Colchane ha dado mucho que hablar. La disputa por quién es el más empático no es nueva; hay quienes argumentan que la “invasión migrante” perjudica a los chilenos más pobres, y que pretender recibir a todos es pecar de buenismo y opinar desde una posición privilegiada, no afectada por el problema. Por otro lado, están quienes enarbolan el derecho a migrar como un derecho humano sin limitaciones, y demonizan a quienes pretenden expulsar al extranjero o restringir su entrada, puesto que es nuestro deber recibirlos a todos y garantizarles sus derechos.
Una de las mayores disputas ha sido sobre la existencia o no de un “derecho humano a migrar”. La Declaración Universal de los Derechos Humanos señala en su artículo 13 que “Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado” y que “Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país”. Se ha interpretado que este derecho a salir implicaría necesariamente un deber de los estados de recibir a las personas, puesto que no hay “tierras de nadie” y quien sale de un Estado entra necesariamente a otro.
Por su parte, Benedicto XVI ha señalado que “El derecho de la persona a emigrar (…) es uno de los derechos humanos fundamentales, facultando a cada uno a establecerse donde considere más oportuno para una mejor realización de sus capacidades y aspiraciones y de sus proyectos.”
Para hacer un análisis ponderado debemos introducir otro derecho a la ecuación: el derecho a no migrar. Si bien en general son más populares los “derechos a hacer” que los “derechos a no hacer”, en este caso el segundo parece tener una relevancia fundamental y poco comentada. El ejercicio de este derecho –que permite vivir en la propia patria– requiere necesariamente la existencia de condiciones que hagan posible la vida en el propio país. Luego, quien se ve forzado a migrar, ya ha sido vulnerado en este derecho.
Tener esto a la vista es relevante por dos motivos: permite entender que quien entra ilegalmente a un país probablemente viene “con una vulneración de derechos a cuestas” (esto es profundamente relevante desde el punto de vista humano) y, además, permite considerar que previamente existe un Estado que no ha garantizado los derechos del migrante (o, más aun, que ha atentado directamente contra esos derechos), por lo que resulta evidentemente injusto culpar al país receptor de las lamentables condiciones en que llegan muchos migrantes.
Todo esto no excluye que el Estado pueda establecer limitaciones y requisitos al ingreso de personas migrantes. Lo relevante es comprender que, aun cuando se incumplan estos requisitos, la dignidad humana exige ciertos estándares de trato. Es decir, el incumplimiento de esta normativa por parte de ciudadanos extranjeros no justifica tratarlos indignamente. El Estado ciertamente tiene el deber de hacer cumplir la ley, pero siempre en el marco del respeto a los derechos fundamentales de todas las personas.
Esta consideración parece quedar fuera del discurso de quienes condenan la inmigración ilegal sin demostrar una genuina preocupación por el respeto a los derechos de los migrantes, que en estos días entran desesperadamente a nuestro país. Del mismo modo, para quienes alientan estos ingresos masivos, la misma preocupación se echa en falta respecto de los abrumados habitantes de Colchane. Esta hipocresía suele surgir cuando se inventan conflictos de derechos donde no los hay, o cuando se lee en clave dialéctica lo que no es tal. El derecho a migrar y a no migrar, de unos y de otros, tienen un fundamento común: la dignidad humana. Esta, a diferencia de los derechos, no sabe de requisitos ni condiciones.
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