El calendario es de aquellas obviedades que nos recuerda nuestra finitud. Días, semanas, meses van quedando en el papel junto con la experiencia de la alegría y el dolor, logros y fracasos. Damos vuelta la página, rayamos uno menos, otro más, y ya pasó. Se fue. Es el tiempo que pasa –que nos pasa– avanzando sin retroceder. Nos domina. Se impone a nuestros antojos por abreviarlo o acelerarlo sin que nada podamos hacer para evitarlo. No podemos detenerlo. Siempre gana la batalla.
Todo esto es natural, está previamente diseñado incluso en su avance ralentizado ante una mayor fuerza de gravedad. Vivimos, nos movemos y existimos en una realidad que nos antecede y envuelve con sus propias leyes.
Ese devenir inevitable (pero calculable) va acompañado año tras año de enorme ilusión. Se piensa que el paso de un año a otro hace o hará una diferencia radical, cuando en realidad el cambio de número es otra simple vuelta del planeta sobre su propio eje: la traslación se consuma con la luz habitual que nace del oriente. Lo nuevo no es más que la repetición de lo habitual y ordinario, por mucho que lo revistamos de fiesta y artificios. Otro día más…
Y sin embargo, es ley ilusionarse cada año con un nuevo comienzo al terminar y cerrar un ciclo –el envoltorio de nuestras certezas–, haciendo balances y proyecciones acompañadas del invariable “ahora sí que sí” confirmatorio de que volver a nacer es parte de nuestro status viatoris.
Es curioso: lo que anhelamos parece estar siempre en lo que ha de venir, en lo que está a la vuelta, en el no todavía del mañana inexistente. El presente ilusionado –con especial intensidad en esos minutos previos a las cero horas– se basa en la ausencia. El deseo se afirma y aferra a lo que no ha llegado, nuestras vueltas de tuerca descansan en la sucesiva rotación de la tierra gracias a la que (en estas fechas) suspiramos optimistas, entre abrazos y risas, mientras los patriotas en extinción entonan orgullosos el Himno Nacional.
Así, contamos con el tiempo sobre el que no tenemos soberanía como si fuera nuestro; lo asumimos cual dueño de un patrimonio asegurado del que puede disponer a su antojo. El mismo cuyo paso nos llena de ilusiones cada año es la mayor ilusión de todas. Paradojalmente, el “ahora sí” va de la mano con el “aún no” y nuestro ánimo se fortalece gracias a la incertidumbre del futuro que tal vez nunca llegará a realizarse. Dependemos del tiempo: es el presupuesto de nuestra confianza, sin mañana el hoy pierde toda esperanza.
Y esa dependencia debiese ayudarnos a recordar algo esencial: somos criaturas. Tal como necesitamos del tiempo, lo que somos y esperamos no depende enteramente de nosotros y nuestros esfuerzos, por buenos y serios que sean o aparenten ser los propósitos de medianoche. Dependemos de mucho más. El pelagianismo corre por las venas de esta cultura embriagada de irracional auto suficiencia. Mis planes, mis metas, según mis fuerzas. Tal vez por eso la demanda indefinida del burgés infanto-juvenil sea por mí tiempo…
Buen antídoto para ese espejismo egoísta sería reforzar nuestras dependencias con todo aquello que nos precede y sostiene. Es allí, en lo dado, en lo recibido, en lo que nos constituye primariamente como deudores, donde encontramos el fundamento de la genuina esperanza y de los proyectos para volver a nacer de lo alto, agradecidos y comprometidos, hoy: la familia, la Patria y Dios no son realidades para atender mañana.
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