Chile mariano

“Si quiso y no pudo, no es Dios.

Pudo y no quiso, no es Hijo.

Dígase pues que pudo y quiso”

El sentido de la fe de las masas populares siempre las ha hecho conscientes de la grandeza de María. Si Cristo es verdaderamente hijo de María, entonces quiere lo mejor para su Madre. Jesús es también verdadero Dios, luego todo lo que quiere lo puede. 

Los hombres de fe sencilla comprenden a veces con mayor profundidad que los teólogos las verdades de doctrinales más hondas: “comprendí más que los ancianos, porque he guardado tus mandatos” (Salmo 118, 100). Una vez más, como muchas otras, la fe del pueblo de Dios se adelantó a la proclamación del dogma, en este caso el de la Inmaculada Concepción. Así lo confirmó y proclamó, finalmente,  Pío IX en 1884: “Por gracia y privilegio singularísimo de Dios omnipotente, en atención a los méritos previstos de Jesucristo Redentor, la Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original en el primer instante de su concepción”.

Como todas los dogmas marianos, el de la Inmaculada Concepción está arraigado en la maternidad divina de María: no podía haber mácula alguna en el Arca de la Alianza que portaría en sí al mismo Dios.

Como todas los dogmas marianos, el de la Inmaculada Concepción está arraigado en la maternidad divina de María: no podía haber mácula alguna en el Arca de la Alianza que portaría en sí al mismo Dios. Y así lo manifiestan las Escrituras, pues este dogma tiene su principal  fundamento bíblico en el Protoevangelio del Génesis: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje”. Dicho de otro modo, si la enemistad de María con el diablo es la misma enemistad de Cristo con el diablo, esta enemistad es absoluta. Por tanto, no puede haber en María ni el más mínimo grado de amistad con el diablo, esto es lo mismo que decir que en ella no puede haber ni el más mínimo pecado.

María es también llamada “la Nueva Eva”. La primera Eva vencida, la Nueva Eva vencedora. Eva, por su desobediencia nos ganó la muerte; María por su obediencia nos trajo a quien nos da la vida. Como dice san Ireneo, el nudo que Eva ató por su incredulidad, María lo desató por su fe.

Desde los primeros siglos, los teólogos reflexionan sobre la plenitud de gracia de la Virgen María. Ya en esos remotos años san Efrén afirmaba que los únicos seres humanos libres del pecado original eran Cristo y María: “Ciertamente, en realidad, sólo tú y tu madre sois los completamente bellos en todo aspecto, porque en ti, Señor, no hay mancilla ni hay en tu madre mancha alguna”.

Cuando aseveramos que María es Inmaculada, afirmamos indirectamente que por fe sabemos que Cristo redimió anticipadamente a su Madre con los méritos de su pasión, pues de otro modo no podría haber esquivado las consecuencias del pecado original. Hoy nosotros le pedimos que por esos mismos méritos infinitos nos alcance la gracia necesaria a nosotros y al mundo entero. 

Y, así como el dogma se proclamó a partir de la piedad popular, en Chile su celebración es motivo de una gran manifestación del amor del pueblo a su Madre. Latinoamérica es un continente de religiosidad popular: de peregrinaciones y santuarios, de vírgenes mestizas, de leyendas que muestran que el pueblo latinoamericano siempre se consideró amparado por el manto de una única Emperatriz. Es verdad, que hace unos años palpamos la secularización  ―Chile sobre todo, ha perdido su fe, su aprecio por la vida sacramental―, hasta el punto de que incluso profesar nuestra fe ha sido más difícil (ni hablar de países donde los cristianos son abiertamente perseguidos, como en Nicaragua). 

Ni aun en los peores momentos de crisis del postconcilio, donde se quiso matar la piedad popular para dar pie a una “fe adulta”, lograron acallar completamente el rezo del mes de María del pueblo chileno. Tradición que se remonta al mismo año de la proclamación del dogma, cuando monseñor Joaquín Larraín Gandarillas quiso conmemorar de un modo especial, dedicando, no una novena, sino un mes a la Virgen. Para esto, un sacerdote compuso una oración muy larga para vivir el mes, extendiéndose por todo Chile las palabras que casi milagrosamente todos los católicos chilenos se saben de memoria: “Oh María, durante el bello mes que os está consagrado todo resuena con vuestro nombre y alabanza…”. 

Rosario Izquierdo

Investigadora de Comunidad y Justicia

Pilar de Hispanoamérica

Al conmemorar el Día de la Hispanidad, recordamos por qué Pío XII nombró a la Virgen del Pilar patrona de Hispanoamérica.

Un 12 de Octubre, fiesta de Nuestra Señora del Pilar, llegaron a nuestro continente tres carabelas con una cruz impresa en sus velas desplegadas. En un primer momento podríamos pensar que la fecha fue una mera casualidad, pero quienes recibimos la mirada de la fe sabemos que fue una muestra de la paternal providencia de Dios sobre nosotros.

Retrocedamos a los primeros años del cristianismo. Los apóstoles se habían dividido para llevar el Evangelio a todo el mundo, tal como se los había mandado el Maestro: “Id, pues y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt. 28. 19-20a).

Así el Apostol Santiago partió a Evangelizar España. Conocida es la tradición que cuenta que él, al no ver los frutos humanos de su trabajo, comenzó a desanimarse. Olvidó las palabras de Cristo, que había prometido estar con ellos “día tras día, hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20b). ¡Qué semejante situación vivimos hoy! ¡Cuánto cuesta vivir fiel al Evangelio y qué pocos frutos, humanamente hablando, vemos de nuestro trabajo! Cuántas veces gritamos sin esperanza “¿por qué han de decir los paganos «dónde está tu Dios»?” (Sal. 79, 10).

Pero una madre siempre está pendiente de sus hijos… y “Dios se acordó de su alianza, se enterneció con su inmenso amor” (Sal. 45). Fue en este contexto que, según la tradición, se produjo la primera aparición mariana (aún en vida de María). Mientras el apóstol se encontraba desanimado junto a las orillas del río Ebro, “oyó voces de ángeles que cantaban «Ave, María, gratia plena» y vio aparecer a la Virgen Madre de Cristo, de pie sobre un pilar de mármol”.  La Virgen venía a animar a su hijo Santiago en su labor misionera, a recordarle la promesa de Dios: “Derramaré mi espíritu sobre tu linaje, mi bendición sobre cuanto nazca de ti” (Is. 44, 3). Y para que los hombres no nos olvidemos de la alianza, le pidió que se levantara allí una Iglesia y  prometió que su trabajo daría abundantes frutos: «Este sitio permanecerá hasta el fin de los tiempos, para que Dios obre portentos y maravillas por mi intercesión con aquellos que en sus necesidades imploren mi patrocinio».

Testigo de esto es la enorme basílica que hasta el día de hoy se levanta en Zaragoza y los miles de peregrinos que día tras día peregrinan para pedir el auxilio de la Virgen. Testigo de esto es también la misma historia de España. Esta nación se caracteriza por haber encarnado profundamente el mensaje evangélico, la fe es la savia que la recorre y la sostiene. La historia ha mostrado los grandes frutos de santidad que este pueblo ha dejado al mundo entero, hombres y mujeres y colaboraron fiel y radicalmente en el advenimiento del Reino. Jaime Eyzaguirre llegará a decir que “la vida de España es la lucha del hombre por la salvación de su alma elevada a la categoría de historia nacional”.  

Y “el árbol bueno da frutos buenos” (Mt. 7, 17)…. Más de un milenio después, el año 1492, el mismo día en que se conmemoraba está aparición de la Virgen al Apóstol Santiago y toda España elevaba sus cánticos y alabanzas a la Virgen del Pilar, Cristóbal Colón, enviado por Isabel la Católica, motivada por el deseo de evangelizar, avistaba la tierra de América. Nuestra Madre manifestaba así su promesa y la extendía a los nuevos territorios españoles, a nuestra tierra, a Hispanoamérica, haciéndonos saber que somos sus hijos, como dice Benedicto XVI, que le pertenecemos, que estamos custodiados en el hueco de sus manos y en la inmensidad de su amor.

Por lo anterior hoy celebramos el “Día de la Hispanidad” y Pio XII proclamó en 1958 a la Virgen del Pilar Patrona de la Hispanidad. Verdaderamente ella es «esperanza de los fieles y gozo de todo nuestro pueblo» (Prefacio misa); ella es la verdadera columna que guiaba y sostenía día y noche al pueblo en el Desierto (Ex. 13, 21). Ella ha sido, es y seguirá siendo nuestra esperanza, afianzará nuestros pies en el camino y nos hará solícitos en el amor (Cf. Ef. 2). Si hoy hay luchas que dar, si pareciera que todo está perdido, si algunas vez llegáramos a preguntarnos si Dios se acordará todavía de su alianza, nos recuerda el profeta: “¿acaso se puede olvidar una mujer del hijo de sus entrañas? Pues, aunque se olviden de ellas, yo no me olvidaré de ti” (Is. 49, 15).

«Virgen del Carmen, Stella Maris»

Cuando el pueblo de Israel se alejó de Dios para rendir culto a Baal, apareció un profeta, Elías, quien mediante el poder de su sacerdocio, profetizó que no caería lluvia ni rocío hasta que el pueblo volviera nuevamente a su Dios. Comenzó así la dura sequía que habría de afligir a Israel por tres años (1 Re. 17, 1-7). ¡Cuánta actualidad tiene esta escena para el Chile de hoy! 

Nos envuelve un aire de incertidumbre y, como sabemos, “el miedo tiende trampas a la gente” (Pr. 19, 25). Entre nosotros intentamos llegar a acuerdos y, sin embargo, tristemente palpamos cómo cada intento de diálogo deriva en discusiones mayores que las anteriores. “El pueblo camina en las tinieblas” (Is. 9,1), pues donde no hay un buen gobernante, el pueblo no sabe qué hacer (Pr. 29,19). Han atacado e intentado destruir nuestros principales valores: el derecho a la vida, la familia como núcleo fundamental de la sociedad y la libertad de religión.  Se han metido con nuestros niños bombardeándolos de ideologías, además de buscar quitar el rol primordial de los padres de educar a sus hijos. Por otra parte, se han burlado de nuestra religión y se esfuerzan por quitar a Dios de nuestra sociedad. Vemos, en última instancia, cómo nuestro país escoge el camino del mal y la muerte (cf. Dt. 30, 15).

Todo lo anterior, no obstante, no nos quita la esperanza. Pues sabemos que, aunque Israel despreció a Dios, Él no se olvidó de su Pueblo. Elías mandó a Ajan: “anda y otea el mar”. Sólo a la séptima vez que este subió vió “una nubecilla como la palma de una mano, que sube del mar (…). En unos instantes los cielos se oscurecieron a causa de las nubes y el viento, y sobrevino una lluvia torrencial” (1Re. 18, 41-46).

La tradición de la Iglesia ha visto en esa nube una prefiguración de María y, en particular, de la Virgen del Carmen. Por ella nos vino la Salvación, por ella nos vienen torrentes de gracias, pues ella dio el “sí”, cuando nosotros decíamos “no” a Dios.  Por eso a la Virgen del Carmen se la llama también Stella Maris: Ella es signo de esperanza y nos anuncia la pronta venida de Cristo en medio del oleaje y tormentas del mar. 

Han sido meses difíciles como país, y humanamente no vemos luces en el camino. Quizás por eso es el mejor momento para recordar lo que decía San Bernardo: “¡Oh tú que te sientes lejos de la tierra firme, arrastrado por las olas de este mundo, en medio de las borrascas y de las tempestades, si no quieres zozobrar, no quites los ojos de la luz de esta Estrella, invoca a María!”.

La gozosa certeza de que ella, que ha acompañado y bendecido a nuestro país a lo largo de su existencia, una vez más, nos tiende amorosamente su escapulario para protegernos de los peligros de la tormenta y guiarnos finalmente a puerto:

Tú que eres la armadura fuerte del que lucha, cuando la guerra enfurece, danos la defensa de tu escapulario. En las dudas danos consejos prudentes, en las adversidades danos tu consuelo: ¡Estrella del Mar! (extracto Flos Carmeli)

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