Les dejamos a continuación esta columna publicada el 21 de enero en El Líbero del miembro de nuestro directorio Cristóbal Aguilera.
Siempre me ha parecido notable el comienzo de Grandes Esperanzas de Dickens. Pip, de pronto, como un hecho maravilloso y mágico, cae en la cuenta de que él es él. Lo hace, es cierto, en medio de un cementerio, de noche, apunto de ser amenazado de muerte por un delincuente prófugo de la justicia (¿qué diablos estaba haciendo ahí?). Lo importante es, sin embargo, y para efectos de nuestros desafíos culturales, que Pip se da cuenta de su propia personalidad. Por así decir, se mira al espejo –del alma– y descubre que él es unyo.
Si hay algún consenso en estos tiempos turbulentos, es que el individualismo es algo dañino. La pandemia nos ha ayudado a tomar consciencia de nuestra naturaleza social (aunque sea desde un punto de vista meramente instrumental). Se critica a aquellos que solo buscan su propio bienestar a costa de los demás, como lo hacen los empresarios que exprimen a sus trabajadores a fin de aumentar sus ganancias o como también lo hacen los jóvenes que se trasladan al litoral central a pasarlo bien sin distancia social. La cultura individualista es algo que, sin duda, debemos superar.
Pero el rechazo al individualismo también puede ser ideológico si este supone dejar de mirar por completo al individuo y olvidar su riqueza. En algún sentido, la persona es una parte del todo… pero, a su vez, la persona es un fin en sí mismo. La crítica al individualismo, así, no nos debe llevar a un colectivismo que pasa por alto la dignidad humana (más aún cuando ese colectivismo, como se propone hoy día, es sinónimo de estatismo). El problema, sin embargo, es que poco a poco hemos ido olvidando la relevancia de la dignidad humana, porque hemos también olvidado su fundamento. Así, por ejemplo, no es extraño escuchar reclamos en favor de la dignidad que van acompañados de funas o, incluso, de violencia en contra de los “enemigos” (que se nos olvida que también son personas).
Muchos de nuestros desafíos culturales suponen aceptar (o volver a) lo obvio, y este caso no es la excepción. En este sentido, debemos tomar consciencia –como lo hizo Pip consigo mismo– de que todos somos personas… es decir, de que todos somos valiosos por el hecho de ser tales, de que cada uno de nosotros es único e irrepetible, y de que esta especial singularidad exige un reconocimiento social que es nuestra dignidad. Muchos de los vicios de nuestra época, como el poco valor que le damos a la amistad, el tedio en que permanentemente estamos sumidos, la obsesión por la tecnología, se deben –en cierto modo– a que olvidamos que todos somos un “alguien” que tiene una riqueza inagotable por reconocer (y comunicar).
Si verdaderamente creyéramos esto, es decir, que cada uno es un tesoro por descubrir (y por donarse a los demás), muy diverso sería el panorama actual. Muchos debates contemporáneos serían abordados de distinto modo, como la eutanasia que termina directamente con la vida de una persona que sufre. El reto es, en consecuencia, salir de nosotros mismos, pero no para perdernos en la masa, sino para poder valorar con más perspectiva la riqueza propia y de los demás (de cada uno).
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