Leo numerosos análisis de lo ocurrido. Como siempre, el énfasis de cada uno obedece a la proyección biográfica de su autor, deliberada o inconsciente. El afán de tener razón erige a cada intelectual en su propio y pequeño oráculo de Delfos, con más soberbia o jactancia que sentido común.
Pontifican indeterminadamente al sector para el que piensan señalando lo que debe hacerse por lo que ya no se hizo, imponiendo rutas ancladas en falsos dilemas. Le hablan a la derecha, a la centro derecha, a la izquierda, a la extrema, en fin, a meras etiquetas o categorías abstractas en la altura inalcanzable de su podio y autoestima.
Pero no se comunican con la persona. Le hablan a todos sin conversar con alguien. “Lo que hay que hacer” se propone desconectado del quién -sin importar la comuna en que viva- olvidando que la persona tiene su historia y que difícilmente cambiará sus malos hábitos gracias a estas exhortaciones de papel que convocan a cumplir el designio dibujado por una lectura que interpela al género y jamás (o casi nunca) a la substancia.
Ese discurso desencarnado escudriña oportunidades en medio de un rotundo fracaso (el de los otros, por cierto). El misterio de la libertad le sirve de garantía para aferrarse a un optimismo que por bien intencionado no deja de lado su inocencia (o candidez, como lúcidamente expuso Matías Petersen). La ceguera ante lo obvio es total.
El “hay que”, “ahora sí”, “es el momento” y demases que plagan las redes son sandeces, pura fatuidad que tiñe de blanco -o amarillo- lo que evidentemente es bien negro. Chile está muy mal. La Patria sufre. El presente obliga a temer el futuro. Se viene durísimo. Y esto no es pesimismo sino puro y duro realismo.
Sume la casi exclusiva y burguesa preocupación de algunos por conservar lo accidental abandonando a su suerte -la de las “libertades individuales”- lo fundamental; el pregón pascual de los derechos subjetivos; las advertencias engreídas de algunos constituyentes obnubilados por su minuto de fama y cuota de poder; la cobardía silente de algunos Pastores que olvidaron la doctrina de las dos espadas, Quién manda y a Quién sirven, convertidos a estas alturas en cómplices de la tiranía del César; la patética y recurrente invocación de valores universales como remedio para absolutamente nada; en fin… Humanamente no veo salida ni solución.
Y es aquí, en la profundidad de un presente cuya pendiente conduce a paso firme al abismo, cuando no hay cómo ni queda otra, en que la luz del intelectual oscurece y enfría por su tibieza y las arengas en los chats se diluyen por su intrínseca esterilidad, donde entonces surge la alegría. Encarnada. Redimida. Así, tal cual.
Y es que la impotencia radical sacude todo resabio pelagiano. El peso de la cruz eleva la mirada al Cielo. Cuando todo es imposible aparece la auténtica esperanza. Hay salvación, sin duda alguna. Y no es un tercio ni la presidencia ni la constitución. Es Cristo. Lo digo sin vergüenza ni adornos acomplejados. Y lo repito: Cristo.
Todo lo podemos en Aquel que nos conforta. Adoración, Reparación, Contemplación, Comunión. Y desde ahí, firme y valiente decisión y acción. No al revés. De esta saldremos sólo si caminamos de rodillas.
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