Author : Ignacio Suazo

De la mano de los padres

Continúa el debate por la indicación para que niños puedan asistir a marchas pacíficas «según su grado de autonomía». Joaquín Fermandois, profesor de historia de la Universidad Católica de Chile, dedica la siguiente columna, publicada este martes 14 de julio por El Mercurio, al tema.

En decisión todavía más grave que aquella de las AFP, le antecedió la votación incomprensible, en el Senado, sobre el “derecho” de los niños a asistir a las manifestaciones, sin referirse a la autorización, compañía y responsabilidad de los padres. El reconocimiento a un presunto derecho de los niños a participar en esos actos emerge como parte de un proyecto mayor, de entregarles plena autonomía, hasta adquirir rango constitucional, en apoteosis de la idea de que la Constitución alumbre a El Dorado, utopía pertinaz de nuestra América, de riquezas que fluirían con naturalidad. Nos llueve una especie de orgía de derechos, como felicidades que nos rocíen con el Paraíso Terrenal. Podrían ser buenas intenciones, aquellas que pavimentan el camino al infierno; o muy malas, ya que sabemos en qué termina la búsqueda de un El Dorado: en frustraciones que deprimen o enrabian.

Se origina en un equívoco intelectual y moral debido al predominio en la cultura de masas del freudismo vulgar, que homologa la idea del deber con una represión del desenvolvimiento espontáneo en que consistiría la vida. Olvida que lo grande es que las generaciones mayores guíen a las nuevas —sobre todo las infantiles— hacia la autodeterminación, siempre una experiencia progresiva. Esto es más cierto en la fuente originaria para la gran mayoría de la humanidad, la familia, padre y madre. Hay excepciones por accidentes, por tragedias, porque la vida misma no se deja coger solo en un molde; existe, con todo, una pauta inmensamente mayoritaria desde el origen de lo humano.

«[U]no piensa que el propósito premeditado de más de alguno es que, al poder asistir a las manifestaciones, la natural curiosidad infantil o las incitaciones arrastren a los niños a la “primera línea”, la carne de cañón, en analogía con los “niños-soldados” de guerrillas latinoamericanas, para inhibir a los agentes del orden en toda medida legítima de contención»

La tradición fundamental en términos de educación, milenaria en su ocurrencia, ha sido la primacía de la familia. En el rango, las instituciones y costumbres complementarias vienen después, acompañantes para suplir y orientar: las normas institucionales, en nuestro caso Iglesia y Estado; a partir de la república, la opinión pública y las modernas visiones educacionales; el debate sobre los valores; en casos extremos, que siempre los hay, pero que deben ser excepciones, se debe intervenir, siempre con soluciones parche. Lo vimos por el caso del Sename; raro que esas instituciones puedan reemplazar a la familia. Hubo desde luego una pretensión de sustituir a la familia, el modelo totalitario del siglo XX, tentación recurrente. Sabemos lo que es.

Cierto, los padres tienen el deber —moral, no legal— de orientarlos hacia su comunidad o patria; ellos deciden hasta que llega gradualmente el momento inevitable y necesario de la emancipación. Si lo consideran pertinente, para socializarlos en lo público, que es también nuestro ser, los padres decidirán si los llevan a manifestaciones pacíficas, a la Parada del 19 o a una procesión; o a los tres. Es imposible no pensar que esta disposición aprobada será usada como ariete para debilitar más la legítima autoridad y liderazgo del padre y la madre (si no, ¿por qué no legislar sobre el derecho a tomar helados?).

Y, como todavía no vivimos en el otro mundo, sino que por ahora solo en este, uno piensa que el propósito premeditado de más de alguno es que, al poder asistir a las manifestaciones, la natural curiosidad infantil o las incitaciones arrastren a los niños a la “primera línea”, la carne de cañón, en analogía con los “niños-soldados” de guerrillas latinoamericanas, para inhibir a los agentes del orden en toda medida legítima de contención; o lisa y llanamente imposibilitar su intervención, so pena de acusaciones horripilantes ante la ONU u otras instancias, etc.

Por ello, los niños solo deberían ir a manifestaciones de la mano de sus progenitores, quienes asumirían la completa responsabilidad.

Garantías de la Niñez: una brasa que no hay cómo apagar

Hace algunas semanas, fuimos testigos como una fricción en la Comisión de Infancia del Senado sacó algunas chispas: se trataba de una indicación para permitir a los niños unirse a manifestaciones públicas, acompañados de un adulto o por sí mismos, según su grado de autonomía progresiva. Pero esas chispas rápidamente derivaron en un ardoroso debate –o mejor dicho– avivaron las brasas de una polémica que nunca ha terminado por saldarse y promete discusiones para rato.

Es que el proyecto de Garantías de la Niñez tiene artículos que, interpretados de mala manera, pueden convertirse en verdaderos atentados contra el derecho preferente de los padres a educar a sus hijos, lo que por supuesto, no ha pasado inadvertido a los ojos de cientos de papás y mamás preocupados de poder ejercer una sana autoridad sobre sus hijos.

Pero de este carbón caliente, que pasa de mano en mano en el Congreso, no hay como liberarse, pues de su aprobación depende que pueda salir la anhelada reforma del SENAME, tal como se aprobó en la Cámara de Diputados con votos de la oposición (para una buena explicación de la historia de este proyecto, recomendamos leer esta columna de Hernán Corral), salvo que el Congreso acepte el veto del Presidente de la República para eliminar la subordinación de ambos proyectos.

Son disputas en las que, sin embargo, tenemos el deber de entrar si no queremos lamentarnos después de cómo nuestras leyes dificultan el ejercicio de la autoridad parental. Es por eso que durante el mes de junio nuestra Corporación tuvo una activa presencia en la discusión de esta ley en varios frentes. En primer lugar, en el Congreso. Al respecto, nuestro Director Ejecutivo, Álvaro Ferrer, realizó una exposición ante la Comisión de Infancia del Senado a fines de mes. Recomendamos vivamente leer su exposición, que resumen las dificultades de fondo del proyecto. Junto con lo anterior, el equipo legislativo actualizó las minutas disponibles sobre el tema (una general y otra explicativa), con la cual realizó un intenso trabajo asesorando a los diputados comprometidos con el derecho preferente de los padres a educar a sus hijos.

Comunidad y Justicia estuvo también presente en los medios escritos, principalmente de la mano de nuestro director, Cristóbal Aguilera. Cristóbal escribió una columna en El Líbero y mantuvo una polémica por varios días con la ex directora del INDH, Consuelo Contreras, a propósito del artículo arriba indicado. Cabe decir que no faltaron los interesados en entrar al debate, apoyando de una u otra forma la posición de Cristóbal. Destacamos especialmente las cartas de Yolanda Gugliemetti, María Alicia Ruíz-Tagle y Pablo Ortuzar.

Conscientes del interés que este tema suscita, durante la última semana del mes organizamos un conversatorio para analizar en detalle este proyecto de ley, donde contamos con la participación del profesor de la Facultad de Derecho de la UC, José Pedro Silva; la jefa de reformas legales de la Subsecretaría de la Niñez, Simona Cánepa, y nuestra asesora legislativa, Daniela Constantino. El debate lo puedes encontrar aquí.

Filiación en parejas del mismo sexo: un nuevo tema en la agenda

El fallo del Tribunal Constitucional reafirmando la naturaleza heterosexual del matrimonio, probablemente pasará a la historia como la alegría más corta que han experimentado los defensores del matrimonio natural. Si el viernes 5 de junio muchos celebraban la decisión de rechazar la demanda al Registro Civil interpuesta por una pareja de mujeres que se identifican como lesbianas, cinco días después la resolución del Segundo Juzgado de Familia , que declaró que un niño tenía dos madres, caería como balde de agua fría. Nuestra Corporación ya inicio acciones al respecto.

A este último caso se le sumó otro menos mediático pero igualmente relevante: se trata de una pareja de hombres de EE.UU., que también demandaron al Registro Civil y donde el juez ordenó modificar las partidas de nacimiento. Nuestro equipo judicial también se encuentra a la fecha trabajando en el caso.

Sabiendo que estos fallos reactivarían rápidamente la discusión por matrimonio y filiación entre personas del mismo sexo, nos decidimos a involucrarnos en la discusión mediática. Así fue como nuestros directores, Cristóbal Aguilera y Juan Ignacio Brito, publicaron columnas sobre el tema y que el directorio en su conjunto respondió una carta a la ONG Libertades Públicas. Esta última intervención le significó –además– un debate en radio Pauta, a nuestro Director Ejecutivo junto con Elisa Walker, en donde se analizaron estos dos fallos. Además, nuestra Corporación gestionó una carta masiva firmada por 171 abogados y afortunadamente contó con otras colaboraciones, como la columna publicada en La Tercera por don José María Eyzaguirre y las cartas publicadas por El Mercurio por el abogado Fernando Ugarte. Ellos representan a quienes no temen alzar la voz diciendo verdades incómodas en los espacios en que pueden hacerlo. A todos y cada uno de ellos, nuestra profunda gratitud.

Como broche de oro, a mediados de la semana pasada, el Senado aprobó en general la idea de legislar sobre filiación entre personas del mismo sexo. Por nuestra parte, respondimos coordinando una nueva carta masiva y con una columna de nuestro asesor legislativo, Vicente Hargous.

Considerando el movimiento que este tema ha tenido en el poder legislativo y judicial; además del debate que ha levantado en la opinión pública , es previsible que este tema esté en la agenda por un buen tiempo, incluso en tiempos de pandemia.

La libertad en tiempos del coronavirus, segunda parte

Durante esta pandemia la libertad religiosa se ha visto entredicha en más de una oportunidad en nuestro país. Pero en ningún lado con tanto fuerza como en la región del Bío Bío. El mes pasado ya publicamos una nota sobre las complejas resoluciones emitidas por la SEREMI de Salud la Octava Región, que prometían seguir dando que hablar. Lamentablemente no nos equivocamos.

En efecto, el ir y venir de resoluciones emitidas y revocadas, terminó por confundir a las mismas fuerzas del orden, las que –pensando que las actividades religiosas habían quedado prohibidas– detuvieron a dos pastores evangélicos. En el caso de uno de ellos, las cosas fueron aclaradas inmediatamente, al punto que ni siquiera alcanzó a ser formalizado. El segundo tuvo que soportar algunos malos ratos adicionales, pues funcionarios de la SEREMI le pidieron expresamente que no siguiera haciendo cultos públicos y recibió presiones de Carabineros por el mismo motivo en su propia casa.

Ante ese escenario, Comunidad y Justicia ayudó a un grupo de pastores de la región a interponer un recurso de amparo por esta causa, al ver amenazada su libertad de personal. Este fue finalmente declarado admisible por la Corte de Apelaciones de Concepción como recurso de protección.

Además, el equipo judicial presentó un informe en derecho ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que tuvo mucha publicidad desde el mundo evangélico. Al caso también ayudó un informe solicitado por nuestra ONG al INDH, para iluminar las acciones judiciales del concejal de Chigüallante, que buscaban volver a prohibir la realización de cultos públicos.

Debate sobre Garantías de la Niñez

Les dejamos a continuación el intercambio completo entre nuestro director, Cristóbal Aguilera y Consuelo Contreras, publicada por El Mercurio y ocurrido entre el 25 de junio y el 02 de julio. Incluímos, además, algunas cartas y columnas escritas a propósito del mismo debate.

Jueves 25 de Junio de 2020

Señor Director:

El proyecto de ley de garantías de la niñez ha venido a recordar por qué nuestro país tiene una deuda con la infancia. Pareciera que algunos adultos olvidan que los niños y niñas son personas. Sí, se lee ridículo, pero el tenor de la discusión de estos días parece indicar que hay quienes sostienen que los niños y niñas carecen de esa calidad. Ha causado revuelo que este proyecto reconozca el derecho a reunión a los menores de 18 años. ¡Como si aquello fuera una gran innovación! Nuestra Constitución reconoce tal derecho a todas las personas, sin fijar la mayoría de edad como requisito para ejercerlo, básicamente porque se trata de derechos humanos universales, indivisibles, irrenunciables y respecto de los cuales niños, niñas y adolescentes son titulares también.

¿Por qué una discusión en apariencia tan sencilla cuando se trata de adultos, resulta tan polémica cuando hablamos de niños y niñas? Quizás porque, a pesar de los discursos, nuestra comunidad sigue negándose a reconocerles capacidad y titularidad a quienes no son del club de la adultez. Da la impresión de que los principios que impulsaron la Revolución Francesa, la formación de los Estados y las bases para las democracias actuales aún no hubieran llegado para los niños, niñas y adolescentes.

Algunos insisten en que los niños carecen de racionalidad, que solo deben obediencia a sus padres y tendrán verdaderos y completos derechos cuando sean como nosotros: adultos. Sin embargo, estamos quienes creemos que su reconocimiento como sujetos titulares de derechos es un requisito indispensable para la construcción de una sociedad más justa y fraterna.

Consuelo Contreras
Fundadora de Corporación Opción

Viernes 26 de Junio de 2020

Señor Director:

En su carta de ayer, Consuelo Contreras (Corporación Opción) se ve en la necesidad de reconocer algo que, a pesar de parecerle ridículo, a su juicio resulta necesario: los niños son personas. Lo dice pues piensa que quienes nos oponemos al proyecto de garantías de la niñez negamos aquello. Se equivoca, sin embargo. Podríamos decir, incluso, que sus opositores llevamos hasta las últimas consecuencias el reconocimiento de la personalidad de los niños, pues reconocemos que son sujetos de derechos humanos desde la concepción.

Lo que en realidad ocurre es que argumentos como los que ofrece Contreras son los que precisamente olvidan algo obvio y evidente: los niños son… niños. Y esta verdad que salta a la vista de todos es lo que el proyecto —entre otras cosas— tergiversa. Y la discusión de la indicación sobre la participación de los niños en manifestaciones es una muestra más de esto.

Los padres —valga la pena recordarlo hoy día— juegan un rol fundamental, indispensable e imposible de imitar en la formación de la personalidad de sus hijos. La obediencia, en este contexto, no es opresión ni la autoridad paterna algo respecto de lo cual haya que liberarse (la alusión a la Revolución Francesa queda para la anécdota: ¿revolución de los niños?).

El proyecto de garantías pone tensión ahí donde al Estado solo le cabe ofrecer ayuda y colaboración, pues la única manera de resguardar realmente los derechos de los niños es fortaleciendo la autoridad de los padres y la unidad familiar.

Cristóbal Aguilera
Profesor de Derecho, Universidad Finis Terrae
Director, Corporación Comunidad y Justicia

Sábado 27 de Junio de 2020

Señor Director:

En su carta de ayer, Cristóbal Aguilera remarca que mi misiva olvida que los niños son niños y que respecto de sus derechos al Estado solo le cabe “ofrecer ayuda y colaboración”.

En primer lugar, cabe preguntarse qué significa que “los niños son niños”. ¿Que dicha condición les impide el ejercicio de sus derechos? ¿Que solo los padres y madres pueden tomar decisiones sin consideración de lo que ellos manifiesten, porque son solo “niños”? Pues bien, Cristóbal omite que la titularidad consiste, precisamente, en ser reconocido como sujeto con agencia para el ejercicio de derechos, y que esto, en el caso de los niños, se realiza progresivamente, bajo el cuidado y orientación preferente de padres y madres mientras ello favorezca su interés superior. Eso es lo prescrito por la Convención de los Derechos del Niño, ratificada por Chile hace 30 años.

En segundo lugar, en virtud de nuestra normativa vigente, el Estado tiene respecto de la infancia obligaciones más intensas que solo ayudar y colaborar. Por ejemplo, Chile tiene altos índices de violencia contra los niños y niñas —8 de cada 10 ha sufrido alguna forma de maltrato—, y esta ocurre primordialmente en el núcleo familiar: según la última ELPI, el 62,5% de los adultos usa alguna forma de violencia para la educación de sus hijos/as. El Estado tiene la obligación de tomar medidas para erradicar la violencia contra niños y niñas y, junto con ello, garantizar sus derechos. Por ello, la afirmación de que la única manera de resguardar los derechos de los niños es fortaleciendo la autoridad paterna ignora la realidad y las obligaciones internacionales del Estado.

Consuelo Contreras
Fundadora de Corporación Opción

Domingo 28 de Junio de 2020

Señor Director:

Consuelo Contreras responde mi carta volviendo a su argumento central, el cual apunta a tensionar la relación filial. En efecto, Consuelo juzga —en coherencia con el proyecto de garantías de la niñez— la labor de los padres con desconfianza, pues supone que ella implica necesariamente la vulneración de los derechos de los niños.

Lo anterior explica el modo en que razona, y el que intente llenar de contenido ideológico frases que el sentido común sugiere tan sencillas, como que los niños son niños. Por supuesto que los niños crecen (¿quién si no los padres nos sorprendemos y maravillamos de esto?) y parte de su educación implica el que ejerzan su libertad con responsabilidad, de modo que sus actos se orienten a la virtud. Sin embargo, los encargados de esa educación, de conducir, promover y orientar todo aquello son los padres. En definitiva, son los padres los que tienen el derecho preferente y el deber de asumir la ardua, pero hermosa, tarea de colaborar con la formación de la personalidad de los niños: ¡sus hijos!

Aludir a la violencia y maltrato es desviar —y Consuelo lo sabe— la discusión a un plano diferente del que la originó, que se refería al derecho a la manifestación. No hay duda de que el Estado debe erradicar la violencia y maltrato, pero eso no es el objeto de este debate ni el fin del proyecto de garantías de la niñez. El objeto es el debilitamiento de la autoridad educativa de los padres, como si ello fuese necesario para garantizar los derechos de los niños. Y, en este contexto, podemos volver a la tesis principal: fortalecer la autoridad de los padres y la unidad familiar es resguardar, en último término, el interés superior de los niños.

Cristóbal Aguilera
Profesor de Derecho Universidad Finis Terrae
Director Corporación Comunidad y Justicia

Martes 30 de junio de 2020

Señor Director:

La crisis social actual tiene directa relación con la problemática que se produce por la falta del ejercicio de la autoridad de los padres al interior de las familias. Los niños, los adolescentes y los jóvenes piden a gritos la autoridad de sus padres. Muchos colapsan porque no la tienen, experimentando un sentimiento de abandono. Esta carencia es la raíz de muchos problemas sociales.

Los padres, como los primeros educadores de sus hijos, tienen el deber y el derecho de ejercer la autoridad sobre ellos, estar presentes, acompañarlos y guiarlos. Muchas veces necesitarán imponerse, con una autoridad sana, humilde, cercana, y así encaminar a sus hijos hacia el bien, para lograr que ellos se desarrollen como personas íntegras. Este es un servicio que exige esfuerzo, tiempo y dedicación, pero también implica y constata el verdadero amor de los padres por sus hijos.

En beneficio al interés superior del niño, debemos dar apoyo a los padres en esta tarea, para que los niños puedan seguir siendo niños.

Yolanda Guglielmetti W.
Educadora de Párvulos
Mediadora familiar U. de los Andes

Miércoles 01 de julio de 2020

La comisión de Infancia del Senado aprobó —con los votos favorables de Jaime Quintana, Ximena Rincón y Carlos Montes— una indicación que otorga a los niños el derecho a “tomar parte de manifestaciones”. Esta medida se inscribe perfectamente en la lógica de la llamada “autonomía progresiva” de los menores, que ha presidido la elaboración del proyecto de garantías para la niñez: los niños también son titulares de derechos individuales, con todas las consecuencias implicadas.

Con todo, se trata de una decisión problemática, y por varios motivos. Por de pronto, la familia es un tipo de comunidad que no puede comprenderse plenamente desde la óptica jurídica ni contractual. En efecto, ninguna de esas dimensiones da cuenta de la gratuidad o el don, que son los principales rasgos de dicha instancia —primer organismo moral, decía Gramsci—. Además, necesitamos que las familias formen a las mejores personas y ciudadanos que sea posible; y, para lograrlo, requieren de algunos medios indispensables. Reducir la autoridad de los padres —por nimio que parezca el caso que nos ocupa— no parece ser el camino más adecuado. Dicho de otro modo, el Estado (que ni siquiera puede cuidar a los niños que tiene a su cargo) no debería inmiscuirse en ese tipo de cuestiones: los costos son mucho más elevados que los eventuales beneficios.

Por otro lado, hay algo extraño en el presupuesto implícito, según el cual los padres serían algo así como los adversarios del Estado en lo relativo a la protección de los niños. Hay circunstancias extremas en las que eso puede ser cierto, pero está lejos de ser la regla general. En rigor, el Estado necesita imperativamente a las familias. Supongo que hay que vivir en un mundo muy singular para suponer que la dificultad familiar que enfrenta Chile guarda relación con los permisos para las manifestaciones. El problema que enfrentamos es mucho más urgente y radical, aunque por años nos hayamos negado a verlo. Las familias apenas alcanzan a cumplir con sus funciones más elementales, por falta de condiciones mínimas para llevar una vida familiar digna: horarios de trabajo imposibles, tiempos de transporte, frecuente abandono paterno, viviendas y barrios mal concebidos, penetración de la droga y el narcotráfico, y así la lista podría extenderse infinitamente.

Todo lo anterior tiene secuelas desastrosas sobre el tejido social, y al Estado se le hace muy difícil recoger luego lo que queda de esa tragedia. Si los parlamentarios progresistas estuvieran efectivamente preocupados de la infancia, podrían impulsar —por ejemplo— la limitación del trabajo dominical, que permitiría que muchos niños pasaran más tiempo con sus padres. Sin embargo, prefieren sumarse al lenguaje individualista de los derechos, sin comprender que solo debilitan aquello que deberían fortalecer: la comunidad.

Daniel Mansuy

Señor Director:

En su última carta, Cristóbal Aguilera señala que el poner cifras en el debate, cuando cito como ejemplo la violencia que sufren los niños, es “tensionar la relación filial”. En realidad, el objeto era visibilizar que el Estado tiene obligaciones más intensas que “ayudar y colaborar”, porque la realidad es que ocho de cada 10 niños en Chile son víctimas de alguna forma de maltrato, y el Estado debe tomar medidas respecto de eso. Por ello el fortalecimiento de la autoridad paterna, como plantea Cristóbal, no es la única forma de resguardar los derechos de niños y niñas, especialmente cuando el 62,5% de los cuidadores utiliza la violencia en la educación de los niños. Eso no es una visión ideológica, es la constatación de una cruda realidad que como sociedad debemos abordar y erradicar.

Ahora bien, volviendo al inicio de esta discusión, lo que he sostenido es que los niños y niñas son titulares de todos los derechos constitucionalmente reconocidos a todas las personas, incluido el derecho a manifestación pacífica. Esto no es ninguna innovación del proyecto de ley de garantías de la niñez, porque se encuentra recogido tanto en nuestra Constitución como en la Convención de los Derechos del Niño, que tiene 30 años de vigencia en nuestro país. Ello, sin lugar a dudas, va de la mano del deber preferente de padres y madres a educar y orientar a sus hijos, pero no puede restar el rol de garante que al Estado le cabe.

El aprendizaje del ejercicio de los derechos es progresivo, debe ser garantizado por el Estado, en comunión con las familias y la comunidad. Ni más ni menos que eso.

Consuelo Contreras
Fundadora de Corporación Opción

Jueves 02 de julio de 2020

Señor Director:

Consuelo Contreras responde mi carta anterior insistiendo en un punto con el que nadie podría discrepar. Por supuesto que el maltrato a los niños es un problema gravísimo que debemos enfrentar de forma prioritaria. Con todo, este gravísimo asunto se aleja no solo de la polémica que originó estas cartas, sino que también del contenido y motivaciones del proyecto de garantías de la niñez (si este fuese su propósito, de seguro tendría un apoyo transversal).

Volviendo al aspecto central de este intercambio, Consuelo se refiere al supuesto deber garante del Estado respecto de los derechos de los niños. La manera en que el proyecto de ley concibe esta idea presenta enormes dificultades. En rigor, ella apunta a que el Estado intervenga en la familia para juzgar el modo en que los padres educan a sus hijos en base a criterios como la “autonomía progresiva”. Así, se busca emancipar al niño de la autoridad de sus padres, a fin de que pueda ejercer libremente ciertos derechos individuales (a manifestarse, a la intimidad, etcétera). En este esquema, el Estado debe garantizar que el niño —considerado ya como individuo completamente autónomo y no como hijo y miembro de una familia— sea protegido frente a sus padres en el pleno despliegue de su autonomía.

Sin embargo, los padres son los primeros educadores de sus hijos y al Estado solo le compete —en este plano— colaborar con esa labor, no debilitarla ni menos usurparla. Este es, sin embargo, el riesgo que hoy corren las familias con proyectos como el de garantías de la niñez. Ni más ni menos.

Cristóbal Aguilera M.
Profesor de Derecho Universidad Finis Terrae
Director Corporación Comunidad y Justicia

Viernes 03 de julio de 2020

Señor Director:

Respecto del interesante debate sobre los derechos de los niños y la autorización de estos para asistir a marchas “pacíficas”, quisiera compartir una preocupación.

Todos hemos visto cómo tantas marchas que comienzan pacíficamente terminan no siéndolo, al ser instrumentalizadas por violentistas. ¿Quién asume la responsabilidad por la seguridad de esos niños si sus padres ya carecen de autoridad? ¿Cuánto más se complejizará la acción policial ante la presencia de niños desprotegidos?

La extrema polarización, que tanto daño le ha causado a nuestro país en los últimos 50 años, puede encontrar tierra fértil en esas personitas aún en proceso de maduración. Para un niño vulnerable ir a una gran marcha significa hacerse parte de algo épico, emocionante, donde la adrenalina lo puede llevar a repetir consignas ajenas odiando apasionadamente a quienes se les opongan. Si se vuelve violenta, aún más delirante e inolvidable podrá ser la aventura para un niño aún incapaz de medir los riesgos cuya inmadurez lo puede llevar a tomar, abrazando tempranamente banderas que, sin entender del todo, le hacen sentirse parte de algo más grande, una causa, una tribu.

La temprana ideologización, cuando es principalmente emocional más que racional, se transforma en una especie de fe, una religión contra la cual la razón nada puede. Es un camino filoso que estamos comenzando a ver con formuladores de políticas que confían cada vez más en sus emociones personales para tomar decisiones que deberían basarse solo en la razón y en aquellos marcos legales y jurídicos acordados que son la base de nuestra estabilidad institucional.

Si hasta ahora nos ha costado tanto entendernos, cuando incluso la pandemia y el hambre no han sido razón suficiente para dejar de perder el tiempo en zancadillas y en dispararnos a los pies, incapaces de dejar ideologías de lado para enfrentar la adversidad unidos como nación, ¿qué futuro podemos esperar si dejamos a las futuras generaciones a la deriva sin la orientación y valores familiares? Es cierto que la violencia intrafamiliar es una lacra para el país, pero no es excusa, podemos luchar por erradicarla sin exponer innecesariamente a nuestros frágiles niños.

No sigamos sembrando las semillas de la violencia, soledad y antagonismo. Cuidemos a los niños, que son el futuro de nuestra nación.

María Alicia Ruiz-Tagle Orrego

Lunes 6 de Julio de 2020

Señor Director:

Nadie discute el derecho de los padres a educar a sus hijos, del que forma parte, al menos hasta cierta edad, el darles o no permiso para participar en ciertas actividades.

Hoy, comprensiblemente, se debate sobre el derecho de niños y adolescentes para concurrir a marchas u otro tipo de concentraciones pacíficas, y lo que me pregunto, más ampliamente, es cuál es el límite del derecho de los padres a la hora de educar y autorizar a sus hijos para determinadas actividades. El ejercicio de todo derecho tiene un límite, y también lo tiene el de los padres. Así, por ejemplo, ¿a nadie llama la atención que los padres, ya a los pocos días de haber nacido sus hijos, los apunten en su propio credo religioso y los hagan incluso miembros de una iglesia en particular? ¿No es eso instrumentalizar a los hijos con fines religiosos, tanto como sería inscribirlos en el partido político de sus progenitores? ¿Por qué rechazamos lo segundo y vemos lo primero como algo natural? ¿Deben ser acaso más libres las afiliaciones políticas que las opciones religiosas? ¿No sería más justo y respetuoso con la futura personalidad y autonomía de los recién nacidos educarlos en el fenómeno religioso y en los distintos credos —y esto tanto en casa como en colegios y liceos— dejando a su arbitrio el elegir cuando adultos una u otra religión, una u otra iglesia, o carecer tanto de aquellas como de estas?

Agustín Squella

Martes 07 de julio de 2020

Señor Director:

Creo que es un deber que intentemos ayudar al profesor Agustín Squella en su noble cruzada contra la introducción de sesgos involuntarios en los menores de edad por parte de sus padres. Como antropólogo, debo destacar que el mayor de estos sesgos lo produce el lenguaje. Las categorías y distinciones de cada idioma están cargadas de ideología y preconcepciones heredadas que terminan configurando nuestra percepción del mundo. Una lengua es como una religión, al punto que muchos de mis colegas suponen un nexo profundo entre ambos fenómenos.

Luego, para llevar adelante el programa squelliano, resulta urgente y necesario prohibir que algún idioma les sea enseñado a los niños hasta que sean capaces de elegir uno (o ninguno) de acuerdo a su soberana libertad. Esto, por su parte, exige de nosotros, los adultos, un liberal silencio: no debemos hablar frente a los menores, ya que está demostrado que es por medio de la involuntaria imitación que ellos adquieren el iliberal sesgo idiomático.

Pablo Ortúzar Madrid
Investigador IES

Jueves 9 de Julio de 2020

Vivimos en una época caracterizada por la exaltación del yo. Para el cristianismo, la persona es el ser más valioso de este mundo, ocupa el primer lugar en la creación. El Evangelio contiene un mensaje radical en este sentido: en un principio hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios y en la plenitud de los tiempos Cristo murió por cada uno de nosotros. No hay otra religión que exalte de esta manera la dignidad personal. Como decía un filósofo, todos somos, de manera única e irrepetible, “alguien delante de Dios”.

Este mensaje no es incompatible con el reconocimiento de nuestra absoluta dependencia de Dios. Nuestra dependencia, en efecto, es también radical. No solo ontológica (es evidente que alguien nos ha debido dar nuestro ser), sino que también existencial: no podemos de ningún modo poner nuestras esperanzas en nuestras propias obras. Sin embargo, esta es la ilusión de la modernidad: pensar que podemos encontrar el sentido de la vida en nosotros mismos.

Algo de esto subyace a la inquietud de Agustín Squella, quien se preguntaba hace algunos días si acaso es razonable que los padres bauticen a sus hijos al inicio de sus vidas. No debemos extrañarnos de que el bautismo de los niños sea visto como un escándalo. Por un lado, para el progresismo todo lo que no ha sido escogido libremente es una carga respecto de la cual podemos –o debemos– liberarnos. Así, el bautismo es una imposición injusta, un abuso de unos adultos que están a cargo temporal y circunstancialmente de unos niños (¿sus hijos?). Por otro lado, el bautismo implica para el progresismo la aceptación de nuestra dependencia y limitación. La religión implica la apertura a un misterio que nos antecede y precede. Y este es el escándalo mayor, porque desvía el eje de la modernidad: el individuo y nada más.

El ser humano no es una realidad material, sino metafísica. No somos fruto del azar, sino de un don. Nuestra existencia no es un sobrevivir –y devenir– en este mundo, sino un abrirnos más allá de él. El énfasis en el individuo impide que alcemos la cabeza más allá del propio ombligo. Y este proceso de ensimismamiento, que ha durado ya demasiado tiempo y que parece no detenerse, solo puede proyectar un mundo caracterizado –y capturado– por el hastío y la banalidad. En este contexto, el bautismo es un rayo de luz, que ilumina nuestra perspectiva histórica, derribando el mito del individuo y proporcionando una novedad (la fe es siempre algo nuevo). Ratzinger decía que el bautismo significa, entre otras cosas, ofrecerles a nuestros hijos un horizonte de sentido eterno, que supera la finitud de nuestra vida biológica. La eternidad… este debe ser nuestro horizonte, nuestra meta. Porque si es verdad que somos “alguien delante de Dios”, también es verdad que lo somos “para siempre”.

Cristóbal Aguilera

«Improvisadores y sintonizados» por Juan Ignacio Brito

Columna de nuestro director, Juan Ignacio Brito, publicada por La Tercera este jueves 09 de julio.

A principios de los 2000, me tocó entrevistar a un reputado profesor de la Universidad de Leiden, quien aseguraba por entonces que Chile era distinto al resto de América Latina, porque su clase política poseía calidad sobresaliente. ¿Qué opinaría ahora el ilustre académico? Seguramente, diría que Chile se jodió. Que está en el peor de los mundos: por un lado, una ciudadanía que perdió la paciencia y la confianza en sus líderes e instituciones, y a la que hoy nada parece gustarle, pero que igualmente lo quiere todo; por el otro, unos dirigentes aterrados y culposos dispuestos a hacer lo que sea, incluso arruinar al país, con tal de salvarse. Gracias a esta desafortunada conjunción, Chile se ha convertido en el país de la “ley corta”, que hace todo pensando en el aquí y el ahora. La carga se arreglará en el camino. O quizás no.

«[Chile] está en el peor de los mundos: por un lado, una ciudadanía que perdió la paciencia y la confianza en sus líderes e instituciones, y a la que hoy nada parece gustarle, pero que igualmente lo quiere todo; por el otro, unos dirigentes aterrados y culposos dispuestos a hacer lo que sea, incluso arruinar al país, con tal de salvarse.»

El país se ha vuelto miope. Con el 18-O perdió la capacidad de mirar constructivamente hacia atrás; ahora, con la crisis sanitaria, no sabe mirar hacia el futuro. Solo queda el presente, donde la improvisación es la regla.

El instinto de supervivencia de nuestros políticos los ha hecho ultrasensibles a toda demanda que pueda convertirse en amenaza. Hoy lo que la lleva es “sintonizar” con una ciudadanía empoderada y con cualquiera que diga representarla. Bastó, por ejemplo, que se registrara una protesta en la comuna de El Bosque y que alguien proyectara la palabra “hambre” con perfección cinematográfica en la pared de la Torre Telefónica para que el Presidente de la República anunciara de inmediato la entrega de miles de cajas con alimentos. Sintonía pura.

Los políticos parecen competir por demostrar su capacidad para escuchar las demandas ciudadanas o, incluso, anticiparse a ellas. Van a matinales, presentan y votan proyectos de dudosa constitucionalidad, extorsionan a un Ejecutivo débil, se la pasan en terreno y están atentos a la voz de la calle. El presidente de RN, por ejemplo, afirmó que le “asusta” la “desconexión con la realidad de un sector de la élite que no ve lo que pasa con la clase media”. Como él sí está conectado, promovió el retiro de hasta 10% del fondo de pensiones. Quedaba para el futuro ver cómo se corregiría el desfinanciamiento de las jubilaciones de aquellos que podrían optar por sacar plata hoy. Los que favorecieron esta propuesta están tan en línea con las necesidades actuales de la gente, que parecían decididos a permitir que ésta tenga pan hoy, pero se quede sin pan para mañana.

Todo esto en nombre de la justicia. Pero lo cierto es que, con el afán de mostrarse en sintonía con los que sufren, se cae en el más injusto de los presentismos. Quizás Chile salve el presente, pero a costa de sacrificar el futuro y borrar el pasado.   

«Crisis de sentido» por Cristóbal Aguilera

El Líbero publicó ayer jueves 09 de julio, esta columna de nuestro director, Cristóbal Aguilera. Es una respuesta con argumentos de fondo a la Carta al Director de Agustín Squella, publicada el lunes 06 de julio por El Mercurio.

Vivimos en una época caracterizada por la exaltación del yo. Para el cristianismo, la persona es el ser más valioso de este mundo, ocupa el primer lugar en la creación. El Evangelio contiene un mensaje radical en este sentido: en un principio hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios y en la plenitud de los tiempos Cristo murió por cada uno de nosotros. No hay otra religión que exalte de esta manera la dignidad personal. Como decía un filósofo, todos somos, de manera única e irrepetible, “alguien delante de Dios”.

Este mensaje no es incompatible con el reconocimiento de nuestra absoluta dependencia de Dios. Nuestra dependencia, en efecto, es también radical. No solo ontológica (es evidente que alguien nos ha debido dar nuestro ser), sino que también existencial: no podemos de ningún modo poner nuestras esperanzas en nuestras propias obras. Sin embargo, esta es la ilusión de la modernidad: pensar que podemos encontrar el sentido de la vida en nosotros mismos.

«No debemos extrañarnos de que el bautismo de los niños sea visto como un escándalo. Por un lado, para el progresismo todo lo que no ha sido escogido libremente es una carga respecto de la cual podemos –o debemos– liberarnos. Así, el bautismo es una imposición injusta, un abuso de unos adultos que están a cargo temporal y circunstancialmente de unos niños (¿sus hijos?)»

Algo de esto subyace a la inquietud de Agustín Squella, quien se preguntaba hace algunos días si acaso es razonable que los padres bauticen a sus hijos al inicio de sus vidas. No debemos extrañarnos de que el bautismo de los niños sea visto como un escándalo. Por un lado, para el progresismo todo lo que no ha sido escogido libremente es una carga respecto de la cual podemos –o debemos– liberarnos. Así, el bautismo es una imposición injusta, un abuso de unos adultos que están a cargo temporal y circunstancialmente de unos niños (¿sus hijos?). Por otro lado, el bautismo implica para el progresismo la aceptación de nuestra dependencia y limitación. La religión implica la apertura a un misterio que nos antecede y precede. Y este es el escándalo mayor, porque desvía el eje de la modernidad: el individuo y nada más.

El ser humano no es una realidad material, sino metafísica. No somos fruto del azar, sino de un don. Nuestra existencia no es un sobrevivir –y devenir– en este mundo, sino un abrirnos más allá de él. El énfasis en el individuo impide que alcemos la cabeza más allá del propio ombligo. Y este proceso de ensimismamiento, que ha durado ya demasiado tiempo y que parece no detenerse, solo puede proyectar un mundo caracterizado –y capturado– por el hastío y la banalidad. En este contexto, el bautismo es un rayo de luz, que ilumina nuestra perspectiva histórica, derribando el mito del individuo y proporcionando una novedad (la fe es siempre algo nuevo). Ratzinger decía que el bautismo significa, entre otras cosas, ofrecerles a nuestros hijos un horizonte de sentido eterno, que supera la finitud de nuestra vida biológica. La eternidad… este debe ser nuestro horizonte, nuestra meta. Porque si es verdad que somos “alguien delante de Dios”, también es verdad que lo somos “para siempre”.

Crisis de autoridad e irrespeto a la ley

Compartimos a continuación el diagnóstico que hace Álvaro Pezoa hoy 8 de julio en La Tercera. La crisis de autoridad sin duda está en la raíz de las actuales problemáticas de nuestro país.

Lo que ocurre en Chile es altamente preocupante. La crisis de autoridad es evidente. Casi nadie se atreve a hacer uso de ella o, tal vez peor, cada vez menos personas que ocupan cargos de relevancia nacional la poseen en grado suficiente. Con frecuencia se observa que, incluidos la más alta magistratura, los ministerios, el Congreso, cortes y tribunales, rectorías y otros muchos puestos de responsabilidad, se abdica derechamente de ejercer con sabiduría práctica y decisión las potestades anexas a las distintas dignidades que se ostentan. Dicho con otras palabras, en diversas circunstancias se está dejando de procurar aquellos bienes que corresponde promover, ya sea por incapacidad, frivolidad o debilidad. De tal forma, la búsqueda del bien común queda a menudo subyugada a la dictadura de la corrección política impuesta por ideologías y grupos sociales habitualmente minoritarios, pero con agendas de interés especialmente activas.

Como consecuencia directa del fenómeno descrito comienza a campear por tierras patrias una suerte de peligroso laissez faire, donde se adoptan abiertamente malas decisiones, o al menos claramente subóptimas, y se va dando paso a la primacía del populismo sobre la racionalidad y la preeminencia del absurdo sobre el sentido común. Paralelamente, faltas de deberes flagrantes y, peor aún, delitos y actos delincuenciales o terroristas van quedando impunes con regularidad alarmante. En fin, hasta las formas y el respeto parecen ir en franca decadencia. Todo lo expuesto, en su conjunto, propicia un deterioro creciente de la convivencia y la confianza en la sociedad chilena.

«El deterioro de la autoridad y el irrespeto a la ley, desde sitiales que están destinados a hacerlos valer, pueden conducir al país a una crisis de proporciones y de costos humanos y materiales incalculables.»

Una de las manifestaciones más recientes del fenómeno descrito se ha podido observar en la seguidilla de proyectos de ley presentados o apoyados por miembros del Congreso Nacional que resultan ser lisa y llanamente inconstitucionales. Pero que, no obstante, logran prosperar en las cámaras, instituciones que por prerrogativa propia están precisamente llamadas a confeccionar o modificar los cuerpos legales. Esto es, quienes legislan lo están haciendo, en ocasiones, mediante el quiebre del marco jurídico que les debería servir de base fundamental inviolable al momento de realizar sus tareas. No solo han trasgredido la carta magna, sino que han llegado hasta el punto de afirmar públicamente su preferencia por tal conducta. Hechos, sin duda, de particular gravedad.

El deterioro de la autoridad y el irrespeto a la ley, desde sitiales que están destinados a hacerlos valer, pueden conducir al país a una crisis de proporciones y de costos humanos y materiales incalculables. El proceso de descomposición institucional y moral que la posibilita se encuentra en marcha y promete un futuro nada halagüeño. Es ahora, antes de que sea demasiado tarde, momento de rectificar y es deber de todos colaborar desde su lugar, y con lo suyo, en esta imprescindible enmienda.

«Lo que está bien de lo que está mal en el mundo» por Ignacio Suazo

Reseña del libro «Lo que está mal en el mundo», de G.K. Chesterton, para el primer número de nuestro boletín formativo «Veritas et Bona», al cual puedes suscribirte aquí.

Hace mucho que no leía a Chesterton. Para aquellos que tenemos formación en ciencias sociales y llevamos –quizá– demasiado tiempo leyendo informes pulcros y ordenados, leer a este escritor y apologeta puede resultar desconcertante: es irónico, refinado, abunda en recursos literarios y el orden lógico no parece ser una de sus prioridades. Tal vez por esto último es que las primeras palabras del libro las dedica a los sociólogos y su habilidad para diseccionar problemas conocidos y aceptados por todos, sin dar solución alguna.

El libro, por supuesto, se dedica a algo más que ha criticar el oficio del sociólogo (aunque lance dardos contra mi profesión a largo de todas sus páginas). “Lo que está mal en el mundo” es fundamentalmente un diagnóstico de la sociedad moderna. “Lo que está mal –dice el propio autor– es que no nos preguntemos que está bien”. En otras palabras, el escritor se queja del poco tiempo que dedica la gente a polemizar sobre los fines que deben conducir la vida ¿Y cuál son estos “ideales sociales”, como el mismo escritor lo llama, que deberían movilizarnos? Para Chesterton no es más que una cosa: el hogar.

Sin duda es una dulce palabra: hogar. Un sitio que sentimos como propio. Si no es la salvación a nuestros problemas, al menos es un bien querido y anhelado por todos, transversalmente. Es en torno a este concepto-eje, que nuestro notorio polemista comienza a criticar la sociedad de su época. Al hacerlo, toca temas que nunca pasan de moda: la corrección política (p. 8), la obsesión por el futuro (p. 11), lo masculino (p. 38), una sociedad funcionalizada y basada en el trabajo (p. 44) o la naturaleza de la educación (pp. 83 y 85).

El libro está dividido en breves ensayos relativamente independientes unos de otros, por lo que el lector con poco tiempo puede ir directamente a las páginas destacadas, que en mi humilde opinión son las mejor logradas. De hecho, al comienzo del libro, me sentía como un conejo haciendo pequeñas cuevas y saltando al rato a otro hoyo para empezar la tarea otra vez. Con el correr de las páginas, no obstante, me di cuenta de mi error: en realidad, las cuevas estaban conectadas por abajo por túneles aún más profundos. En efecto, Chesterton va desarrollando hábilmente un argumento en torno a la idea de hogar, saltando de un tema a otro tras cada uno de estos textos.

«En su búsqueda de hacer un diagnóstico del mundo buscando los primeros principios de un orden justo, Chesterton termina haciendo un diagnóstico en plena sintonía con la Doctrina Social de la Iglesia. Ella misma nos recuerda que los problemas “valóricos” y los “sociales” no son más que dos caras de una misma moneda.»

El escritor inglés propone que sin una casa que padre, madre e hijos puedan sentir como propia, difícilmente estos lograrán sentirse “como pequeños dioses”; personas dignas y dignificadas. El hogar, a su vez, difícilmente se convertirá en una realidad sin el acceso a la propiedad, por pequeña que esta sea. El argumento no es nuevo y de hecho, es tratado en la encíclica “Mater et Magistra” (párrafos 104 y 113), recomendada en nuestro boletín de este mes.

El dilema del hogar y la propiedad recorre todas las páginas del texto, pero es desarrollado genialmente en las discusiones entre Hudge y Gudge (pp. 28, 116 y 118). Hudge representa lo que sería un típico empresario liberal afiliado al partido conservador inglés, mientras que Gudge sería lo más graneado del socialismo progresista.

A su modo, ambos socavan las raíces de la familia: el primero, defendiendo condiciones laborales que aplastan la vida familiar y el segundo, sencillamente renunciando al ideal de familia. Las condiciones descritas en el libro son sin duda diferentes a las que tenemos casi un siglo después, a varios miles de kilómetros de distancia del escritorio de Chesterton. Pero en sus lineas generales, son descripciones pavorosamente similares a nuestra realidad actual.

“Lo que está mal en el mundo” no es un libro sobre Doctrina Social de la Iglesia (DSI). Esta ni siquiera es mencionada en el libro. Pero en su búsqueda de hacer un diagnóstico del mundo buscando los primeros principios de un orden justo, Chesterton termina haciendo un diagnóstico en plena sintonía con la DSI. Ella misma nos recuerda que los problemas “valóricos” y los “sociales” no son más que dos caras de una misma moneda. Negar una de sus dos dimensiones (como a su modo hacen Hudge y Gudge), no hará más que agudizar los problemas que padece el mundo moderno.

«Matrimonio y prioridades» por Claudio Alvarado

Destacamos la Carta al Director de este lunes 6 de julio escrita por Claudio Alvarado en El Mercurio, en la cual responde a la carta publicada por Pablo Simonetti el domingo 5 de julio.

Señor Director:

Pablo Simonetti tiene razón cuando sugiere que varias discusiones recientes (como la filiación homoparental), hasta ahora tratadas en forma parcelada, debieran ser integradas en el debate legislativo acerca del matrimonio. Efectivamente es en ese contexto (y no en tribunales ni en leyes puntuales) donde debiéramos deliberar acerca del mejor modo de comprender las diversas aristas del Derecho de Familia.

Simonetti se equivoca, sin embargo, al asumir que se trata simplemente de “avanzar” con rapidez en estas materias, como si sus puntos de vista se identificaran necesariamente con las soluciones más justas o adecuadas. Por un lado, tras estas discusiones subyacen profundas disputas teóricas y prácticas acerca de las relaciones entre sexualidad, afectividad y la vida familiar (basta pensar en el estatus en que quedan la paternidad y la maternidad si se separan radicalmente esas dimensiones). Por otro lado, hoy no es el momento de realizar exhortaciones a ninguno de los poderes del Estado. Más bien todos debiéramos comprender e incentivar que tanto el Ejecutivo como el Congreso prioricen la solución de las urgencias que ha traído consigo la pandemia.

Hay aspectos sanitarios, económicos y también políticos (como el plebiscito fijado para octubre) que no pueden esperar. Ya llegará el momento de debatir otros temas.

Claudio Alvarado R.
Director ejecutivo IES

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