Les dejamos a continuación esta columna de Cristóbal Aguilera, miembro de nuestro directorio publicada el 18 de marzo en El Líbero.
No es necesario ser creyente para suscribir esta sentencia. El hombre es un animal social, artístico, libre, racional. Necesita un techo, pero también un hogar. Un ateo puede sin problemas aceptar, tal vez movido por su propia experiencia, que tenemos una natural inclinación a despegarnos de la materia y reflexionar acerca de cuestiones espirituales como la muerte.
¿Cuál es el motivo, entonces, de la polémica tras la decisión del gobierno de levantar la prohibición de celebrar ceremonias religiosas en Fase 2? ¿Cómo se explica la fuerte objeción en contra de la celebración del culto religioso, si tanto moros como cristianos reconocen la importancia de resguardar la dimensión espiritual de la persona?
Pueden formularse múltiples hipótesis al respecto. Tal vez, un modo de encontrar una respuesta a estas preguntas es detener la mirada en la frase que complementa y llena de sentido la sentencia antes aludida: “sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Aquí el consenso inicial tiende a diluirse bruscamente. Una cosa es aceptar que no nos reducimos a pura materia, pero otra distinta, muy distinta, es reconocer nuestra dependencia existencial. Podemos admitir incluso la necesidad, si se quiere, psicológica, de creer en algo o alguien cuya existencia no nos es posible comprender ni comprobar empíricamente. Pero de ahí a aceptar la idea según la cual lo que el hombre verdaderamente necesita, antes que todo, es oír lo que Dios quiere decirnos, hay un abismo de proporciones.
La religión no pisa tierra firme en estos tiempos. Las amenazas que le asechan son múltiples, desde el deterioro de los vínculos sociales, hasta los errores y horrores que han cometido miembros de ciertas iglesias, pasando por las agendas políticas que buscan que la vida de fe en las sociedades democráticas se reduzca a rezar a puertas cerradas. Sin embargo, el principal adversario que enfrenta la religión es el mismo de siempre; el mismo que el demonio expresó en aquella frase con la cual tentó a Adán y Eva: “seréis como dioses”. Es la autoafirmación existencial, la referencia al propio yo, la exaltación de nuestra aparente soberanía individual aquello que choca frontalmente con la idea de relacionarnos con un ser superior que nos muestra lo pequeños y dignos que somos, y con la idea de que es ese ser el único fundamento de nuestras esperanzas.
¿Por qué diablos no se conforman con seguir la misa desde sus celulares? ¿Cuál es la idea de confesar las propias faltas ante un hombre que, tal vez, está contagiado o que nosotros podemos contagiar? ¿En realidad piensan que nuestra existencia eterna depende de comer con cierta frecuencia un trozo de pan blanco y circular? Estas preguntas, con las que se intenta interpelar a los creyentes, no nacen de una genuina preocupación por la salud pública. Lo que subyace a ellas es justamente la seguridad que aparentemente ofrece la doctrina (la religión) de la autonomía o soberanía individual. La perplejidad que provoca ver a familias enteras reclamando por no poder asistir a misa es la otra cara de la moneda de un sentimiento de excesiva confianza en las cosas de este mundo.
Quizá lo más sorprendente de todo sea que estos tiempos de pandemia nos han dado motivos de sobra para aquilatar nuestra propia insignificancia. A la vez, nadie podría negar que nuestra sociedad, previo a la llegada del virus, se encontraba, y ahora tal vez más, hundida en una especie de hastío generalizado que ha permitido la proliferación de lo que Robert Spaemann denominó “nihilismo banal”.
Todo esto, por cierto, es insostenible. La historia y nuestra propia experiencia nos demuestran que el hombre necesita darle a la existencia un sentido que sobrepasa las propias fuerzas; que requiere de una opción por la que valga la pena renunciar incluso a sí mismo. Una opción, a fin de cuentas, que haga justicia a la frase de que no solo de pan vive el hombre. Es obvio que algo así no es posible encontrarlo en este mundo, y puede que estemos más cerca de lo que creemos de aquel día en el que, según Leon Bloy, “los hombres estén tan cansados de los propios hombres que bastará con hablarles de Dios para verles llorar”.
Foto de Canva