Cristianismo y Uso de la Fuerza

¿Es legítimo el uso de la fuerza para un cristiano? Desde ciertas lecturas del cristianismo en particular y teorizaciones sobre la no violencia en general, pareciera ser que el creyente en Cristo debiera abandonar toda pretensión de autodefensa. Tomando la sección que refiere al Quinto Mandamiento (Párr. 2258-2330) Ignacio Suazo se propone en esta reflexión sintetizar las principales enseñanzas de la Iglesia al respecto para luego intentar responder a estas lecturas contemporáneas sobre el uso de la violencia. ¿Le interesa profundizar en este tema? Entonces no deje de leer este excelente artículo del Profesor Carlos Casanova.

Cuando pensamos si es o no legítimo para un cristiano hacer uso de la fuerza física frente a alguna circunstancia en particular, el primer referente es siempre aquel a quienes los cristianos buscamos seguir: Nuestro Señor Jesucristo. Al ver su ejemplo a primera vista, la respuesta parece ser un rotundo no, considerando que -como recuerda el Catecismo, en su párrafo 2262- el Señor “exige a sus discípulos presentar la otra mejilla (cfr. Mt. 5, 22-39), amar a los enemigos (cfr. Mt. 5, 44)” y más aún, que “Él mismo no se defendió y dijo a Pedro que guardase la espada en la vaina (cfr. Mt. 26, 52).” Son estas palabras de Jesucristo las que han llevado a concluir a más de una persona que la ética cristiana abjura radicalmente de todo uso de la violencia. Así lo plantea, por ejemplo, Max Weber:

Por el Sermón de la Montaña nos referimos a la ética absoluta del Evangelio, que es algo más serio de lo que creen los que ahora son aficionados a citar esos mandamientos. Esa ética no es cosa de juego. Para ella es válido lo que se ha dicho de la causalidad en la ciencia: no es un automóvil que podamos detener a nuestro gusto. A menos que se quiera caer en trivialidades, la ética del Evangelio es una moral del “todo o nada”. La parábola del joven rico nos dice, por ejemplo: “se retiró lleno de pena porque tenía grandes posesiones”. El mandamiento del Evangelio, no obstante, es incondicional y nada ambiguo: da lo que tengas, absolutamente todo. […] O nos dice también, por ejemplo: “ofreced la otra mejilla”; este precepto es incondicional y no pone en tela de juicio la fuente de la autoridad del otro para pegar. Excepto para un santo, es una ética de la indignidad. De esto se trata: hay que actuar santamente en todo a menos con la intención debe vivirse como Jesús, los apóstoles, San Francisco y sus semejantes. Recién entonces esta ética tiene sentido y expresa una especie de dignidad; de otra manera no es así. Porque si se dice, de acuerdo con la ética acósmica del amor: “No resistáis al mal con la fuerza”, para el político lo válido es la proposición inversa: “Debes resistir al mal con la fuerza o de lo contrario eres responsable de su victoria”. Quien quiera seguir la ética de los Evangelios debe abstenerse de las huelgas, porque las huelgas implican la fuerza y no queda otra solución que participar en los sindicatos amarillos. ¡Y sobre todo que se abstenga de hablar de “revolución”! Después de todo, esta ética no desea enseñar que la guerra civil es la única legítima. El pacifista que sigue a los Evangelios se negará a empuñar las armas o las abandonará; en Alemania este fue el deber ético recomendado para poner fin a la guerra y, en consecuencia, a todas las guerras.[1]

Pacifismo. Esto es lo que, según Max Weber, nos llama a vivir Cristo: una completa abjuración del uso de las armas y la violencia física. Es una interpretación que parece más actual que nunca con el renovado entusiasmo que parecen despertar las acciones políticas no violentas entre amplios círculos cristianos.

En veredas tal vez opuestas, pero cuyas reflexiones parecen sintonizar con muchos, Judith Butler ha reafirmado en tiempos recientes la necesidad de luchar contra la violencia. Lo hace teniendo como referencia casos como el Black Lives Matters o las recientes protestas en Turquía (bien podría haber citado nuestro 18-O). Para Butler el uso de la fuerza (incluso en el caso de legítima violencia, tema que abordaremos en algunos párrafos más) con toda probabilidad iniciará una lógica de nosotros/ellos que dará pie a una escalada de violencia sin fin.[2] Para no acabar en un espiral de esta naturaleza -concluye la académica- se debe cortar el problema de raíz, evitando así la violencia (al menos en cuanto sea posible). Se trata de un argumento que, debemos reconocer, no parece descabellado.  

¿Es esto, sin embargo, aquello que propone la Iglesia? Nos hacemos la pregunta como quien confía, con los ojos de la fe, que es en su seno que puede encontrarse una auténtica interpretación de las palabras de Cristo. Y para hallar las respuestas de la Iglesia, nada mejor que recurrir al compendio por excelencia de la doctrina Católica: el Catecismo (CCE).

En su versión más reciente, encontramos que la Iglesia efectivamente rechaza el homicidio, entendido como la prohibición de matar directamente al inocente. Esto bajo la comprensión de que se trata de una triple transgresión “a la dignidad humana, a la regla de oro y a la santidad del Creador” (CCE, 2261). Bajo la certeza que el mal moral nace del corazón del hombre, el Catecismo agrega que el homicidio nace de la ira, el odio y la sed de venganza, sentimientos que deben ser categóricamente rechazados (cfr.  CCE, 2262).

Con la misma claridad que el Catecismo rechaza el homicidio, aclara que este no se opone al principio de legítima defensa. Para explicar esta lógica, se acude a la doctrina de Santo Tomás de Aquino, quien señala de forma sobria y contundente: “La acción de defenderse […] puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor” (CCE, 2263). La legitimidad de un acto de esta naturaleza, continúa el Catecismo, descansa en el amor a sí mismo, principio fundamental de la moralidad (cfr. CCE, 2264). Esta clase de amor, en efecto, permite afirmar el derecho, cuando no el deber, de conservar la propia vida. De esta forma, amparada en el amor propio, la vida puede ser defendida con una violencia proporcionada a la agresión recibida (cfr. CCE, 2264)  sin temor a ser juzgado como homicida. 

Cabe destacar que este principio es extensible a la vida de otros. Esto es especialmente cierto para aquellos que tienen bajo su cuidado la vida de otros, en particular de los miembros de las Fuerzas del Orden y la Seguridad Pública (cfr. CCE, 2265). En estas circunstancias -continúa el texto- el deber de los agentes del Estado, en defensa del Bien Común, es la neutralización del agresor, para la cual es lícito el uso de las armas si fuese necesario (ibid.)

Una última consideración sobre el homicidio es el espíritu al cual se opone: la paz. Porque si la fuerza es injusta cuando nace del odio, la ira o la venganza, esta resulta justa cuando se ordena a la verdadera paz. Esta puede definirse a la manera de San Agustín como “la tranquilidad en el orden” (cfr. CCE, 2304), entendiendo que un estado tal de cosas, supone dos sentidos, uno material y otro espiritual.

Material, pues la paz supone ausencia de guerra y la promoción de ciertos bienes humanos fundamentales, tales como la libre comunicación de las personas, el respeto por la dignidad humana y la fraternidad de los cristianos (crf. CCE, 2304).

Espiritual, pues nos lo recuerda el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, ningún cambio en las estructuras sociales que no vaya aparejado de un cambio en los corazones (cfr. CCE, 40). Por eso, no puede olvidarse jamás que la paz es “imagen y fruto”  de la Paz de Cristo (cfr. CCE, 2305). Aquella paz que el mundo es incapaz de dar y que Él y sólo Él puede dar a nuestras almas (cfr. Jn 14,27). Aquella paz que, arraigada en lo más profundo del hombre, no da lugar al rencor. Aquella paz que, por hacernos de Él, nos permite sobreponernos entrar en pugnas sin entrar en las tan comunes escaladas de violencia, que tantas veces comienzan disfrazados de justicia para luego mostrarse como el más crudo terror.

La Iglesia, en resumidas cuentas, está lejos de ser pacifista. No al menos  si la entendemos como un rechazo completo de toda violencia. Por eso no debiera extrañarnos, por ejemplo, que Juan el Bautista -el hombre más grande que ha nacido sobre la tierra según el propio Jesús (Lc. 7, 28)- entregue, a los soldados que acuden a él preguntando “¿Qué debemos hacer?”, la simple respuesta de “no extorsionar” (Lc. 3, 14). No llama a dejar la espada ni abandonar el ejército, como bien podría esperarse de quien condena toda violencia. Más bien, invita a hacer un justo uso del encargo recibido.[3]

la Iglesia parece, en ese sentido, haber comprendido tempranamente la distinción entre el poder temporal y el supratemporal  (“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Lc. 20,25)). El plano temporal supone un Bien Común resguardado por el Estado en un territorio determinado (ejerciendo ahí un cierto monopolio de la violencia). La Iglesia está llamada a fecundar y animar esta vida social, apoyando al Estado en cuanto haga falta. Lo anterior no implica en ningún caso pretender suplantarlo, pues su misión es otra: hacer brillar sobre el mundo las verdades del plano sobrenatural.

Por eso -como nos recuerda el Profesor Carlos Casanova- no debiera de sorprender ni escandalizar que los dos pilares de la Iglesia, San Pedro y San Pablo, hablan sin complejos de la sujeción a la autoridad y de la conveniencia de que ella porte la espada, para infundir temor a los malhechores (cfr. Romanos 13, 3-4; I Pedro 2, 14).[4]

Max Weber puede entonces estar tranquilo: abrazar el cristianismo no implica renunciar a las armas. Porque si nada de lo externo ensucia al hombre, entonces ni el fusil del soldado ni la luma del carabinero son cosas mala en sí mismas. “Las cosas son herramientas y buscan quién las maneje”, reza un conocido himno de la Liturgia de las Horas. O dicho de otra forma: lo creado (armas incluidas) está ahí, puesto a disposición de la humanidad para ser usadas de forma justa y recta; ordenadas al Bien Común y a la Gloria de Dios.

Y es que el Cristianismo, el verdadero cristianismo, no es una mera utopía -como pareciera razonar Weber- que conceptualiza un mundo ideal (en este caso sin violencia) y lucha por alcanzarlo. Los seguidores de Cristo nunca rechazarían algo de lo creado (por la naturaleza o por el hombre mismo) como un mal en sí mismo, pues comprenden que detrás de todo lo creado hay un designio del mismo Dios. El cristiano, en suma, no busca idear un mundo bueno para vivir, sino vivir de acuerdo al bien del mundo.  

Pero si Weber se equivoca sobre el Cristianismo, acierta al afirmar lo difícil que es hacerlo carne. Mucho más duro que rechazar la violencia de plano es, sin duda, luchar con todas las fuerzas por lograr un justo uso de las cosas. La tarea -qué duda cabe- es difícil y ardua. Por ello no es raro que Butler, Weber y tantos otros, desesperen del hombre y lo crean incapaz de hacer un justo uso de la  fuerza.

Pero ¿por qué desesperar de Cristo, el mismo que después de ver alejarse al joven rico nos llama a la esperanza diciendo “para Dios no hay nada imposible? (Mt. 19,26)”. Es la misma Iglesia la que da la clave, en el tantas veces despreciado Catecismo, cuando apunta al espíritu que excluye todo homicidio: la paz. Un don que difícilmente podrán ver Weber y Butler. El primero probablemente lo pondrá del lado de la ética de la convicción: una constelación de valores subjetivos -fundamentales en política, sin duda- pero dependientes únicamente del individuo. Judith Butler, por su lado, -con varias décadas más de nihilismo, psicoanálisis y marxismo en su filosofía que Weber- ni siquiera pretenderá sacudirse la agresividad de encima, acaso la violencia misma. La solución será reformular el concepto mismo de no violencia y aspirar a cambios “en la medida de lo posible”.[5]                             

Ambos terminan por ignorar la gran verdad que la Iglesia atesora: la paz de Cristo, que Él nos regala a través de su Gracia y con su reinado –Pax Christi in Regnum Christi-, por medio de la Iglesia, y que nos garantiza la posibilidad de hacer un uso adecuado de la fuerza en particular y de todo lo creado en general. Es ella la que puede darnos la lucidez de actuar con fuerza, no movidos por odio ni rencor, sino en aras de conservar y promover la tranquilidad en el orden. Y no como una idea utópica, sino como una verdad experimentada en lo profundo del corazón.


[1]          “La política como profesión”, 93-94. En: El sabio y la política. Eudecor. Córdoba. 1966. En: Casanova, Carlos. «¿Es lícito al Cristiano el Uso de la Fuerza?» Ius Publicum 37 (2016): 11-25.

[2]           Butler, Judith. La Fuerza de la No Violencia. 2a ed. Providencia, Santiago: Paidos, 2020: 69-71.

[3]          Casanova, Carlos. «¿Es lícito al Cristiano el Uso de la Fuerza?» Ius Publicum 37 (2016): 18.

[4]          Ibid.

[5]          Butler, Judith. La Fuerza de la No Violencia. 2a ed. Providencia, Santiago: Paidos, 2020: 41.

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