Los invitamos a leer a continuación una columna publicada por el medio digital «Viva Chile» el pasado 31 de octubre, sobre las contradicciones de las políticas indígenas, a propósito del proyecto de ley para incorporar escaños reservados para pueblos originarios.
Entre los creativos regüeldos legislativos que han seguido al triunfo del “Apruebo” en el reciente plebiscito, nos ha sorprendido la idea -hoy ya en trámite legislativo- de aumentar el número de integrantes de la futura Asamblea Constituyente, estableciendo para ello una cantidad considerable de escaños adicionales -entre 15 y 23- reservados exclusivamente para representantes de pueblos originarios, por los cuales por cierto podrían votar exclusivamente los integrantes de tales “pueblos”.
En primer lugar y desde el punto de vista jurídico, nuestro reflejo inmediato es a la objeción, por oponerse tal proyecto a lo consagrado por la primera frase de la actual Constitución Política (que pese a todo podemos presumir vigente), cuyo Artículo 1ro reza: “Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. En la práctica y lamentablemente, dicho principio ya ha sido vulnerado en numerosas ocasiones, aprobándose desde hace un par de décadas legislación, políticas públicas y gastos estatales ingentes tendientes a conceder privilegios especiales y arbitrarios a grupos reducidos de chilenos, por el mero hecho de proclamarse éstos como miembros de “pueblos originarios”. Uno de sus principales precedentes es la Ley No. 19.253, conocida como la “Ley Indígena”, promulgada en 1993 durante el gobierno del Presidente Aylwin. Dicho cuerpo legal fue aprobado por una amplia mayoría parlamentaria, contando con el apoyo de gran parte de los diputados y senadores de entonces de Renovación Nacional y la UDI, escépticos, hoy como ayer, de que materias tan alejadas al crecimiento económico pudiesen tener alguna consecuencia relevante en el futuro social y político del país. No es necesario ahondar aquí en la tragedia que las políticas indigenistas de los últimos 25 años han traído sobre nuestro país, sobretodo en La Araucanía, convirtiendo a miles de hombres, antaño trabajadores y ahora “victimizados por ley”, en bandoleros en busca del desquite de un novel resentimiento aprendido en las aulas de la propaganda estatal. No debe extrañarnos, por tanto, que el proyecto que hoy se debate en el congreso cuente ya con el beneplácito de gran parte de los parlamentarios del bloque de gobierno y que la discusión se limite sólo al número de constituyentes y a los mecanismos de “autoidentificación”.
Lo antes expuesto no pretende ignorar la responsabilidad atribuible al Estado de Chile en el expolio que en la práctica sufrieron muchos mapuches titulares de mercedes de tierras, las que mediante engaño o inducidos por la oferta de vino vendieron a precio vil a fines del siglo XIX y principios del XX, si no con la aquiescencia, al menos con la indiferencia de un estado que les debía protección. Sin embargo, dicho expolio puede ser corregido mediante una acción judicial o económica puntual, a modo de indemnización, que no convierta a sus protagonistas y a sus descendientes, para siempre, en ciudadanos especiales, de primera o de segunda.
A pesar de todo lo que pueda decirse sobre este tema en el plano jurídico, más graves nos parecen las objeciones que emanan del más elemental sentido común.
¿Es razonable o justo distinguir, ya entrado el siglo XXI, entre chilenos originarios y no originarios? Salvo por la persistencia de los apellidos, ¿qué tanto más “originario” puede ser un habitante de un caserío en Traiguén comparado con el inquilino de un fundo en Maule, un zapatero de Puente Alto o un marinero playanchino? Desde el punto de vista fenotípico y de su mestizaje concreto, son exactamente iguales; uno tan moreno como el otro; igual de aceituna la mirada.
La distinción habría sido del todo justa en los siglos XVI ó XVII, con un mestizaje incipiente, el régimen de encomiendas en vigor y una asimetría abismal en el nivel de educación de españoles (peninsulares o criollos) e indios. Hoy, en cambio, no hay área de la vida social o económica que esté vedada a ningún chileno por su ascendencia. Así es, por ejemplo, como numerosas personalidades de ascendencia mapuche han tenido prominentes carreras en el mundo profesional, de los negocios, las artes y la farándula; en las fuerzas armadas y de orden y en el gobierno, ocupan cargos parlamentarios y carteras ministeriales.
Arbitraria resulta también la noción de que una persona es integrante de un “pueblo originario” por el mero hecho de que ésta se autoperciba como tal y así lo declare a un funcionario público. La aplicación práctica de este ingenioso estándar probatorio nos puede llevar a situaciones jocosas, como el problema al que se enfrentaría el funcionario al que un rubicundo valdiviano se declare como pehuenche, un haitiano se declare como pascuense, o un evidente alacalufe se plante firme en su absoluta chilenidad. ¿O definirá esta ley -u otras futuras que la complementen- rasgos fenotípicos (digámoslo de frente y sin eufemismos: raciales) que deban cumplir los aspirantes a indígena?
Se presentan también diversos problemas de índole práctica: ¿cuántos miembros debe tener un “pueblo originario” para ser reconocido? ¿Qué tan antiguo debe ser éste? ¿Podremos invocar la pertenencia a la cultura del Chinchorro, que no ha dado señales de vida en los últimos 3.500 años? ¿Qué tal si, una vez reconocidos como tales, denunciamos a los aymaras como invasores? Como vemos, la arbitrariedad genera más arbitrariedad.
La experiencia de las políticas indigenistas en otros países no es halagadora, por mucho que los medios de comunicación de masas y las universidades progres las alaben. Basta tener aprobado el primer curso de redes sociales para conocer el ejemplo de los maoríes en Nueva Zelanda, los aborígenes australianos o las reservaciones indias en Norteamérica. Sin embargo, la idílica imagen de unos polinésicos jugando al rugby o de unos chamanes incensando a señoras turistas en Montana oculta la cruda realidad: 70 años de políticas de discriminación positiva, con inacabables subsidios, becas, exenciones fiscales y privilegios y, en ocasiones, impunidad penal, han llevado a dichas poblaciones a exhibir tasas de alcoholismo, obesidad, depresión y deserción escolar superiores (por lejos) al resto de la población, además de inesperadamente bajas tasas de natalidad. ¿Puede ser fácilmente feliz un hombre al que se le enseña desde niño que es una víctima del mundo y al que incluso se le paga por ello?
Donde el regüeldo del indigenismo va tocando fondo es con la idea delirante de atribuirle la mencionada condición de privilegio, con representantes asegurados en la Asamblea Constituyente, al “pueblo tribal afrodescendiente”… ¿En qué quedamos? ¿El privilegio no era por ser pueblos supuestamente originarios? ¿No deberíamos entonces darle escaños reservados a los italianos de Valparaíso, a los alemanes de Valdivia y a los palestinos de La Calera? ¿O el privilegio sólo es para premiar meneos al ritmo de tambores?
Vamos ya al fondo de la cuestión: ningún chileno eligió dónde nacer; esbelto o panzón, petizo o espigado, blanco o moreno, culto o bárbaro; todos los chilenos nacidos en Chile son absolutamente “indígenas”. El pirquinero de Potrerillos, el pescador de Maitencillo, el marinero del Cerro Cordillera, el vendimiador de Pirque, el petisero de Rancagua, el lonco de Lumaco y el lanchero de Achao; todos nacidos sin pedirlo del vientre de sus madres, por la sola voluntad de Dios, bajo estos mismos cielos. Y por aquél chileno que no nació en Chile y que lo es por adopción, tampoco podemos hacer diferencias, como es el deber en una familia decente que adopta hijos de buena fe.
Lo absurdo y delirante de los proyectos indigenistas, así como su probado fracaso, que no trae sino miseria a los que supone proteger, nos muestran que a la nueva izquierda liberal el bienestar de los indios le tiene sin cuidado. Estos son, más bien, el antagonista dialéctico del momento, que según el pronóstico del tiempo puede ser intercambiado por los jóvenes, las mujeres, las minorías sexuales o incluso los animales, en un afán deconstructivo sin norte ni sur. En dicha faena lo único que logrará será fragmentar Chile en un potpurrí de grupos segregados racial, religiosa, cultural, urbanística y generacionalmente, que se despreciarán o ignorarán mutuamente; su triste fruto será que los chilenos ya no se miren más unos a otros como hermanos (o al menos como compatriotas).
El país, así reducido a un batiburrillo sin ethos ni propósito, quedará sometido servilmente al poder del nuevo orden mundial, que sí navega mirando su brújula. Lo mismo para sus pintorescos indiecitos, embrutecidos y reducidos a meros consumidores de las grandes corporaciones transnacionales, o sea al mismísimo capitalismo que supuestamente creyeron combatir. Abjurarán de Cristo, pero no harán acto de profesión de fe en el panteón de sus deidades paganas prehispánicas, sino en el averno de sus nuevos y verdaderos amos invisibles que les darán la felicidad y distracción de cada día: Apple, Netflix, Disney, Pornhub, Instagram, Zara, Starbucks, CNN, Google y Coca-Cola. Creerán ser muy libres, incluso cuando les toque pagar, al final de cada mes, por el soma -o más bien el estiércol- consumido.
Si no queremos ese triste futuro para nuestro país, debemos evitarlo hoy. Una vez abierta, la Caja de Pandora no se podrá cerrar.