Les dejamos a continuación esta columna publicada por El Líbero el 24 de diciembre escrita por nuestro asesor legislativo Vicente Hargous.
Fue aprobado en general en la Cámara de Diputados el proyecto de ley de eutanasia, eu-thanasía (“buena muerte”), que ahora está siendo discutido en particular en la Comisión de Salud. Mucho se podría decir desde el punto de vista técnico acerca de este proyecto (que, de aprobarse en su estado actual, sería la ley de eutanasia más liberal del mundo). Pero es más importante (aunque menos urgente) reflexionar acerca del punto de fondo en discusión: se enfrentan dos visiones antagónicas del hombre, del mundo y de lo trascendente. La eutanasia implanta una cultura de la muerte que renuncia a responder al problema del dolor. Este consiste en una pregunta que es fundamental para incrédulos y creyentes: la pregunta por el sentido de la existencia. ¿Qué sentido tiene vivir, si hay sufrimiento? La eutanasia es la forma más rotunda de rendición frente a esta pregunta: la vida no tiene sentido más allá del placer, o al menos de la ausencia de dolor (que sería la experiencia suprema del sinsentido).
Uno de los argumentos que se suele esgrimir para, eufemismos aparte, permitir matar directamente a una persona inocente mediante la eutanasia, es que lo importante no es la vida, sino la “calidad de vida”. Más allá del tufillo economicista de esta expresión, ella borra de un plumazo la dignidad intrínseca de toda persona: la vida no sería algo valioso por sí mismo, sino algo subordinado a un cierto control de “calidad”, a un cierto margen que la haría digna de ser vivida. La vida, en consecuencia, pasa a ser algo instrumental al placer, al poder o a la producción.
El argumento más frecuente es el de la autonomía, la independencia, la autarquía. Ya no se habla de libertad (que incluye la orientación al bien), sino de autonomía: darse la ley a uno mismo, ordenarse a uno mismo. —“Está bien que usted crea lo que quiera, pero no me imponga a mí esas creencias, yo exijo que me maten”. Eufemismos al margen, una vez más, esto significaría que existe un derecho a la muerte. ¿Puede ser racional que una persona tenga por naturaleza —es decir, como dirección final hacia su propia plenitud— un derecho a autodestruirse?… La persona se ve como un núcleo de autonomía separable de la vida misma, haciendo de ella un bien de consumo, disponible.
¡Qué contraste el de esta visión nihilista con la cristiana! Estas fechas, en que el mundo celebra la Navidad, es decir, el nacimiento de Jesús de Nazareth, hacen resonar hasta los confines de la tierra el pregón de Dios que nos busca con locura. Se trata, como todo cumpleaños, de festejar la vida. Nos alegramos por el hecho de que el Lógos haya tomado parte en el entramado de la Historia, de nuestra Historia, hecho en todo igual a nosotros, menos en el pecado: la debilidad, el llanto, el dolor, el frío, la pobreza… todo ha sido asumido por el Dios hecho hombre. El comienzo del Evangelio, eu-angelion (“buena noticia”), viene dado por el primer triunfo del amor y la vida, que prefigura la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte. Los pañales en que lo envolvió su Madre y la mirra regalada por los sabios orientales anuncian su sepultura: ya en el nacimiento vemos una prefiguración de su muerte y de todo el Misterio Pascual. Este acontecimiento es una fiesta de alegría, pero que viene adornada por la pobreza, el frío y las dificultades que enfrentó la sagrada familia. Justamente en el dolor y la pobreza se afirma la primacía de la vida y el amor (“tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo Unigénito…”). La Navidad no es la fiesta de la opulencia de los malls, sino del nacimiento de quien siendo rico se hizo pobre por nosotros.
Ciertamente, hay que discutir estos asuntos de cara a los no creyentes, sin recurrir a datos revelados, pero los católicos podemos también comprender estos problemas a la luz de nuestra fe. Jesús nacido en Belén nos recuerda con su pobreza que la calidad de vida no es lo más importante, que la vida es valiosa por sí misma, pero también nos deja entrever en el Misterio de su vida una verdad impresionante: Él ha decidido libremente tomar forma de siervo, ponerse a disposición nuestra, hecho un Niño inerme por amor a nosotros. Es abismal el contraste con el ideal contemporáneo de la autarquía, que no ve a la vida ningún sentido más allá de las propias decisiones. Él se hace dependiente y necesitado, niño y pobre, recordándonos el valor de lo pequeño, del servicio y de que el sentido no viene dado por tener el control sobre todos los asuntos de la propia vida. El sentido de la vida, como la vida misma, es algo que nos viene impreso desde afuera al haber sido creados por Dios, no una dirección que nos damos autónomamente. El dolor y la muerte son misterios que no podemos comprender, pero que Dios mismo quiso asumir, encarnándose para padecer por nosotros (¡y con nosotros!) y para nuestra salvación, de la que podemos participar entrando en comunión con Él.
“El misterio del hombre sólo se esclarece en el Misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et Spes, 22). El pueblo cristiano se arrodilla frente a un Niño nacido pobre e indefenso, inútil a ojos del mundo, improductivo, sin “calidad de vida” (que podamos decir eso de Dios mismo muestra lo absurdo de esta expresión), pero es precisamente Él quien nos muestra lo más esencial de la vida y de lo que estamos llamados a ser, en cuanto personas: apertura a los demás. La Navidad nos recuerda la primacía de la lógica del don y de la gratuidad por sobre la autarquía egoísta, junto con el misterio del sentido que se le encuentra al sufrimiento a la luz de la fe.