Les dejamos a continuación esta columna del miembro de nuestro directorio Cristóbal Aguilera publicada el 05 de enero en La Tercera.
De un tiempo a esta parte, el diputado Vlado Mirosevic se ha dedicado a impulsar el proyecto que legaliza la eutanasia (recientemente aprobado por la Cámara de Diputados). En síntesis, el principal –si no único– argumento que ha enarbolado es el siguiente: hay que respetar la autonomía de las personas. En sus palabras, con la iniciativa: “No se mata a nadie. Simplemente se trata de respetar la voluntad del paciente”.
No deja de llamar la atención la palabra “simplemente” que utiliza el diputado. Para decirlo con todas sus letras, pensar que la disputa sobre la eutanasia enfrenta a quienes respetan la autonomía de las personas y quienes la desprecian es una frivolidad. En todo caso, este es, en general, el tipo de razonamiento que ofrece el mundo progresista: mientras se cree estar defendiendo una opción “liberal”, lo que en realidad se hace es evitar tomarse en serio la discusión.
En el caso del debate sobre la legalización de la eutanasia, esta falta de seriedad se puede advertir en dos aspectos de la discusión.
Por un lado, no hay que perder de vista que lo que busca legitimar el proyecto es matar a una persona. Se pueden ofrecer diversos argumentos para justificar esta conducta (como la voluntad del paciente); sin embargo, intentar obviar, considerar irrelevante o negarse a discutir sobre la acción que se intenta legalizar implica cerrar deliberadamente los ojos ante lo más importante. ¿Cómo es posible que se afirme –como lo hace Mirosevic– que “no se mata a nadie” cuando lo que el proyecto permite es administrarle una sustancia letal a un paciente?
Lo anterior es menos simple aún si consideramos que a quien se elimina no es un animal o una planta, sino una persona. Hablar de persona es hablar de dignidad, y hablar de dignidad es hablar de derechos humanos. Acabar directamente con una vida humana significa borrar su dignidad y derechos humanos. Es absurdo justificar la violación de un derecho humano en razón de la autonomía de la víctima, pues ello supone negar aquello que precisamente permite adjetivar como “humanos” estos derechos: su carácter de indisponibles. Por lo demás, es difícil pensar que incluso el más liberal o progresista esté dispuesto a legitimar la tortura en la medida en que quien se somete a ella lo haga libre y autónomamente.
Hay también un segundo aspecto donde se puede apreciar la falta de seriedad aludida, y tiene que ver con el modo en que se conciben los efectos del proyecto de eutanasia. En efecto, argumentar que las decisiones políticas de esta naturaleza lo único que hacen es resguardar derechos individuales y ampliar la esfera de autonomía de las personas es no saber ni estar consciente de lo que se está haciendo y proponiendo.
Se quiera o no aceptar, una ley que legitima la eutanasia terminará inevitablemente desvalorizando la vida humana que sufre. La legislación es un factor cultural y, como tal, supone y lleva implícita una moral. Este caso no es la excepción, y es fácil ver la cultura del descarte que subyace a la iniciativa. Es una grave inconsciencia e irresponsabilidad política no advertir que este proyecto, de aprobarse, tendrá peligrosas implicancias en la forma en que se piensa, comprende y valora socialmente la vida en su etapa terminal (como ha comenzado a ocurrir con la vida en su etapa inicial por culpa del aborto).
Y todo esto –como es obvio– afectará –también inevitablemente– la vida privada de las personas. Por de pronto, la ley le impondrá injustamente la carga a los pacientes que sufren de tener que justificar su vida (¿por qué no escogen de una vez la salida fácil, humana, legal y socialmente legitimada de la eutanasia?), con el riesgo permanente de convertirlos en meros pesos económicos y emocionales para su familia y el Estado.
Lo que está en juego con la eutanasia –valga la pena decirlo una y otra vez– es el respeto que le reconocemos a la vida humana. Esto es lo principal. Reducir la discusión a la autonomía es, en consecuencia, una frivolidad.