El Valor de la Paternidad

Por: Ignacio Suazo y Vicente Hargous

  1. Introducción

A muchos, incluso dentro del mundo católico, podría llamar la atención la enorme centralidad que la Iglesia Católica da a la familia y la paternidad. Quizás alguien podría preguntarse por qué la Iglesia es tan inflexible al conservar una visión de la familia que a ojos contemporáneos parece obsoleta. ¿No sería mejor simplemente decir que «los tiempos cambian» y que por ende deberíamos dar un aggiornamento, una puesta al día de la doctrina al siglo XXI?Es una crítica frecuente: —¡Tenemos autos y aviones! ¡Tenemos luz eléctrica y computadores! Así como las carretas y las velas quedaron atrás en la oscuridad de la «edad media», de la misma manera debemos dejar atrás esas formas retrógradas de ver la sexualidad y la familia.Parece tentador… la concupiscencia nos tira de la ropa, según la expresión del santo de Hipona en sus Confesiones. A la jerarquía de la Iglesia también le puede seducir la visión exclusivamente humana de facilitar las cosas… ¿no «ganaría» más adeptos con sólo relajar un poco las costumbres sobre el sexto y el noveno mandamiento? ¿No le permitiría gozar de más «aceptación» y «prestigio» en el mundo moderno? Parece que dejar atrás ese «lastre» moral haría todo más fácil a todos. ¿Por qué, entonces, mantener tan tozudamente una definición tan «restrictiva» de familia en el centro de la discusión? ¿No hay acaso temas más importantes —que la Iglesia también reconoce como relevantes—, como la pobreza, las condiciones laborales o el medio ambiente? Incluso si entendemos que la familia y la paternidad son importantes ¿no sería mejor usar conceptos más amplios, que den cabida a todas las situaciones familiares posibles?

La respuesta está en que la Iglesia no existe para alagarse a sí misma, para buscar adeptos, para congraciarse con el mundo, para incrementar su propio prestigio frente a los poderes de nuestro tiempo. La misión de la Iglesia es la salvación de las almas, acatando la Voluntad de Dios, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (I Tim. II, 4). La verdad es algo que hemos de recibir, de reconocer, y no algo que podamos crear o modificar a nuestro antojo. Existe una verdad del hombre, que solamente se esclarece en el Misterio del Verbo encarnado (cfr. Gaudium et Spes, 22). La fe y moral constituyen un depósito, que la Iglesia solamente administra, del que no puede disponer arbitrariamente… Si la Iglesia buscase adaptarse a los vientos de doctrina, a las modas de cada época, se traicionaría a sí misma, pues llevaría a los hombres a vivir a su gusto, pero no a que tengan Vida y la tengan en abundancia.

La familia forma parte del designio de Dios al crear al hombre como imagen suya: por analogía, podemos decir que Dios es una familia, al ser Trino en Personas. Así como la Trinidad son tres personas y un solo Dios, de la misma manera los cónyuges se vuelven una sola carne y dan origen a una comunidad de hijos y padres, llamada a la unidad y pluralidad que existe en Dios. Él quiso que el hombre viviera y creciera en familia: «no es bueno que el hombre esté solo» (Gn. II, 18). El que sea un designio de Dios implica una dirección teleológica, y por ende un orden. Se trata, por tanto, de una familia con unos contornos determinados, que dependen de los fines unitivo y procreativo que señalaba Pablo VI en su encíclica Humanae Vitae.

Frente a la hipócrita búsqueda de justificación de los fariseos para dar el libelo de repudio a la mujer y separarse de ella resuena la respuesta de Cristo: «Moisés por la dureza de vuestros corazones os permitió repudiar a vuestras mujeres, pero en el principio no fue así» (Mt. XIX, 8). «En el principio», en el origen, en el inicio, en el designio creador de Dios. Recibimos el ser en una naturaleza determinada, ordenada a determinados fines. Como parte de ese orden natural originario existe la institución del matrimonio, que fue elevado por Cristo a la dignidad de sacramento entre bautizados. No se trata de un matrimonio «por la Iglesia» distinto del matrimonio natural. El matrimonio es una realidad natural que la ley debe reconocer; y esa misma realidad natural es la que fue perfeccionada por Dios, que la elevó a la dignidad de sacramento, porque la gracia no quita la naturaleza, sino que la lleva a su plenitud.

Existe un orden en la familia que es independiente de la voluntad humana, y que forma parte del designio de Dios. No se trata solamente de un orden ético individual acerca de la sexualidad, sino que incluye además las formas de relacionarnos como personas en sociedad, a través de la familia. La familia es jerárquica, existe una autoridad y un orden en la familia, y la figura que es cabeza de la familia es precisamente la del padre. Se trata de una autoridad, pero no de una forma de dominio despótico, sino de una potestad dirigida al bien integral de la persona del hijo. 

  1. La sociedad familiar como comunidad de amor encabezada por el buen padre de familia

Hemos dicho que la paternidad se enmarca dentro de un orden natural de la familia y que, en efecto, sólo desde este prisma puede entenderse la esencia de la paternidad. Tal razonamiento, sin embargo, sigue siendo igual de sospechoso para los críticos de la familia tradicional. —Eso no funciona y nunca ha funcionado en Chile —nos dicen, acompañando un desfile de datos empíricos—: ¡un 8,7% de niños en Chile ha sufrido abuso sexual! (¡muchas veces por familiares!), ¡un 28% de niños en Chile sufre maltratos graves! (UNICEF, 2015) … Y si bien esta clase de injusticias se encuentran más acentuadas en estratos populares, la disfuncionalidad no es patrimonio de los más pobres: en ambientes de mayor nivel socioeconómico, muchos padres roban a sus hijos aquello que legítimamente les es debido: tiempo compartido. ¿De qué familia nos hablan? —entonces viene el dato de la triste realidad chilena—: ¡los porcentajes de hijos nacidos fuera del matrimonio en Chile siempre han sido altos, desde que hay registros! ¿Por qué tanta preocupación por algo que no es una realidad y nunca lo ha sido en Chile?

En resumen,  quienes cuestionan la familia tradicional nos echan en cara una dolorosa realidad: muchos padres chilenos cometen (y han cometido) graves injusticias contra sus hijos, y hay además muchas familias rotas o disfuncionales, y muchos niños que no reciben la familia a la que tienen derecho.

Las llamadas filosofías de la sospecha (Freud, Marx, Nietzsche) y sus derivados han acentuado esta tendencia, causando estragos en la idea original de la familia. Al ver en todo vínculo una fuente de eventual conflicto —cuando no una estructura o superestructura de opresión—, impiden entender la vocación humana al amor. Desde hace algunos años se habla mucho de la opresión del «patriarcado» contra la mujer —el feminismo ve al marido como un opresor y la maternidad como una carga patriarcal—, pero últimamente ha penetrado también el discurso que pretende acabar con el «adultocentrismo». Ambos discursos tienen un sustrato ideológico común contrario a la antropología verdadera: la sospecha contra el padre de familia, la lectura de toda relación humana como una relación de conflicto y de toda jerarquía como una forma de opresión.

Francisco Canals, en un texto verdaderamente notable, destacaba que santo Tomás o santa Teresa de Jesús no tienen «ismos» (cfr. Canals, 1968). No se ve en santa Teresa una defensa del «feminismo» que «reivindica el lugar de la mujer», pero tampoco un «machismo» para tratarla indignamente. Lo mismo podemos decir de santo Tomás cuando trata la tarea del maestro respecto de su discípulo, del marido respecto de su mujer o del padre respecto de su hijo. No se ve en ellos la defensa de un polo ideológico reaccionario que se opone dialécticamente a un polo revolucionario, ni tampoco la promoción de éste. Y es que antes de la irrupción de las modernas ideologías de la separación de lo que siempre había permanecido armónicamente unido —marido y mujer, padre e hijo, individuo y sociedad, fe y razón…— existía una mayor comprensión de la unidad de lo plural, no como unidad uniformadora, sino como una síntesis sin antítesis (cfr. Canals, 1968).

La relación entre padres e hijos, al igual que la relación entre el hombre y la mujer, se comprende en la familia como una comunidad de amor fecundo. Los frutos de la relación conyugal de amor son los hijos. Lo ideal para todo niño es que nazca en una familia como fruto del amor. El hijo por naturaleza no se integra en una familia, sino que nace en el seno de una familia que le regala la vida y todo lo que tiene. Ser padre consiste, desde esta perspectiva, en dar vida (como la madre, aunque en un sentido distinto). Pero este acto de dar vida no se agota en la cópula sexual, como ocurre en muchos animales, sino que exige también que el padre se haga cargo de su familia, tomando el rol de cabeza de la familia, de ser un buen padre de familia, con todo lo que eso implica. El padre no puede verse a sí mismo como una mera máquina proveedora de recursos para su familia, sino que tiene una función esencial en la crianza y educación de sus hijos. Su presencia es fundamental para que sus hijos reciban adecuadamente la fe y lo necesario para desenvolverse en la sociedad, encontrando en el padre un ejemplo recio, viril y vivo al que imitar y en el cual apoyarse. 

  1. La transmisión de la fe

La fe de la Iglesia se conserva con fidelidad mediante la transmisión comunitaria, que primeramente se produce en la familia, donde los padres regalan la fe a sus hijos. El Compendio del Catecismo de la Iglesia, al responder a la pregunta por los deberes de los padres respecto de los hijos, destaca en primerísimo lugar la enseñanza de la fe y la educación:

Los padres, partícipes de la paternidad divina, son los primeros responsables de la educación de sus hijos y los primeros anunciadores de la fe. Tienen el deber de amar y de respetar a sus hijos como personas y como hijos de Dios, y proveer, en cuanto sea posible, a sus necesidades materiales y espirituales, eligiendo para ellos una escuela adecuada, y ayudándoles con prudentes consejos en la elección de la profesión y del estado de vida. En especial, tienen la misión de educarlos en la fe cristiana. (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 460)

La transmisión de la fe supone un contenido doctrinal racional y claro a ser transmitido. En un mundo donde el rol de la educación formal es cada vez más protagónico y la información es cada vez mayor, este aspecto adquiere una relevancia especial. Sin embargo, hay ciertas experiencias vitales que ayudan a hacer comprensibles estas ideas y nos ayudan a tener una actitud más receptiva hacia ellas. Esto significa que, cuando estas experiencias no están, la transmisión de tales ideas se ve enormemente dificultada.

  1. Participación de la paternidad de Dios: el padre como reflejo de Dios

A la luz de la fe, el concepto de paternidad no solamente se ve enriquecido, sino que cobra más sentido, hasta el punto de que sólo desde ella se comprende plenamente en qué consiste la paternidad. Dios en cuanto es Creador, principio de todas las cosas, es llamado Padre de todas las criaturas. Pero además los cristianos por el bautismo, junto con ser liberados del pecado original, hemos sido reengendrados como hijos de Dios, al incorporarnos a Cristo y ser configurados con Cristo de manera indeleble por el Espíritu Santo. De esta manera, no solamente nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos verdaderamente (cfr. I Jn. III, 1). No se trata de un sentido metafórico: es una filiación real, aunque adoptiva (solamente el Hijo posee por naturaleza la filiación divina). Los bautizados somos realmente hijos, y Dios es realmente nuestro Padre.

Esto tiene repercusiones enormes en lo que se refiere a la idea misma de paternidad, que no se agota en la procedencia biológica. En efecto, todo padre biológico da vida a sus hijos, y en ese sentido participa de la paternidad de Dios: «Por razón de su gracia, doblo mis rodillas al Padre de nuestro Señor Jesucristo, del que toda paternidad en el cielo y en la tierra toma su nombre» (Ef. III, 14-15). Toda paternidad procede de la paternidad de Dios. Todo padre lo es por analogía con el Padre celestial.  

Ser «Padre» comprende el ser autoridad. Dios mismo junto con dar el ser a sus criaturas las configura de una manera determinada: no crea sino seres subsistentes en naturalezas determinadas, pues todo lo que es también es algo, y ese algo es limitado. Ahora bien, esto quiere decir que el acto creador de Dios es a la vez un acto legislador, es decir, una configuración teleológica intrínseca que dispone un orden de las operaciones de cada ser a ciertos fines. Cada padre es autoridad por encabezar la sociedad que es la familia (es la primera autoridad natural), pero esto tiene un fundamento más profundo en la paternidad de Dios. Como una suerte de participación del gobierno de Dios sobre cada cosa que existe, cada padre terrenal es también autoridad respecto de aquellos a quienes ha dado el ser. El padre no solamente engendra hijos, sino que los conduce a su propia plenitud, a su bien, y en eso consiste precisamente educar. El padre cumple un rol educador respecto del hijo, y el hijo tiene un deber de obedecer a su padre.

Al igual que la autoridad de Dios, que conduce con suavidad, como de la mano, de la misma manera debe un padre terreno conducir a su hijo, sin sustituir sus propios pasos ni ahogar su propia iniciativa, sino buscando que pueda caminar por sí mismo, pero con orden a su propio bien. Este orden implica la necesidad de corregir cuando se desvíe del camino. Una mano firme pero comprensiva; que castiga pero también perdona. Y estos polos se armonizan y complementan porque están al servicio del crecimiento del hijo. Toda autoridad debería buscar que aquellos que están a su cargo crezcan y sean dirigidos a su propio bien.

El padre que ejerce bien su autoridad es capaz de reflejar débil pero realmente la autoridad de Dios. Esto entrega al hijo no solamente una verdadera conducción a su propio bien, sino además un reflejo de cómo es Dios, que es verdaderamente Padre. Así,  el padre natural predispone a sus hijos a comprender de manera viva qué significa que Dios sea Padre. La vida sobrenatural de cada niño comienza en casa no solamente por los conocimientos que pueda recibir, sino también porque en ella vive en familia, bajo los cuidados y la autoridad de un padre.

  1. Conclusión: Paternidad y autoridad

La opción preferencial por los más pobres y otros temas económicos y sociales sin duda son muy importantes para la Iglesia. De hecho, ella ha dedicado a estos temas una parte no menor del Corpus de su Doctrina Social. Sin embargo, en la transmisión de la fe se juega la misma vida sobrenatural en la Iglesia, la vida de cada uno de sus fieles como hijos de Dios. Y si bien muchas veces la conversión opera a través de disquisiciones puramente racionales, la Iglesia sabe que esta transmisión se realiza ordinariamente en la familia, de forma natural:

La conciencia viva y vigilante de la misión recibida con el sacramento del matrimonio ayudará a los padres cristianos a ponerse con gran serenidad y confianza al servicio educativo de los hijos y, al mismo tiempo, a sentirse responsables ante Dios que los llama y los envía a edificar la Iglesia en los hijos. Así la familia de los bautizados, convocada como iglesia doméstica por la Palabra y por el Sacramento, llega a ser a la vez, como la gran Iglesia, maestra y madre. (Familiaris Consortio, 38)

En ese sentido, la paternidad es una forma privilegiada de transmitir no sólo la vida corporal, sino también la vida sobrenatural que consiste en vivir como hijos de Dios, ser otros Cristos, hijos en el Hijo por el Espíritu Santo. La Iglesia lo sabe y así lo han entendido también nuestros últimos Papas. Por eso, no puede dejar de apostar por la familia en general y por la paternidad en particular, sabiendo todo lo que está en juego.

En esa línea, no es descabellado pensar que el proceso de secularización en todo el mundo se debe en buena parte a la desestructuración de la familia y la pérdida de auténticas figuras paternas a lo largo del globo. Esta desestructuración está lejos de limitarse al plano religioso y sus efectos tienen repercusiones incluso dentro del orden político. Durante los últimos años hemos visto una creciente pérdida de sentido de autoridad, con la consiguiente deslegitimación de gobernantes a lo largo y ancho del mundo, especialmente en occidente.

Además de esta pérdida del sentido de autoridad, el concepto mismo de paternidad se ha ido diluyendo, mostrándose como algo indiferente en la crianza de los hijos. Lo que se encuentra detrás de los proyectos de adopción «homoparental» o de «filiación de hijos de parejas del mismo sexo» es esta equivalencia funcional de los dos padres. Se nos intenta decir que no habría diferencia entre lo que aporta la mujer y lo que aporta el varón en la educación de un niño. ¿No es por lo menos curioso que en el lugar más importante —donde la persona nace, crece y aprende a vivir, entender y amar— digamos que la mujer no tendría nada que aportar en la crianza de un hijo, o que no habría diferencia entre lo que uno y otro puede regalarle?… Quizás lo que hace falta es profundizar sobre los conceptos mismos de paternidad, maternidad y filiación, su vínculo con las ideas de recepción, de don, de entrega, de vida, de amor.

Por otro lado, la patria potestad es un concepto altamente cuestionado, e incluso atacado mediante leyes que apuntan a resaltar una autarquía del niño frente a sus padres, que no pasarían de ser meros guías o auxiliares para que los niños puedan ejercer su «autonomía». Resulta verdaderamente sorprendente la cantidad de proyectos de ley que pretenden exaltar al niño como un individuo radicalmente autónomo, vacío en su propia libertad negativa. Esta visión es verdaderamente muy superficial, no sólo porque asume conceptos malentendidos de libertad y derechos, sino porque además prescinden de la existencia de lo bueno para el niño (y por ende para el hombre), siendo que la educación y la autoridad y la libertad están dirigidas precisamente al bien de la persona.

La recuperación de la paternidad es, por tanto, una tarea de primera necesidad. Esto exige que los hombres sean conscientes de la difícil tarea que tienen por delante y pongan los medios para cumplirla. Pero eso no basta: también es necesaria una lucha cultural por la recuperación de la figura paterna, tal como se la ha entendido tradicionalmente. Dicho en palabras simples: si quisiéramos hacer un taller de «paternidad activa» sin duda serían importantes los módulos de «control de impulsos», «interés por el niño»  y «demostración de afectos», pero todo ese esfuerzo quedará trunco si no se recuerda la importancia del matrimonio (se es padre con una y sólo una madre), del rol educador que tienen los padres respecto de sus hijos (incluyendo medios como el de darles un justo castigo cuando corresponda) y la referencia última a Dios. Sin estas coordenadas, difícilmente los hijos podrán experimentar la autoridad del Padre Dios en sus padres.

Bibliografía

Canals, Francisco (1968): «Monismo y pluralismo en la vida social», Verbo, N°61-62.

Ugarte, José Joaquín (2010): Curso de filosofía del Derecho, T. I, 1a ed., Ediciones UC, Santiago.

UNICEF (2015): «4° estudio de maltrato infantil en Chile: análisis comparativo 1994-2000-2006-2012», UNICEF, Santiago, Chile.

Widow, Juan Antonio (1988): El hombre, animal político. Orden social, principios e ideologías, 2a ed., Editorial Universitaria, Santiago.

Fuentes tomadas del Magisterio de la Iglesia

Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica

Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 

Juan Pablo II, Familiaris Consortio

Pablo VI, Humanae Vitae

El Valor de la Paternidad

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