El martes 1 de junio fuimos testigos del gran resumen de lo que fue el fracaso del peor gobierno de los últimos 30 años (y esto es así a ojos de todos: izquierdas y derechas). La cuenta pública es un acto que normalmente no pasa de ser un espectáculo edulcorado y ficticio, en que se destaca sólo lo bueno. Sin embargo, en este caso, curiosamente, el Presidente de la República expuso a la luz pública de manera diáfana sus defectos… realmente logró compendiar en un discurso el desastre de su administración. No podía haberse manifestado de mejor manera lo que han sido estos cuatro años: todas las patologías criticadas una y otra vez por uno y otro lado de su sector, todas articuladas en torno a una casi evidente obsesión personalista de querer caer bien y pasar a la historia.
Primero, la cuenta pública fue un resumen de esta gestión por las formas del discurso mismo. Palabras vanas —discursos vacíos con la artificial pretensión de querer caerle bien a una suegra—, adornadas con enumeraciones de tres conceptos igualmente vacíos y con esa inigualable gesticulación de empatía postiza imposible de creer. En definitiva, pura retórica de lugares comunes, sucedáneo de la verdadera política que pretende llenar la ausencia de discurso de la derecha sometida a la dictadura del número. Pero con ninguna de las dos recetas persuade a nadie, como quedó en evidencia en las pasadas elecciones y antes en el plebiscito.
Por otro lado, el contenido del discurso estuvo lleno a tope con un montón de las infaltables propuestas técnicas para tratar de solucionar de forma parchecurista problemas realmente profundos (pensemos en el estatuto de Carabineros o la creación de un nuevo ministerio de seguridad pública como intentos de solución de la crisis absoluta del Estado de Derecho, de la ausencia de respeto a la autoridad y de la falta de respaldo ciudadano frente al legítimo uso de la fuerza). Propuestas que muestran la ceguera absoluta (o superficialidad endémica) para comprender los problemas políticos que afectan a este Chile al borde del precipicio.
Pero lo más destacado de todo —el legado esencial de este Gobierno— fue la claudicación. La falta total de convicciones: cederlo todo. Todo lo que prometió, todo lo que su sector esperaba de él, lo entregó en bandeja a sus oponentes. Como siempre, sus adulaciones al progresismo son una muestra más de su modus operandi: mercantilizar hasta los principios más básicos, haciéndolos transigibles por un (supuesto) aumento de rating (como era obvio, el tiro sólo podía salirle por la culata). Conceder el punto del matrimonio homosexual —contra su programa, contra sus promesas y contra sus declaraciones en público durante su campaña y durante su administración— constituye la prueba definitiva de su incapacidad para gobernar, para dirigir la comunidad política al bien común. No solamente por la medida misma (aunque eso no es menor), sino también por la división de su propio sector, la falta total de necesidad de tomar a última hora una bandera que nunca va a ser suya y la absurda idea de buscar adjudicarse como «triunfo» propio un proyecto de Bachelet (al igual que los porotos que trató de ganarse con los proyectos de garantías de la niñez o de violencia contra la mujer).
Guiños a una izquierda que lo va a odiar haga lo que haga, que además dejan a la vista su frivolidad, debilidad y su deslealtad. Esa es la guinda de la torta que corona todo este penoso y agonizante fracaso cuyas horas están contadas.
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