Les dejamos a continuación esta columna escrita por nuestro Director Ejecutivo Álvaro Ferrer publicada el 27 de enero en Controversia.
Nuestro Congreso Nacional es muy hermético. Impresiona lo poco que se sabe en la calle e incluso en la opinión pública sobre lo que pasa adentro: algunos nombres que suenan (y que suelen coincidir con los que figuran en los matinales), algunos proyectos polémicos (retiro del 10%, 40 horas, la agenda del lobby LGBT, escaños reservados para pueblos “originarios”…), las infaltables chimuchinas politiqueras para la galucha… Pero hay proyectos que pasan completamente desapercibidos. Hasta cierto punto, no es algo que deba sorprendernos; después de todo, ¿qué otra cosa podríamos esperar si tenemos un Congreso que sesiona permanentemente regulando todo tipo de aspectos de nuestra vida, con casi cincuenta comisiones en ambas cámaras? La capacidad de los medios de comunicación simplemente no da el ancho para mostrar todo.
Uno de los proyectos que ha pasado desapercibido es el que modifica la ley contra la discriminación (mejor conocida como “ley Zamudio”). Resulta que a ciertos senadores (y, por cierto, a las organizaciones del lobby LGBT bajo cuyo alero esos senadores presentaron el proyecto), inspirados en la infaltable obediencia servil a un tratado no ratificado por Chile (la Convención Interamericana contra toda forma de Discriminación e Intolerancia), les parecía poco sancionar la discriminación arbitraria, previo justo y racional procedimiento para acreditarla. ¿Por qué? La razón que ellos esgrimen es sencilla: no veían que hubiese suficientes personas condenadas por discriminación. Dado que somos un país estructuralmente discriminador —nos dicen— debería haber muchas personas condenadas por discriminación. Si no las hay —continúa su razonamiento— es porque la ley vigente es obstruccionista, protege al discriminador y resulta, por ende, insuficiente. Con semejantes premisas la discusión está ganada. La pregunta que sigue es qué precio estamos dispuestos a pagar para asegurar que el demandado sea siempre o casi siempre vencido en juicio. La respuesta que han dado es la de tirar toda la carne a la parrilla.
Para conseguir dicho cometido, entre otras medidas, el proyecto cambia la definición de discriminación, haciéndola autónoma, desvinculada de la vulneración a algún derecho distinto de la “no discriminación”, y dándole aplicación no sólo en los actos efectivos de diferenciación, sino también en las meras “preferencias” personales (¿qué significa eso? ¿cuál sería el límite? Cada vez que elegimos algo hay una preferencia: si Pedro le compra pan a doña Juana y no a don Jorge, en caso de que él pertenezca a una «categoría sospechosa”, como el ser adulto mayor o tener alguna discapacidad intelectual… ¿sancionaremos a Pedro?). Por otro lado, y mucho más importante todavía, en su estado actual el proyecto agrega una serie de requisitos imposibles de reunir en la práctica para lograr acreditar que un acto de diferenciación ha sido razonable (como lo son la inmensa mayoría). Hoy basta con justificar la distinción en el ejercicio legítimo de un derecho fundamental o una finalidad constitucionalmente legítima (por ejemplo, la libertad de una empresa para contratar a una persona por sus competencias, y no por su pertenencia a un grupo oprimido, o la libertad de un colegio para tener profesores que sigan su proyecto educativo). Como eso parecía insuficiente para los autores, el proyecto hoy exige, además, una “justificación objetiva en atención a una finalidad legítima” (¿no es ya legítimo el ejercicio de un derecho?), que los medios para el acto de diferenciación sean “necesarios, idóneos y proporcionales” (debiendo probarse cada uno de estos elementos) y que ellos “no generen estigmatización o menoscabo de quienes se vean afectados por la distinción”. ¡Vaya a saber uno de qué manera podría no causarse ningún menoscabo con un acto de diferenciación! Por definición es imposible: si en un proceso de contratación de una empresa elijo a una persona competente por sobre otra que pertenezca a una “categoría sospechosa” (es decir, a una clase “oprimida”, a la que ha de pertenecer el sujeto que reclama discriminación), por cierto que le causaré un cierto menoscabo, pero la decisión sigue siendo perfectamente legítima.
A estas medidas, completamente irracionales, los autores del proyecto suman otras más de grueso calibre, como la alteración de la carga de la prueba, para que empiece ganando el partido el demandante, borrando de un plumazo la presunción de inocencia. El texto en esa parte es una copia literal de una norma del Código del Trabajo, donde parece razonable que exista, pero que aquí es completamente improcedente por el número interminable de hipótesis de aplicación que esta ley podría tener. También destaca la absoluta desproporción de la multa, una indemnización con monto mínimo de 40 UTM, la prohibición de las mal llamadas “terapias de conversión” (incluso si las solicita el interesado por libre iniciativa), entre otras modificaciones igualmente injustas.
Lo que más llama la atención no es que este proyecto pase oculto frente a la opinión pública, sino el nivel de irracionalidad a que puede llevar el pensamiento ideológico.