Al conmemorar el Día de la Hispanidad, recordamos por qué Pío XII nombró a la Virgen del Pilar patrona de Hispanoamérica.
Un 12 de Octubre, fiesta de Nuestra Señora del Pilar, llegaron a nuestro continente tres carabelas con una cruz impresa en sus velas desplegadas. En un primer momento podríamos pensar que la fecha fue una mera casualidad, pero quienes recibimos la mirada de la fe sabemos que fue una muestra de la paternal providencia de Dios sobre nosotros.
Retrocedamos a los primeros años del cristianismo. Los apóstoles se habían dividido para llevar el Evangelio a todo el mundo, tal como se los había mandado el Maestro: “Id, pues y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt. 28. 19-20a).
Así el Apostol Santiago partió a Evangelizar España. Conocida es la tradición que cuenta que él, al no ver los frutos humanos de su trabajo, comenzó a desanimarse. Olvidó las palabras de Cristo, que había prometido estar con ellos “día tras día, hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20b). ¡Qué semejante situación vivimos hoy! ¡Cuánto cuesta vivir fiel al Evangelio y qué pocos frutos, humanamente hablando, vemos de nuestro trabajo! Cuántas veces gritamos sin esperanza “¿por qué han de decir los paganos «dónde está tu Dios»?” (Sal. 79, 10).
Pero una madre siempre está pendiente de sus hijos… y “Dios se acordó de su alianza, se enterneció con su inmenso amor” (Sal. 45). Fue en este contexto que, según la tradición, se produjo la primera aparición mariana (aún en vida de María). Mientras el apóstol se encontraba desanimado junto a las orillas del río Ebro, “oyó voces de ángeles que cantaban «Ave, María, gratia plena» y vio aparecer a la Virgen Madre de Cristo, de pie sobre un pilar de mármol”. La Virgen venía a animar a su hijo Santiago en su labor misionera, a recordarle la promesa de Dios: “Derramaré mi espíritu sobre tu linaje, mi bendición sobre cuanto nazca de ti” (Is. 44, 3). Y para que los hombres no nos olvidemos de la alianza, le pidió que se levantara allí una Iglesia y prometió que su trabajo daría abundantes frutos: «Este sitio permanecerá hasta el fin de los tiempos, para que Dios obre portentos y maravillas por mi intercesión con aquellos que en sus necesidades imploren mi patrocinio».
Testigo de esto es la enorme basílica que hasta el día de hoy se levanta en Zaragoza y los miles de peregrinos que día tras día peregrinan para pedir el auxilio de la Virgen. Testigo de esto es también la misma historia de España. Esta nación se caracteriza por haber encarnado profundamente el mensaje evangélico, la fe es la savia que la recorre y la sostiene. La historia ha mostrado los grandes frutos de santidad que este pueblo ha dejado al mundo entero, hombres y mujeres y colaboraron fiel y radicalmente en el advenimiento del Reino. Jaime Eyzaguirre llegará a decir que “la vida de España es la lucha del hombre por la salvación de su alma elevada a la categoría de historia nacional”.
Y “el árbol bueno da frutos buenos” (Mt. 7, 17)…. Más de un milenio después, el año 1492, el mismo día en que se conmemoraba está aparición de la Virgen al Apóstol Santiago y toda España elevaba sus cánticos y alabanzas a la Virgen del Pilar, Cristóbal Colón, enviado por Isabel la Católica, motivada por el deseo de evangelizar, avistaba la tierra de América. Nuestra Madre manifestaba así su promesa y la extendía a los nuevos territorios españoles, a nuestra tierra, a Hispanoamérica, haciéndonos saber que somos sus hijos, como dice Benedicto XVI, que le pertenecemos, que estamos custodiados en el hueco de sus manos y en la inmensidad de su amor.
Por lo anterior hoy celebramos el “Día de la Hispanidad” y Pio XII proclamó en 1958 a la Virgen del Pilar Patrona de la Hispanidad. Verdaderamente ella es «esperanza de los fieles y gozo de todo nuestro pueblo» (Prefacio misa); ella es la verdadera columna que guiaba y sostenía día y noche al pueblo en el Desierto (Ex. 13, 21). Ella ha sido, es y seguirá siendo nuestra esperanza, afianzará nuestros pies en el camino y nos hará solícitos en el amor (Cf. Ef. 2). Si hoy hay luchas que dar, si pareciera que todo está perdido, si algunas vez llegáramos a preguntarnos si Dios se acordará todavía de su alianza, nos recuerda el profeta: “¿acaso se puede olvidar una mujer del hijo de sus entrañas? Pues, aunque se olviden de ellas, yo no me olvidaré de ti” (Is. 49, 15).