Javier Mena: “Consumo silencioso y destructivo”

Esta semana se conoció públicamente el caso del «depredador sexual de la imprenta», a quien se le atribuyen al menos nueve delitos de violación a mujeres miembros de la comunidad sorda de Chile. Uno de los antecedentes personales del imputado podría hacernos recordar el conocido caso de Martín Pradenas. Ambos coincidirían en un punto que se omite públicamente por ignorancia o quizá intencionalmente de forma farisaica o derechamente torcida: el vicio del consumo de pornografía.

El deseo desenfrenado por el sexo en su versión más prosaica y brutal ha sido tratado por abundante literatura científica que explica la correlación entre consumo de pornografía y la comisión de actos moral y jurídicamente reprochables en el plano de la sexualidad. Pero, al mismo tiempo, dicha apetencia desviada es un presupuesto antropológico y ético que no se puede pasar por alto si queremos comprender el fondo de este tipo de atrocidades.

Tanto Pradenas como  el «depredador» podrían haber sido subyugados por este vicio. Claramente no estaríamos en presencia de personas virtuosas que gobiernan sus actos con facilidad y gozo, ni que lucharían a fuerza de voluntad por contener sus impulsos sexuales, sino que estarían sometidos y dirigidos completamente por ellos. Habrían cedido a su fuerza, habituándose al mal moral, por lo tanto, es probable que hayan obrado con toda tranquilidad y sin remordimiento de conciencia.

¿Cómo Pradenas y el «depredador» pudieron haber llegado a ser lo que son? Por actos desviados que eventualmente repitieron en sus vidas. “Somos lo que hacemos” y esta máxima debe ser reflexionada con toda seriedad. Si una persona cualquiera miente habitualmente, está deformando lenta pero seguramente su carácter, convirtiéndose en una persona mentirosa. Si, hipotéticamente, Pradenas y el «depredador» eligieron realizar comportamientos abusivos, violentos y bestiales no fue por una solo una vez. Ya sabemos que una golondrina no hace verano. Poco a poco pudieron introducirse en sus vidas, eligiendo lo menos depravado hasta llegar a lo más degenerado. De la pornografía en la pantalla, habrían necesitado pasar a cometer actos aborrecibles con personas inocentes de carne y hueso, usadas como medios para adorarse y gratificarse a sí mismos.

Con todo, la reflexión moral sobre estos casos nos permitiría conocer las raíces antropológicas del mal que cometen los sujetos que terminan por enfrentar debidamente a la justicia. Lamentablemente, este análisis tiene importantes barreras culturales que impiden que sea dicho y difundido. Cultura, en la que, por cierto, pudieron ser educados Pradenas y el “depredador”. Enunciaremos algunas sin pretender ser taxativos.

La primera, es la circulación de la idea de que una persona puede hacer muchas cosas malas (v.gr. consumir pornografía) sin dejar de ser, en el fondo, “buena persona”. Como si su carácter moral fuera separable de las cosas particulares que hace. El obispo Robert Barron, acudiendo a las enseñanzas de San Juan Pablo II, argumenta que se trata del problema de separar el “yo” o la “mente” del cuerpo, como si la “persona real” se escondiera bajo o detrás de sus actos corporales concretos. Esta forma de pensar abunda en series de Netflix, TikTok, Twitter, etc. En términos simples, nos encontramos con el problema cultural de que para el sujeto moderno la dignidad reside en la mente, en el espíritu, lo fantasmal, etc., y el  cuerpo se reduce a miembros manipulables sin valor más que uno instrumental. Aplicado en el caso concreto, Pradenas y el “depredador” pudieron haber visto sus víctimas solo como cuerpos u objetos utilizables y no como seres personales a quienes se les debe total respeto.

La segunda, la actitud cultural de reírse de la ética de las virtudes, denigrándolas y marginándolas por «extemporáneas». “No son del siglo XXI” dirán algunos, por lo mismo, señalan, «no nos impongas tu moral antigua, los tiempos han cambiado». C.S. Lewis comentaba que «nos reímos del honor y luego nos sorprendemos de encontrar traidores entre nosotros». Apliquemos la misma frase en el plano de la moral sexual. Nos reímos de la castidad y luego nos sorprendemos de encontrar violadores o abusadores entre nosotros. Muchas canciones de reggaetón están plagadas de elogios a la sexualidad desinhibida y maltratada, las que, sin dudas permean, quiérase o no, negativamente en nuestra sociedad e individuos concretos.

En tercer lugar, siguiendo nuevamente a Lewis –esta vez en su libro Mero Cristianismo– está toda la propaganda a favor de la lujuria. La que nos intenta hacer sentir que los deseos a los que nos resistimos son tan “naturales”, tan “saludables” y tan razonables, que es casi perverso y anormal resistirse a ellos. El autor británico habla de que cartel tras cartel, película tras película, novela tras novela, asocian la idea de indulgencia sexual con las ideas de salud, normalidad, juventud, franqueza y buen humor. Ahora bien, para Lewis, esta asociación es mentira. Como todas las mentiras poderosas, se basa en una verdad: la verdad, reconocida anteriormente, de que el sexo en sí mismo (aparte de los excesos y obsesiones que han surgido a su alrededor) es normal y saludable. La mentira propagandística consiste en sugerir que cualquier acto sexual al que una persona se sienta tentada en un momento es saludable y normal. Esta idea, es caldo de cultivo para la probable formación de sujetos como Pradenas y el “depredador”.

En último lugar, y recurriendo una vez más a Lewis, la idea de que es imposible vivir la castidad (sin siquiera intentarlo). Dice el autor británico que cuando hay que intentar algo, nunca se debe pensar en la posibilidad o la imposibilidad. Ante una pregunta opcional en un examen, uno se plantea si puede o no hacerla; ante una pregunta obligatoria, hay que hacer lo mejor que pueda. Es posible que la persona obtenga algunas puntuaciones por tratarse de una respuesta muy imperfecta, pero ciertamente no obtendrá ninguna por dejar la pregunta sin responder. Es maravilloso, dice Lewis, lo que puede hacer una persona cuando algo es necesario para su vida y la de los demás. Es probable, que a Pradenas y al “depredador” se les haya dicho esta idea o, ellos, la hubiesen visto encarnada por los actos de sus pares, asumiendo que no es posible vivir la castidad.

Dicho todo lo anterior, no pretendemos que esto se entienda como un llamado al repudio de la sexualidad para evitar casos de abuso o violación. No, eso no es. Sería un intento de reducción al absurdo tratarlo de ese modo. La sexualidad es un bien y, por dicha razón, intentamos realizar comentarios para revitalizar la posición de que debe ser protegida como una obra de arte es defendida en un museo frente a los males que la acechan. En definitiva, es necesario volver a las fuentes de la moralidad aplicadas en este caso a la sexualidad humana, porque iluminan bastante frente a los actos que he comentado y hablan de lo que es más común a nosotros: nuestra condición humana pero también de nuestra condición sobrenatural de hijos de Dios, heridos por el pecado original y que necesitan la ayuda de Cristo, cada día, para vivir en el verdadero amor que excluye toda forma de manipulación del otro.

*Javier Mena Mauricio, abogado del área judicial de Comunidad y Justicia.

>> Leer columna en El Líbero

Javier Mena: “Consumo silencioso y destructivo”

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll hacia arriba