un sentimiento de compasión. Nos tienta a decir que es cruel mantener con vida al paciente. La eutanasia sería un acto de compasión.
Por otro lado, lo más frecuente, dentro y fuera del Congreso, es que la (supuesta) justificación de la eutanasia tenga su fundamento en la autonomía: el soberano que no le debe nada a nadie; el autónomo que busca imprimirle sentido a su vida mediante el control; el individuo que, sin ver nada más que su propio cuerpo, no quiere más que placer y bienestar corporal; el consumidor que quiere desechar la vida a la que le faltó “calidad de vida”. La eutanasia sería un acto de ejercicio de autonomía.
Entre ambos fundamentos existe una tensión interna que puede llegar a ser contradictoria, porque la compasión es siempre de un tercero (heterónoma), mientras que las decisiones autónomas son del paciente mismo. Eso, en última instancia, significa que existen dos fundamentos éticos contradictorios: el sentimentalismo hedonista contra el individualismo. Matar por compasión y obligar a los médicos a matar porque el paciente lo quiere: otra tensión entre la autonomía del paciente y la conciencia del médico (o, al menos, contra el ideario de una institución). La cultura de la muerte está plagada de contradicciones que son fruto, a fin de cuentas, del nihilismo que busca controlarlo todo (bajo el cual subyace a su vez la contradicción de una libertad vacía, dirigida a la nada, a la aniquilación). Se trata de una renuncia a la pregunta por el sentido del dolor y de la muerte… Una pregunta que es inevitable: el ateo tampoco puede escapar de la muerte.
La cultura de la vida, en cambio, intenta responder a la pregunta del sentido… Y viene la caricatura: “¡eso es religioso! ¡tenemos un Estado laico! ¿¡Cómo es posible que en el siglo XXI digan esas cosas!?”. Ciertamente, los católicos sabemos que el fundamento último de la dignidad de la persona humana reside en ser imagen y semejanza de Dios por creación, pero no por eso vamos a usar ese argumento de cara a los no creyentes para “imponer nuestras creencias religiosas”. Esa convicción, más bien, sostiene nuestro ánimo, pero los argumentos que exponemos, por regla general, sí pueden llegar a conocerse sin la fe.
No hace falta ser católico para ver que una sociedad que descarta a sus enfermos graves es una sociedad enferma, que ve la vida como un bien de consumo funcional al placer o a la producción. Frente a ella, la cultura de la vida se alza con firmeza como una propuesta sólida que apuesta por la dignidad inherente de la persona, por su rol en la sociedad y por la apertura a la trascendencia. La vida jamás es indigna (ni puede decirse que debe pasar cierto “control de calidad”): puede ser dolorosa, pero nunca su dignidad puede depender de la falta de “calidad” que otros puedan atribuirle (por “compasión”) ni de la autonomía vacía de un sujeto que considera que su vida carece de sentido. La dignidad de la persona es intrínseca. Ella nos obliga a aliviar el dolor del que sufre y a acompañarlo, y nos impide en cualquier caso matar directamente a una persona inocente. La pregunta por el sentido es misteriosa… la persona humana es un ser inevitablemente encaminado hacia la muerte (aunque no parece que seamos para-la-muerte), pero a la vez es un ser que, por su sed de inmortalidad y la angustia o indigencia frente a la muerte, parece ser para-lo-absoluto. Quizás alguno no crea en eso, pero que toda la sociedad renuncie a la pregunta sería un fracaso ético y político que nos saldrá caro en el futuro.
Entrevista a Ignacio Suazo por Proyecto de Ley de Eutanasia
El 10 de enero el Encargado del Área de Investigación de nuestra Corporación Ignacio Suazo fue invitado por el canal Tendencias Prime para hablar acerca del proyecto de ley de Eutanasia y nuestro libro «Un Atajo Hacia la Muerte» publicado en mayo del 2020.
Te dejamos la entrevista completa en el siguiente enlace:
EWTN Noticias: Entrevista a Vicente Hargous por Proyecto de Ley de Eutanasia
El miércoles 13 de enero Vicente Hargous, miembro del Equipo de Investigación de nuestra Corporación fue invitado a EWTN Noticias para hablar acerca del proyecto de ley de Eutanasia que se encuentra tramitando actualmente en el Congreso.
Nuestro investigador también habló acerca del libro lanzado en mayo del 2020 por el encargado del Área de Investigación de Comunidad y Justicia Ignacio Suazo junto a la abogada Sofía Huneeus titulado «Un Atajo Hacia la Muerte» . Texto que presenta las principales problemáticas relacionadas con la aplicación de la Eutanasia, basándose en la experiencia internacional.
Te dejamos la entrevista completa aquí:
«Del rol social del Estado al rol de la persona en sociedad» por Cristóbal Aguilera
Les dejamos a continuación esta columna escrita por el miembro de nuestro directorio Cristóbal Aguilera publicada el 07 de enero en El Líbero.
La discusión constitucional parece capturada por la pregunta sobre el rol del Estado en materia social. Sin embargo, la otra cara de la moneda de esta interrogante –que suele no advertirse– es la pregunta sobre el rol de la persona en la sociedad. Ambas cuestiones, en efecto, están íntimamente implicadas y se unen en el concepto de bien común.
La nuestra es una época que exalta equivocadamente la dimensión individual de la persona. Toda referencia a lo social parece ser algo meramente instrumental. De este modo, cuando se habla de bien común, generalmente se habla de la satisfacción de las necesidades del individuo, necesidades que solo son sociales en el sentido de que requieren a otros para satisfacerlas, pero no para compartirlas y realizarlas. Esto ha llevado, casi inevitablemente, a desvalorizar los vínculos. A tal punto ha ocurrido esto, que hoy predomina también una cultura según la cual la verdadera libertad del individuo (del yo) consiste en emanciparse de las relaciones sociales, olvidando que el bien para la persona es siempre un bien compartido, un bien que se da en y con los demás (el polémico video de la Defensoría de la Niñez de hace un tiempo nos ofreció una evidencia paradigmática de esto último).
Exaltar ideológicamente la dimensión individual de la persona –es decir, olvidar que su propia plenitud se encuentra precisamente en sociedad– es un error. Con todo, no toda comprensión y referencia a la individualidad de la persona lo es. No es posible, de hecho, hablar de la dimensión social de la persona sin pensar que cada uno es máximamente individual: único e irrepetible.
Cada uno tiene (es) una riqueza o dignidad interna –su propia personalidad– que está llamada precisamente a comunicar a los demás. La individualidad es lo que hace posible la vida en comunidad o, dicho de otro modo, la individualidad es lo que hace posible la amistad. En este sentido, la dimensión social de la persona es su propia apertura a los otros. Incluso podemos decir que en esto consiste el mayor bien social: en la propia donación de la persona a los demás. Bajo esta perspectiva, los vínculos sociales no son cadenas que haya que quebrar para conseguir la verdadera libertad, para que pueda surgir el verdadero yo, sino que son bienes en sí mismos en los cuales nos realizamos. Así, la comunidad política o la familia, por poner dos ejemplos, no son medios o instrumentos para la satisfacción individual, sino que son relaciones en sí mismas valiosas, aún cuando impliquen sacrificios personales en favor de ella (de los demás, de todos).
Del modo en que se comprenda la realización de la persona en comunidad (y, consecuentemente, del modo en que se valoren los vínculos sociales), se sigue el modo en que se comprende el rol de la persona en la sociedad. Es obvio que el hecho de hablar de comunidad supone pensar en que hay algo que nos une, algo que es común. Sin embargo, ¿en qué consiste eso que es común? ¿El bien común es únicamente la satisfacción de las necesidades de la vida a fin de que cada uno haga con su vida lo que mejor le plazca, o hay algo más? ¿Existe un deber de los ciudadanos de colaborar en la consecución de este bien común? ¿Es posible que la sociedad pueda progresar sin una verdadera amistad social?
El rol del Estado en materia social, a su vez, se sigue de lo anterior. Si pensamos que no existe el deber de los ciudadanos de contribuir al bien de la sociedad de la cual son miembros y que este bien consiste únicamente en la satisfacción de las necesidades de la vida (algo en lo cual ciertos liberales de izquierda y derecha estarían de acuerdo), podemos concluir que el Estado puede –e incluso debe– asumir la titularidad de actividades como educación, salud o pensiones (alguien debe hacerlo). En cambio, si aceptamos una postura contraria, se puede defender que el rol del Estado es promover y colaborar con la realización del bien común, el cual supone mucho más que la provisión de bienes esenciales para la vida, y que por lo mismo le corresponde primera y principalmente a los ciudadanos. En algún sentido, la disputa constitucionalmente relevante entre proyectos que –matices más, matices menos– denominamos Estado de Bienestar y Estado Subsidiario encuentra sus fundamentos en este nivel de reflexiones.
De este modo, una buena forma de avanzar en el debate sobre el rol del Estado que la Convención Constitucional deberá abordar, y así salir de una discusión que a ratos parece un diálogo de sordos, consiste en indagar en los fundamentos antropológicos que subyacen a cada una de las propuestas, los cuales usualmente no son advertidos ni explicitados.
Ciclo de Conversaciones: Bases para un Acuerdo Constitucional «Derechos Sociales y Económicos»
El 6 de enero se desarrolló el penúltimo conversatorio del Ciclo de Conversaciones: Bases para un Acuerdo Constitucional organizado por Corporación Comunidad y Justicia junto a Fundación Jaime Guzmán, Idea País, Horizontal Chile, Instituto de Estudios de la Sociedad, Libertad y Desarrollo, Fundación Piensa, Instituto Res Pública, Instituto Libertad, Acción Educar y Ciudad Austral.
El conversatorio tuvo como invitados a Magdalena Ortega, Directora del Área Constitucional de IdeaPaís; Víctor Manuel Avilés, miembro del directorio del Instituto Libertad; Vicente Hargous Investigador de nuestra Corporación; Magdalena Vergara, Directora Ejecutiva de Acción Educar; y moderado por Juan Pablo Rodríguez, Director Ejecutivo de la Fundación Piensa.
Vicente Hargous, señaló que los «derechos sociales son prestaciones materiales mínimas y necesarias para que las personas puedan desenvolverse en sociedad para que puedan alcanzar su propia plenitud».
Además, destacó la importancia de la subsidiariedad y la solidaridad en la discusión constitucional explicando que el primer principio no solo se reduce a que el Estado debe hacerse cargo de ayudar a la sociedad, sino que todos los miembros deben colaborar unos con otros.
Sin embargo, aclara que «ayudar nunca puede significar ahogar o restringir la libertad» y añadió que «la subsidiariedad exige un respeto irrestricto a la libertad para establecer colegios y universidades privadas con ideario propio, el derecho y deber de los padres de educar a sus hijos», entre otros.
Nuestro investigador sostuvo que la solidaridad es una virtud que corresponde a la «determinación perseverante por buscar el bien común» y el «principio rector del orden social». Añadió que la persona no puede alcanzar su fin en su propia individualidad, sino que vive en sociedad y gracias a este principio todo Estado debe encaminarse hacia el bien común.
Puedes encontrar la charla completa en el siguiente enlace:
«Eutanasia y falta de diálogo» por Vicente Hargous
Les dejamos a continuación esta carta publicada el 07 de enero en La Tercera escrita por Vicente Hargous, Asesor Legislativo de nuestra Corporación.
Señor Director:
Esta semana, en la Comisión de Salud ocurrió un hecho realmente impactante. Los doctores Carolina Valdebenito y Juan Pablo Jaeger fueron tratados sin ningún respeto por ciertos miembros de la comisión. Iban a exponer acerca de los cuidados paliativos y el enfoque que tienen en el proyecto. Si bien es verdad que fueron invitados a pronunciarse sobre aspectos particulares del articulado, se los trató bruscamente desde un comienzo, se les insistió en ser breves y referirse solamente a un artículo y alguna vez no se les concedió la palabra para responder a las preguntas legítimas de los diputados de la comisión (incluyendo las de algunos que están a favor de la eutanasia, como el diputado Juan Luis Castro). Los comentarios de los expositores eran también pertinentes al tema en votación. A todo esto se suma el hecho de que no fueron oídos médicos paliativistas en la discusión general del proyecto, siendo que precisamente ellas son las personas más calificadas para hablar acerca del sufrimiento de los pacientes y el modo de enfrentar la muerte. Me parece que ha quedado en evidencia la actitud de cierta izquierda ideológica, cerrada a escuchar opiniones distintas, incluso de quienes tienen más experiencia y conocimiento en el tema. Al parecer, únicamente buscan que la eutanasia sea aprobada del modo más “liberal” posible (es decir, sin trabas, como la de aliviar el sufrimiento del paciente antes de tomar una decisión de ese calibre).
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«Eutanasia: ¿Simplemente autonomía?» por Cristóbal Aguilera
Les dejamos a continuación esta columna del miembro de nuestro directorio Cristóbal Aguilera publicada el 05 de enero en La Tercera.
De un tiempo a esta parte, el diputado Vlado Mirosevic se ha dedicado a impulsar el proyecto que legaliza la eutanasia (recientemente aprobado por la Cámara de Diputados). En síntesis, el principal –si no único– argumento que ha enarbolado es el siguiente: hay que respetar la autonomía de las personas. En sus palabras, con la iniciativa: “No se mata a nadie. Simplemente se trata de respetar la voluntad del paciente”.
No deja de llamar la atención la palabra “simplemente” que utiliza el diputado. Para decirlo con todas sus letras, pensar que la disputa sobre la eutanasia enfrenta a quienes respetan la autonomía de las personas y quienes la desprecian es una frivolidad. En todo caso, este es, en general, el tipo de razonamiento que ofrece el mundo progresista: mientras se cree estar defendiendo una opción “liberal”, lo que en realidad se hace es evitar tomarse en serio la discusión.
En el caso del debate sobre la legalización de la eutanasia, esta falta de seriedad se puede advertir en dos aspectos de la discusión.
Por un lado, no hay que perder de vista que lo que busca legitimar el proyecto es matar a una persona. Se pueden ofrecer diversos argumentos para justificar esta conducta (como la voluntad del paciente); sin embargo, intentar obviar, considerar irrelevante o negarse a discutir sobre la acción que se intenta legalizar implica cerrar deliberadamente los ojos ante lo más importante. ¿Cómo es posible que se afirme –como lo hace Mirosevic– que “no se mata a nadie” cuando lo que el proyecto permite es administrarle una sustancia letal a un paciente?
Lo anterior es menos simple aún si consideramos que a quien se elimina no es un animal o una planta, sino una persona. Hablar de persona es hablar de dignidad, y hablar de dignidad es hablar de derechos humanos. Acabar directamente con una vida humana significa borrar su dignidad y derechos humanos. Es absurdo justificar la violación de un derecho humano en razón de la autonomía de la víctima, pues ello supone negar aquello que precisamente permite adjetivar como “humanos” estos derechos: su carácter de indisponibles. Por lo demás, es difícil pensar que incluso el más liberal o progresista esté dispuesto a legitimar la tortura en la medida en que quien se somete a ella lo haga libre y autónomamente.
Hay también un segundo aspecto donde se puede apreciar la falta de seriedad aludida, y tiene que ver con el modo en que se conciben los efectos del proyecto de eutanasia. En efecto, argumentar que las decisiones políticas de esta naturaleza lo único que hacen es resguardar derechos individuales y ampliar la esfera de autonomía de las personas es no saber ni estar consciente de lo que se está haciendo y proponiendo.
Se quiera o no aceptar, una ley que legitima la eutanasia terminará inevitablemente desvalorizando la vida humana que sufre. La legislación es un factor cultural y, como tal, supone y lleva implícita una moral. Este caso no es la excepción, y es fácil ver la cultura del descarte que subyace a la iniciativa. Es una grave inconsciencia e irresponsabilidad política no advertir que este proyecto, de aprobarse, tendrá peligrosas implicancias en la forma en que se piensa, comprende y valora socialmente la vida en su etapa terminal (como ha comenzado a ocurrir con la vida en su etapa inicial por culpa del aborto).
Y todo esto –como es obvio– afectará –también inevitablemente– la vida privada de las personas. Por de pronto, la ley le impondrá injustamente la carga a los pacientes que sufren de tener que justificar su vida (¿por qué no escogen de una vez la salida fácil, humana, legal y socialmente legitimada de la eutanasia?), con el riesgo permanente de convertirlos en meros pesos económicos y emocionales para su familia y el Estado.
Lo que está en juego con la eutanasia –valga la pena decirlo una y otra vez– es el respeto que le reconocemos a la vida humana. Esto es lo principal. Reducir la discusión a la autonomía es, en consecuencia, una frivolidad.
«¿Y las misas?» por Juan Ignacio Brito
Les dejamos a continuación esta carta escrita por el miembro de nuestro directorio Juan Ignacio Brito publicada el 31 de diciembre en El Mercurio.
Señor Director:
El día de ayer el Gobierno anunció una serie de medidas que permitirían a los residentes de comunas en Fase 2 salir de vacaciones. No quiero entrar a criticar dicha iniciativa: el turismo es fuente de trabajo para miles de personas, y es necesario que tras un año difícil las personas puedan tomarse un tiempo para descansar.
Así, playas, restaurantes y otros sitios turísticos abrirán. ¿El aforo? Dependerá de la capacidad de cada uno de dichos lugares. Sin embargo, las iglesias de comunas en Transición, sólo podrán recibir un máximo de 10 personas en su interior- y esto sólo de lunes a viernes-. Dicha medida ni siquiera fue modificada para que los fieles pudiesen asistir a Misa el día de Navidad.
¿Acaso es necesario que una actividad tenga impacto directo en la economía para que así se establezca un permiso especial para realizarla? Tristemente hemos caído en un materialismo extremo, donde casi no se ha hablado del grave daño que se le hace a la sociedad cuando se la separa de su dimensión trascendente- esa que, por cierto, la hace más propiamente humana-. La celebración pública de la fe es una actividad esencial, no una meramente recreativa o social.
Un Atajo Hacia La Muerte: consideraciones, problemas y propuestas sobre la eutanasia para el debate en Chile
Autores: Ignacio Suazo y Sofía Huneeus
A comienzos de 2018, el caso de Paula Díaz, una joven de 19 años que solicitó la eutanasia al entonces recién electo Presidente, Sebastián Piñera, revivió tanto en el Congreso Nacional como en los medios de comunicación la discusión acerca de la muerte médicamente asistida en nuestro país. El debate llegó en un momento en el que supuestamente un mayor número de chilenos apoyan su legalización. Sin embargo, en torno a este procedimiento sigue existiendo una gran ignorancia: ¿se trata de una idea moderna o es un uso tradicional? ¿Qué tan extendida se encuentra su práctica alrededor del mundo? ¿Qué actos médicos pueden considerarse como eutanasia y cuáles no? ¿Es acaso eutanasia dejar de alimentar a un enfermo postrado o sedar a quien padece fuertes dolores, sabiendo que esto podría acelerar su muerte?
Este libro procura dar respuesta a estas y otras preguntas, poniendo a disposición del lector, a través de tres capítulos, lo fundamental de la literatura filosófica, empírica e histórica para enfrentar el debate. La perspectiva desde la que este se aborda no pretende ser neutra: sus autores están en contra de su legalización y a través de estas páginas, intentarán mostrar por qué.
Ignacio Suazo Zepeda, investigador en Comunidad y Justicia, Sociólogo y Magíster en Sociología en la Pontificia Universidad Católica de Chile
Sofía Huneeus Alliende, abogada de la Pontificia Universidad Católica de Chile y ex investigadora de Comunidad y Justicia.
Publicado en mayo de 2020
Nº de páginas: 106
ISBN N° 978-956-09386-0-2
«El pesebre y la condición humana» por Cristóbal Aguilera
Les dejamos a continuación la columna del miembro de nuestro directorio Cristóbal Aguilera publicada el 24 de diciembre en El Líbero.
Desde que comenzó el período de Adviento, junto con mi familia hemos decidido rezar todas las noches delante de un pesebre que hicimos con palitos de helado. Y, como ya es tradición, después de un par de oraciones les cantamos una canción a Jesús y otra a María. Mientras entonamos la primera canción, mi hijo mayor de 4 años se ha acostumbrado a tomar la figurita del niño y mecerla en sus manos. La escena –como es obvio– me ha conmovido y me ha tenido pensando durante estos días: un niño pequeño se imagina tener en sus brazos a un niño aún más pequeño al que reconoce como su Dios. La canción –una típica oración de niños– termina así «Jesusito de mi vida (…) te doy mi corazón, tómalo, guárdalo, tuyo es, mío no».
La escena del pesebre es aplastante. Como decía Chesterton, de algún modo condensa las paradojas del cristianismo: «que las manos que habían hecho el sol y las estrellas eran demasiado pequeñas para alcanzar a tocar las enormes cabezas de los animales». Un golpe de humildad, de realidad. Una revelación de nuestra condición humana.
Pero vivimos en un mundo que justamente se rebela ante nuestra condición de criaturas. ¿Caer a los pies de un niño, de un pobre niño cuya autonomía ni siquiera ha progresado? ¿Reconocer a ese recién nacido, que luego se dejaría golpear sin oponer resistencia, como nuestro Dios? ¿Qué tiene de Dios esa pobre criatura que ni siquiera encontró lugar en el mundo para nacer? ¿Ante ese pequeño debemos decir, junto a su Madre, «henos aquí, esclavos del Señor»?
La tentación de la protesta, de la indignación, de intentar desatar unas aparentes cadenas, siempre ha estado presente. El demonio fue astuto al tentar así a Eva y Adán: «seréis como dioses». La absolutización del yo es un imán que nos tira hacia nosotros mismos. Un imán que nos hunde, que nos ensimisma, como buscando en nuestro propio ser las respuestas a las preguntas existenciales que a todo hombre inquieta, como intentando descubrir en nuestra mera subjetividad un criterio objetivo de la verdad, del bien, como susurrándonos que somos nosotros mismos la causa y medida de todas las cosas.
¿Pero qué podemos encontrar en nosotros mismos? Ni aun en las cosas más básicas de la vida somos autónomos, independientes, autárquicos. Incluso para llegar a pensar necesitamos a los demás, pues alguien debe enseñarnos un lenguaje. Intentar desprendernos de todo, no reconocer nada más que nuestro propio yo, solo provoca frustración; la frustración de quien busca algo que no existe, y que por eso jamás lo encuentra. El hombre puede erigirse a sí mismo como el punto central del universo, puede crear ídolos que le obedecen y que siempre están disponibles pues él es su causa, puede llegar a decir «Yo soy el individuo» y nada más, pero la sentencia a esta doctrina ya está escrita en el último verso de aquel poema parriano: «Pero no: la vida no tiene sentido».
La vida, sin embargo, sí tiene sentido. Y el individuo es, de hecho –como decía Robert Spaemann– «un todo de sentido». Pero esto solo es posible de comprender en la medida en que aceptamos que nuestra radical individualidad, el ser quienes somos, únicos e irrepetibles, es el primer regalo que hemos recibido. Frente a la indignación y protesta, la autonomía y revancha, la alternativa es la gratitud. La gratitud es, en efecto, el sentimiento, la actitud, la disposición del espíritu que, poco a poco, nos permite descubrir la maravilla de nuestra condición de criaturas, junto con el sentido más profundo de la existencia.
Pero la escena del pesebre da un paso más allá. Nos muestra, en efecto, algo más por lo cual agradecer: los cristianos creemos en un Dios al que no le bastó con darnos este mundo y nuestra vida, sino que quiso ser Él mismo (también hoy) el principal regalo. Nos hallamos ante un misterio insondable, un don gratuito e inigualable, que nos lleva a encontrar nuestra propia dignidad en un niño pequeño, a quien podríamos incluso tomar en nuestros brazos, pero en quien podemos encontrar el sentido absoluto de nuestra vida y depositar todas nuestras esperanzas.