Les dejamos a continuación esta columna escrita por el miembro de nuestro directorio Cristóbal Aguilera publicada el 07 de enero en El Líbero.
La discusión constitucional parece capturada por la pregunta sobre el rol del Estado en materia social. Sin embargo, la otra cara de la moneda de esta interrogante –que suele no advertirse– es la pregunta sobre el rol de la persona en la sociedad. Ambas cuestiones, en efecto, están íntimamente implicadas y se unen en el concepto de bien común.
La nuestra es una época que exalta equivocadamente la dimensión individual de la persona. Toda referencia a lo social parece ser algo meramente instrumental. De este modo, cuando se habla de bien común, generalmente se habla de la satisfacción de las necesidades del individuo, necesidades que solo son sociales en el sentido de que requieren a otros para satisfacerlas, pero no para compartirlas y realizarlas. Esto ha llevado, casi inevitablemente, a desvalorizar los vínculos. A tal punto ha ocurrido esto, que hoy predomina también una cultura según la cual la verdadera libertad del individuo (del yo) consiste en emanciparse de las relaciones sociales, olvidando que el bien para la persona es siempre un bien compartido, un bien que se da en y con los demás (el polémico video de la Defensoría de la Niñez de hace un tiempo nos ofreció una evidencia paradigmática de esto último).
Exaltar ideológicamente la dimensión individual de la persona –es decir, olvidar que su propia plenitud se encuentra precisamente en sociedad– es un error. Con todo, no toda comprensión y referencia a la individualidad de la persona lo es. No es posible, de hecho, hablar de la dimensión social de la persona sin pensar que cada uno es máximamente individual: único e irrepetible.
Cada uno tiene (es) una riqueza o dignidad interna –su propia personalidad– que está llamada precisamente a comunicar a los demás. La individualidad es lo que hace posible la vida en comunidad o, dicho de otro modo, la individualidad es lo que hace posible la amistad. En este sentido, la dimensión social de la persona es su propia apertura a los otros. Incluso podemos decir que en esto consiste el mayor bien social: en la propia donación de la persona a los demás. Bajo esta perspectiva, los vínculos sociales no son cadenas que haya que quebrar para conseguir la verdadera libertad, para que pueda surgir el verdadero yo, sino que son bienes en sí mismos en los cuales nos realizamos. Así, la comunidad política o la familia, por poner dos ejemplos, no son medios o instrumentos para la satisfacción individual, sino que son relaciones en sí mismas valiosas, aún cuando impliquen sacrificios personales en favor de ella (de los demás, de todos).
Del modo en que se comprenda la realización de la persona en comunidad (y, consecuentemente, del modo en que se valoren los vínculos sociales), se sigue el modo en que se comprende el rol de la persona en la sociedad. Es obvio que el hecho de hablar de comunidad supone pensar en que hay algo que nos une, algo que es común. Sin embargo, ¿en qué consiste eso que es común? ¿El bien común es únicamente la satisfacción de las necesidades de la vida a fin de que cada uno haga con su vida lo que mejor le plazca, o hay algo más? ¿Existe un deber de los ciudadanos de colaborar en la consecución de este bien común? ¿Es posible que la sociedad pueda progresar sin una verdadera amistad social?
El rol del Estado en materia social, a su vez, se sigue de lo anterior. Si pensamos que no existe el deber de los ciudadanos de contribuir al bien de la sociedad de la cual son miembros y que este bien consiste únicamente en la satisfacción de las necesidades de la vida (algo en lo cual ciertos liberales de izquierda y derecha estarían de acuerdo), podemos concluir que el Estado puede –e incluso debe– asumir la titularidad de actividades como educación, salud o pensiones (alguien debe hacerlo). En cambio, si aceptamos una postura contraria, se puede defender que el rol del Estado es promover y colaborar con la realización del bien común, el cual supone mucho más que la provisión de bienes esenciales para la vida, y que por lo mismo le corresponde primera y principalmente a los ciudadanos. En algún sentido, la disputa constitucionalmente relevante entre proyectos que –matices más, matices menos– denominamos Estado de Bienestar y Estado Subsidiario encuentra sus fundamentos en este nivel de reflexiones.
De este modo, una buena forma de avanzar en el debate sobre el rol del Estado que la Convención Constitucional deberá abordar, y así salir de una discusión que a ratos parece un diálogo de sordos, consiste en indagar en los fundamentos antropológicos que subyacen a cada una de las propuestas, los cuales usualmente no son advertidos ni explicitados.