Entre Ensenada y Puerto Varas, sumergido en un paisaje notable y hermoso, se encuentra un Monasterio de Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento que con mi familia tuvimos la oportunidad de conocer durante febrero. Viven ahí alrededor de veinte monjas, cuya única razón de existir es, como el nombre de la orden lo sugiere, alabar a Jesús Sacramentado. Llevan en Chile más de veinte años, y reciben diariamente a los visitantes que desean conocerlas con una sonrisa que no es de este mundo. Es difícil aguantar las lágrimas de emoción al ver a mujeres jóvenes y alegres (algunas viejas, pero también alegres, y más), entregadas por completo a una “causa” tan desconcertante como inútil. ¡Tanto bien podrían hacer si se decidieran a salir y enfrentar el mundo!
Pero Dios les dio una vocación inútil. En efecto, ellas no hacen nada, desde el punto de vista material, por superar los innumerables males que aquejan a este mundo. No cooperan a que el país se desarrolle y progrese. Pareciera que no han comprendido que el bienestar es aquello que, en los tiempos actuales, el mundo reclama. ¿Realmente no les atormenta la pobreza, la prostitución, el hambre, la trata de personas? Santa Teresa de Calcuta era monja, y eso no le impidió entregarse por entero a los pobres. ¿Por qué ellas no pueden hacer lo mismo? ¿Acaso no tienen un espacio en ese monasterio para acoger a algún alma necesitada?
Es normal que muchos se inquieten con estas preguntas. Tal vez todos deberíamos hacer un esfuerzo por ir a visitarlas, pues aquella sonrisa con que reciben a los necesitados (no de lo material, sino de lo espiritual), como diría un amigo, haría que todos los criminales del mundo sepan que en realidad están perdonados. Es que es una sonrisa que no es el resultado de las comodidades modernas, sino de la alegría que colma Cristo cuando llena el alma. Ellas tienen claro, como lo tenía María (y tal vez luego Marta), qué es lo realmente importante, pues solo una cosa es necesaria, y estas monjas, como aquella mujer del Evangelio, han escogido la mejor parte.
De pronto nos hemos olvidado que este mundo no solo requiere de fuerzas naturales, sino que también, y con la misma intensidad que siempre, aunque quizás con más urgencia que nunca, de fuerzas sobrenaturales. Ninguna sociedad ni cultura puede, como recientemente lo recuerda Francisco en Querida Amazonia, humanizarse sin la gracia de Dios y, fundamentalmente, sin la Eucaristía. Ellas han escogido, en efecto, la mejor parte, pues se pasan la vida adorando el Santísimo Sacramento, que no es un pan ácimo glorificado, sino que es el mismo Cristo escondido tras aquella especie. Pero su aporte no es solo hacernos llegar aquella fuerza sobrenatural, sino también su estar inútilmente en este mundo. Necesitamos, como decía Spaemann, volver a la convicción, como sociedad toda, de que ellas han escogido la mejor parte (¡de que hay una mejor parte!) y de que nosotros también podemos hacerlo, cada quien en su lugar.