Les dejamos a continuación el intercambio completo entre nuestro director, Cristóbal Aguilera y Consuelo Contreras, publicada por El Mercurio y ocurrido entre el 25 de junio y el 02 de julio. Incluímos, además, algunas cartas y columnas escritas a propósito del mismo debate.
Jueves 25 de Junio de 2020
Señor Director:
El proyecto de ley de garantías de la niñez ha venido a recordar por qué nuestro país tiene una deuda con la infancia. Pareciera que algunos adultos olvidan que los niños y niñas son personas. Sí, se lee ridículo, pero el tenor de la discusión de estos días parece indicar que hay quienes sostienen que los niños y niñas carecen de esa calidad. Ha causado revuelo que este proyecto reconozca el derecho a reunión a los menores de 18 años. ¡Como si aquello fuera una gran innovación! Nuestra Constitución reconoce tal derecho a todas las personas, sin fijar la mayoría de edad como requisito para ejercerlo, básicamente porque se trata de derechos humanos universales, indivisibles, irrenunciables y respecto de los cuales niños, niñas y adolescentes son titulares también.
¿Por qué una discusión en apariencia tan sencilla cuando se trata de adultos, resulta tan polémica cuando hablamos de niños y niñas? Quizás porque, a pesar de los discursos, nuestra comunidad sigue negándose a reconocerles capacidad y titularidad a quienes no son del club de la adultez. Da la impresión de que los principios que impulsaron la Revolución Francesa, la formación de los Estados y las bases para las democracias actuales aún no hubieran llegado para los niños, niñas y adolescentes.
Algunos insisten en que los niños carecen de racionalidad, que solo deben obediencia a sus padres y tendrán verdaderos y completos derechos cuando sean como nosotros: adultos. Sin embargo, estamos quienes creemos que su reconocimiento como sujetos titulares de derechos es un requisito indispensable para la construcción de una sociedad más justa y fraterna.
Consuelo Contreras
Fundadora de Corporación Opción
Viernes 26 de Junio de 2020
Señor Director:
En su carta de ayer, Consuelo Contreras (Corporación Opción) se ve en la necesidad de reconocer algo que, a pesar de parecerle ridículo, a su juicio resulta necesario: los niños son personas. Lo dice pues piensa que quienes nos oponemos al proyecto de garantías de la niñez negamos aquello. Se equivoca, sin embargo. Podríamos decir, incluso, que sus opositores llevamos hasta las últimas consecuencias el reconocimiento de la personalidad de los niños, pues reconocemos que son sujetos de derechos humanos desde la concepción.
Lo que en realidad ocurre es que argumentos como los que ofrece Contreras son los que precisamente olvidan algo obvio y evidente: los niños son… niños. Y esta verdad que salta a la vista de todos es lo que el proyecto —entre otras cosas— tergiversa. Y la discusión de la indicación sobre la participación de los niños en manifestaciones es una muestra más de esto.
Los padres —valga la pena recordarlo hoy día— juegan un rol fundamental, indispensable e imposible de imitar en la formación de la personalidad de sus hijos. La obediencia, en este contexto, no es opresión ni la autoridad paterna algo respecto de lo cual haya que liberarse (la alusión a la Revolución Francesa queda para la anécdota: ¿revolución de los niños?).
El proyecto de garantías pone tensión ahí donde al Estado solo le cabe ofrecer ayuda y colaboración, pues la única manera de resguardar realmente los derechos de los niños es fortaleciendo la autoridad de los padres y la unidad familiar.
Cristóbal Aguilera
Profesor de Derecho, Universidad Finis Terrae
Director, Corporación Comunidad y Justicia
Sábado 27 de Junio de 2020
Señor Director:
En su carta de ayer, Cristóbal Aguilera remarca que mi misiva olvida que los niños son niños y que respecto de sus derechos al Estado solo le cabe “ofrecer ayuda y colaboración”.
En primer lugar, cabe preguntarse qué significa que “los niños son niños”. ¿Que dicha condición les impide el ejercicio de sus derechos? ¿Que solo los padres y madres pueden tomar decisiones sin consideración de lo que ellos manifiesten, porque son solo “niños”? Pues bien, Cristóbal omite que la titularidad consiste, precisamente, en ser reconocido como sujeto con agencia para el ejercicio de derechos, y que esto, en el caso de los niños, se realiza progresivamente, bajo el cuidado y orientación preferente de padres y madres mientras ello favorezca su interés superior. Eso es lo prescrito por la Convención de los Derechos del Niño, ratificada por Chile hace 30 años.
En segundo lugar, en virtud de nuestra normativa vigente, el Estado tiene respecto de la infancia obligaciones más intensas que solo ayudar y colaborar. Por ejemplo, Chile tiene altos índices de violencia contra los niños y niñas —8 de cada 10 ha sufrido alguna forma de maltrato—, y esta ocurre primordialmente en el núcleo familiar: según la última ELPI, el 62,5% de los adultos usa alguna forma de violencia para la educación de sus hijos/as. El Estado tiene la obligación de tomar medidas para erradicar la violencia contra niños y niñas y, junto con ello, garantizar sus derechos. Por ello, la afirmación de que la única manera de resguardar los derechos de los niños es fortaleciendo la autoridad paterna ignora la realidad y las obligaciones internacionales del Estado.
Consuelo Contreras
Fundadora de Corporación Opción
Domingo 28 de Junio de 2020
Señor Director:
Consuelo Contreras responde mi carta volviendo a su argumento central, el cual apunta a tensionar la relación filial. En efecto, Consuelo juzga —en coherencia con el proyecto de garantías de la niñez— la labor de los padres con desconfianza, pues supone que ella implica necesariamente la vulneración de los derechos de los niños.
Lo anterior explica el modo en que razona, y el que intente llenar de contenido ideológico frases que el sentido común sugiere tan sencillas, como que los niños son niños. Por supuesto que los niños crecen (¿quién si no los padres nos sorprendemos y maravillamos de esto?) y parte de su educación implica el que ejerzan su libertad con responsabilidad, de modo que sus actos se orienten a la virtud. Sin embargo, los encargados de esa educación, de conducir, promover y orientar todo aquello son los padres. En definitiva, son los padres los que tienen el derecho preferente y el deber de asumir la ardua, pero hermosa, tarea de colaborar con la formación de la personalidad de los niños: ¡sus hijos!
Aludir a la violencia y maltrato es desviar —y Consuelo lo sabe— la discusión a un plano diferente del que la originó, que se refería al derecho a la manifestación. No hay duda de que el Estado debe erradicar la violencia y maltrato, pero eso no es el objeto de este debate ni el fin del proyecto de garantías de la niñez. El objeto es el debilitamiento de la autoridad educativa de los padres, como si ello fuese necesario para garantizar los derechos de los niños. Y, en este contexto, podemos volver a la tesis principal: fortalecer la autoridad de los padres y la unidad familiar es resguardar, en último término, el interés superior de los niños.
Cristóbal Aguilera
Profesor de Derecho Universidad Finis Terrae
Director Corporación Comunidad y Justicia
Martes 30 de junio de 2020
Señor Director:
La crisis social actual tiene directa relación con la problemática que se produce por la falta del ejercicio de la autoridad de los padres al interior de las familias. Los niños, los adolescentes y los jóvenes piden a gritos la autoridad de sus padres. Muchos colapsan porque no la tienen, experimentando un sentimiento de abandono. Esta carencia es la raíz de muchos problemas sociales.
Los padres, como los primeros educadores de sus hijos, tienen el deber y el derecho de ejercer la autoridad sobre ellos, estar presentes, acompañarlos y guiarlos. Muchas veces necesitarán imponerse, con una autoridad sana, humilde, cercana, y así encaminar a sus hijos hacia el bien, para lograr que ellos se desarrollen como personas íntegras. Este es un servicio que exige esfuerzo, tiempo y dedicación, pero también implica y constata el verdadero amor de los padres por sus hijos.
En beneficio al interés superior del niño, debemos dar apoyo a los padres en esta tarea, para que los niños puedan seguir siendo niños.
Yolanda Guglielmetti W.
Educadora de Párvulos
Mediadora familiar U. de los Andes
Miércoles 01 de julio de 2020
La comisión de Infancia del Senado aprobó —con los votos favorables de Jaime Quintana, Ximena Rincón y Carlos Montes— una indicación que otorga a los niños el derecho a “tomar parte de manifestaciones”. Esta medida se inscribe perfectamente en la lógica de la llamada “autonomía progresiva” de los menores, que ha presidido la elaboración del proyecto de garantías para la niñez: los niños también son titulares de derechos individuales, con todas las consecuencias implicadas.
Con todo, se trata de una decisión problemática, y por varios motivos. Por de pronto, la familia es un tipo de comunidad que no puede comprenderse plenamente desde la óptica jurídica ni contractual. En efecto, ninguna de esas dimensiones da cuenta de la gratuidad o el don, que son los principales rasgos de dicha instancia —primer organismo moral, decía Gramsci—. Además, necesitamos que las familias formen a las mejores personas y ciudadanos que sea posible; y, para lograrlo, requieren de algunos medios indispensables. Reducir la autoridad de los padres —por nimio que parezca el caso que nos ocupa— no parece ser el camino más adecuado. Dicho de otro modo, el Estado (que ni siquiera puede cuidar a los niños que tiene a su cargo) no debería inmiscuirse en ese tipo de cuestiones: los costos son mucho más elevados que los eventuales beneficios.
Por otro lado, hay algo extraño en el presupuesto implícito, según el cual los padres serían algo así como los adversarios del Estado en lo relativo a la protección de los niños. Hay circunstancias extremas en las que eso puede ser cierto, pero está lejos de ser la regla general. En rigor, el Estado necesita imperativamente a las familias. Supongo que hay que vivir en un mundo muy singular para suponer que la dificultad familiar que enfrenta Chile guarda relación con los permisos para las manifestaciones. El problema que enfrentamos es mucho más urgente y radical, aunque por años nos hayamos negado a verlo. Las familias apenas alcanzan a cumplir con sus funciones más elementales, por falta de condiciones mínimas para llevar una vida familiar digna: horarios de trabajo imposibles, tiempos de transporte, frecuente abandono paterno, viviendas y barrios mal concebidos, penetración de la droga y el narcotráfico, y así la lista podría extenderse infinitamente.
Todo lo anterior tiene secuelas desastrosas sobre el tejido social, y al Estado se le hace muy difícil recoger luego lo que queda de esa tragedia. Si los parlamentarios progresistas estuvieran efectivamente preocupados de la infancia, podrían impulsar —por ejemplo— la limitación del trabajo dominical, que permitiría que muchos niños pasaran más tiempo con sus padres. Sin embargo, prefieren sumarse al lenguaje individualista de los derechos, sin comprender que solo debilitan aquello que deberían fortalecer: la comunidad.
Daniel Mansuy
Señor Director:
En su última carta, Cristóbal Aguilera señala que el poner cifras en el debate, cuando cito como ejemplo la violencia que sufren los niños, es “tensionar la relación filial”. En realidad, el objeto era visibilizar que el Estado tiene obligaciones más intensas que “ayudar y colaborar”, porque la realidad es que ocho de cada 10 niños en Chile son víctimas de alguna forma de maltrato, y el Estado debe tomar medidas respecto de eso. Por ello el fortalecimiento de la autoridad paterna, como plantea Cristóbal, no es la única forma de resguardar los derechos de niños y niñas, especialmente cuando el 62,5% de los cuidadores utiliza la violencia en la educación de los niños. Eso no es una visión ideológica, es la constatación de una cruda realidad que como sociedad debemos abordar y erradicar.
Ahora bien, volviendo al inicio de esta discusión, lo que he sostenido es que los niños y niñas son titulares de todos los derechos constitucionalmente reconocidos a todas las personas, incluido el derecho a manifestación pacífica. Esto no es ninguna innovación del proyecto de ley de garantías de la niñez, porque se encuentra recogido tanto en nuestra Constitución como en la Convención de los Derechos del Niño, que tiene 30 años de vigencia en nuestro país. Ello, sin lugar a dudas, va de la mano del deber preferente de padres y madres a educar y orientar a sus hijos, pero no puede restar el rol de garante que al Estado le cabe.
El aprendizaje del ejercicio de los derechos es progresivo, debe ser garantizado por el Estado, en comunión con las familias y la comunidad. Ni más ni menos que eso.
Consuelo Contreras
Fundadora de Corporación Opción
Jueves 02 de julio de 2020
Señor Director:
Consuelo Contreras responde mi carta anterior insistiendo en un punto con el que nadie podría discrepar. Por supuesto que el maltrato a los niños es un problema gravísimo que debemos enfrentar de forma prioritaria. Con todo, este gravísimo asunto se aleja no solo de la polémica que originó estas cartas, sino que también del contenido y motivaciones del proyecto de garantías de la niñez (si este fuese su propósito, de seguro tendría un apoyo transversal).
Volviendo al aspecto central de este intercambio, Consuelo se refiere al supuesto deber garante del Estado respecto de los derechos de los niños. La manera en que el proyecto de ley concibe esta idea presenta enormes dificultades. En rigor, ella apunta a que el Estado intervenga en la familia para juzgar el modo en que los padres educan a sus hijos en base a criterios como la “autonomía progresiva”. Así, se busca emancipar al niño de la autoridad de sus padres, a fin de que pueda ejercer libremente ciertos derechos individuales (a manifestarse, a la intimidad, etcétera). En este esquema, el Estado debe garantizar que el niño —considerado ya como individuo completamente autónomo y no como hijo y miembro de una familia— sea protegido frente a sus padres en el pleno despliegue de su autonomía.
Sin embargo, los padres son los primeros educadores de sus hijos y al Estado solo le compete —en este plano— colaborar con esa labor, no debilitarla ni menos usurparla. Este es, sin embargo, el riesgo que hoy corren las familias con proyectos como el de garantías de la niñez. Ni más ni menos.
Cristóbal Aguilera M.
Profesor de Derecho Universidad Finis Terrae
Director Corporación Comunidad y Justicia
Viernes 03 de julio de 2020
Señor Director:
Respecto del interesante debate sobre los derechos de los niños y la autorización de estos para asistir a marchas “pacíficas”, quisiera compartir una preocupación.
Todos hemos visto cómo tantas marchas que comienzan pacíficamente terminan no siéndolo, al ser instrumentalizadas por violentistas. ¿Quién asume la responsabilidad por la seguridad de esos niños si sus padres ya carecen de autoridad? ¿Cuánto más se complejizará la acción policial ante la presencia de niños desprotegidos?
La extrema polarización, que tanto daño le ha causado a nuestro país en los últimos 50 años, puede encontrar tierra fértil en esas personitas aún en proceso de maduración. Para un niño vulnerable ir a una gran marcha significa hacerse parte de algo épico, emocionante, donde la adrenalina lo puede llevar a repetir consignas ajenas odiando apasionadamente a quienes se les opongan. Si se vuelve violenta, aún más delirante e inolvidable podrá ser la aventura para un niño aún incapaz de medir los riesgos cuya inmadurez lo puede llevar a tomar, abrazando tempranamente banderas que, sin entender del todo, le hacen sentirse parte de algo más grande, una causa, una tribu.
La temprana ideologización, cuando es principalmente emocional más que racional, se transforma en una especie de fe, una religión contra la cual la razón nada puede. Es un camino filoso que estamos comenzando a ver con formuladores de políticas que confían cada vez más en sus emociones personales para tomar decisiones que deberían basarse solo en la razón y en aquellos marcos legales y jurídicos acordados que son la base de nuestra estabilidad institucional.
Si hasta ahora nos ha costado tanto entendernos, cuando incluso la pandemia y el hambre no han sido razón suficiente para dejar de perder el tiempo en zancadillas y en dispararnos a los pies, incapaces de dejar ideologías de lado para enfrentar la adversidad unidos como nación, ¿qué futuro podemos esperar si dejamos a las futuras generaciones a la deriva sin la orientación y valores familiares? Es cierto que la violencia intrafamiliar es una lacra para el país, pero no es excusa, podemos luchar por erradicarla sin exponer innecesariamente a nuestros frágiles niños.
No sigamos sembrando las semillas de la violencia, soledad y antagonismo. Cuidemos a los niños, que son el futuro de nuestra nación.
María Alicia Ruiz-Tagle Orrego
Lunes 6 de Julio de 2020
Señor Director:
Nadie discute el derecho de los padres a educar a sus hijos, del que forma parte, al menos hasta cierta edad, el darles o no permiso para participar en ciertas actividades.
Hoy, comprensiblemente, se debate sobre el derecho de niños y adolescentes para concurrir a marchas u otro tipo de concentraciones pacíficas, y lo que me pregunto, más ampliamente, es cuál es el límite del derecho de los padres a la hora de educar y autorizar a sus hijos para determinadas actividades. El ejercicio de todo derecho tiene un límite, y también lo tiene el de los padres. Así, por ejemplo, ¿a nadie llama la atención que los padres, ya a los pocos días de haber nacido sus hijos, los apunten en su propio credo religioso y los hagan incluso miembros de una iglesia en particular? ¿No es eso instrumentalizar a los hijos con fines religiosos, tanto como sería inscribirlos en el partido político de sus progenitores? ¿Por qué rechazamos lo segundo y vemos lo primero como algo natural? ¿Deben ser acaso más libres las afiliaciones políticas que las opciones religiosas? ¿No sería más justo y respetuoso con la futura personalidad y autonomía de los recién nacidos educarlos en el fenómeno religioso y en los distintos credos —y esto tanto en casa como en colegios y liceos— dejando a su arbitrio el elegir cuando adultos una u otra religión, una u otra iglesia, o carecer tanto de aquellas como de estas?
Agustín Squella
Martes 07 de julio de 2020
Señor Director:
Creo que es un deber que intentemos ayudar al profesor Agustín Squella en su noble cruzada contra la introducción de sesgos involuntarios en los menores de edad por parte de sus padres. Como antropólogo, debo destacar que el mayor de estos sesgos lo produce el lenguaje. Las categorías y distinciones de cada idioma están cargadas de ideología y preconcepciones heredadas que terminan configurando nuestra percepción del mundo. Una lengua es como una religión, al punto que muchos de mis colegas suponen un nexo profundo entre ambos fenómenos.
Luego, para llevar adelante el programa squelliano, resulta urgente y necesario prohibir que algún idioma les sea enseñado a los niños hasta que sean capaces de elegir uno (o ninguno) de acuerdo a su soberana libertad. Esto, por su parte, exige de nosotros, los adultos, un liberal silencio: no debemos hablar frente a los menores, ya que está demostrado que es por medio de la involuntaria imitación que ellos adquieren el iliberal sesgo idiomático.
Pablo Ortúzar Madrid
Investigador IES
Jueves 9 de Julio de 2020
Vivimos en una época caracterizada por la exaltación del yo. Para el cristianismo, la persona es el ser más valioso de este mundo, ocupa el primer lugar en la creación. El Evangelio contiene un mensaje radical en este sentido: en un principio hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios y en la plenitud de los tiempos Cristo murió por cada uno de nosotros. No hay otra religión que exalte de esta manera la dignidad personal. Como decía un filósofo, todos somos, de manera única e irrepetible, “alguien delante de Dios”.
Este mensaje no es incompatible con el reconocimiento de nuestra absoluta dependencia de Dios. Nuestra dependencia, en efecto, es también radical. No solo ontológica (es evidente que alguien nos ha debido dar nuestro ser), sino que también existencial: no podemos de ningún modo poner nuestras esperanzas en nuestras propias obras. Sin embargo, esta es la ilusión de la modernidad: pensar que podemos encontrar el sentido de la vida en nosotros mismos.
Algo de esto subyace a la inquietud de Agustín Squella, quien se preguntaba hace algunos días si acaso es razonable que los padres bauticen a sus hijos al inicio de sus vidas. No debemos extrañarnos de que el bautismo de los niños sea visto como un escándalo. Por un lado, para el progresismo todo lo que no ha sido escogido libremente es una carga respecto de la cual podemos –o debemos– liberarnos. Así, el bautismo es una imposición injusta, un abuso de unos adultos que están a cargo temporal y circunstancialmente de unos niños (¿sus hijos?). Por otro lado, el bautismo implica para el progresismo la aceptación de nuestra dependencia y limitación. La religión implica la apertura a un misterio que nos antecede y precede. Y este es el escándalo mayor, porque desvía el eje de la modernidad: el individuo y nada más.
El ser humano no es una realidad material, sino metafísica. No somos fruto del azar, sino de un don. Nuestra existencia no es un sobrevivir –y devenir– en este mundo, sino un abrirnos más allá de él. El énfasis en el individuo impide que alcemos la cabeza más allá del propio ombligo. Y este proceso de ensimismamiento, que ha durado ya demasiado tiempo y que parece no detenerse, solo puede proyectar un mundo caracterizado –y capturado– por el hastío y la banalidad. En este contexto, el bautismo es un rayo de luz, que ilumina nuestra perspectiva histórica, derribando el mito del individuo y proporcionando una novedad (la fe es siempre algo nuevo). Ratzinger decía que el bautismo significa, entre otras cosas, ofrecerles a nuestros hijos un horizonte de sentido eterno, que supera la finitud de nuestra vida biológica. La eternidad… este debe ser nuestro horizonte, nuestra meta. Porque si es verdad que somos “alguien delante de Dios”, también es verdad que lo somos “para siempre”.
Cristóbal Aguilera