Es difícil encontrar a alguien que pueda hablar con mayor propiedad sobre uso de la fuerza que un miembro de las Fuerzas Armadas. Y si tal persona es además abogado con conocimientos en Ciencias Políticas, con mayor razón. Es por eso que el siguiente texto de reflexión de Adolfo Paúl, sobre uso de la fuerza, nos parece una excelente aproximación a la cuestión. Vicente Hargous comenta el texto.
Adolfo Paúl Latorre es un autor de notables características. Es conocido por haber escrito libros altamente polémicos respecto de los juicios a funcionarios de las Fuerzas Armadas chilenos por violaciones a los derechos humanos, pero además su carrera en torno a temas políticos, militares y jurídicos muestra una versatilidad y una amplitud de conocimientos teóricos y prácticos excepcional, al menos en el ámbito chileno. Capitán de navío de la Armada de Chile, ingeniero naval en armas, oficial de estado mayor, profesor militar de academia, diplomado en economía y administración, abogado, magíster en ciencias navales y magíster en ciencia política… A todo esto se suma que es católico. Todas estas características le dan al texto que reseñamos un sabor especial: no se trata de un estudio sobre Derecho Internacional de los Derechos Humanos, Derecho Constitucional o Derecho de Justicia Militar; tampoco es un artículo de técnicas para aplicación de mecánica de protocolos (el ídolo de los ilusos que creen que tapando con regulaciones se puede suplir la función de la prudencia, como si se estuviese programando un robot)… Se trata, más bien, de una exposición filosófica —a la luz de la filosofía perenne de Santo Tomás de Aquino— del uso legítimo de la fuerza para el restablecimiento o la conservación del orden público y la paz social, acompañada de ciertas reflexiones en torno a inquietudes frecuentes en un cristiano sobre la violencia, la profesión militar y el bien común, con el gran toque de provenir de la pluma de un católico que forma parte del mundo militar.
Puede que no sea el mejor texto en cuanto a profundidad y precisión conceptual filosófica o jurídica —y por eso quizás no sea lo óptimo para paladares finos—, especialmente en lo que se refiere a los primeros apartados. De hecho, me atrevería a decir que contiene un par de nociones que son por lo menos cuestionables, pero que son fácilmente identificables para quienes tienen conocimiento específico sobre el tema; por ejemplo, el autor señala al pasar que la persona no está ordenada a la sociedad[1] y una vez cita la difundida definición (falsa) del bien común como un «conjunto de condiciones», y no como el bien de la persona racional en sociedad[2]. Con todo, parece más un problema puramente terminológico —debido probablemente a la retórica propia de sus años de formación durante la guerra fría, en la cual el mayor peligro doctrinal se encontraba en el marxismo—, pues el autor claramente no cae en la visión individualista de la política. Así, señala respecto del bien común:
Es el bien común el fin y tarea de la sociedad política, entendido éste como un bien que es común al todo y a las partes, considerando que cada persona individual es a la sociedad como la parte al todo. No se trata de la suma de los bienes de las partes, ni tampoco es el bien del todo sacrificando las partes, pues ello significaría —respectivamente— un liberalismo individualista o un socialismo colectivista. Lo primero representaría una absoluta falta de solidaridad, lo que se contrapone a la idea misma de sociedad; Io segundo sería un totalitarismo, es decir, la completa absorción del hombre por el Estado, lo que se contrapone a la idea tomista —que corresponde a la doctrina de la Iglesia católica[3]
Tales pequeñas imprecisiones no se comparan con la brillante reivindicación de la profesión militar, que es quizás lo más valioso del artículo, tanto por explicitar la necesaria función que cumplen en la conservación del orden social y la restauración de la paz como por mostrar la nobleza y hermosura del servicio patrio propio de las Fuerzas Armadas.
El texto comienza con un desarrollo —de notable pedagogía— de conceptos básicos de filosofía política, sin los cuales es incomprensible el problema del uso legítimo de la fuerza por parte del Estado, aplicables tanto para conflictos internos como externos. Las primeras páginas exponen qué debe entenderse por los conceptos fundamentales: sociedad política, bien común, interés nacional, poder nacional, seguridad nacional… para pasar luego a explicar la función que cumplen los militares en la vida social, que por analogía puede aplicarse también a Carabineros y otras Fuerzas de Orden, como cuerpos policiales armados que tienen a su cargo el orden público y la seguridad interior.
Paúl argumenta que las Fuerzas Armadas están al servicio de la sociedad, pues son los garantes de la paz, que es condición necesaria para la conservación del orden social. Esto significa que un buen gobierno no sólo requiere de las armas como un mecanismo de defensa legítima en guerra justa, sino también para hacer prevalecer el orden justo de la sociedad frente a poderes subversivos que buscan acabar con él (desordenarlo). Por ende, los funcionarios militares y de Carabineros no sólo pueden legítimamente defenderse frente a agresiones actuales e inminentes hacia ellos, sino que también pueden usar la fuerza como medio de restablecimiento del orden público. El concepto de orden es capital, pues siendo la sociedad una pluralidad unida por un fin, sólo puede existir de manera ordenada: sin orden social no existe sociedad. Así, contra las falacias y eufemismos que vemos constantemente en redes sociales, resulta muy luminoso comprender que la coacción, la fuerza, puede ser justa o injusta, y que incluso puede llegar a constituir un deber para los gobernantes:
Los gobernantes de un Estado, por deber de autoridad, están obligados en justicia a emplear la violencia para reprimir a quienes subvierten el orden natural, único fundamento válido para una verdadera concordia social. Entre los atributos propios de la autoridad está necesariamente el de poder usar coacción para hacer prevalecer el orden común sobre los que rehúan obediencia voluntaria o atentan en forma directa contra él.
El uso legítimo de la fuerza exige de una cierta proporcionalidad, lo que a fin de cuentas significa que debe ser necesaria racionalmente para alcanzar un objetivo legítimo. Entendida adecuadamente, dentro de los marcos de la justicia y la legalidad «se puede inferir la completa improcedencia y la carencia de base moral de que adolescen las condenas universales a la violencia». El autor hace propia a continuación, entrando de lleno en la perspectiva de la fe, la doctrina de la Iglesia Católica, que reconoce que
si bien es cierto que hay (…) un uso de la fuerza que es expresión del pecado, hay también un uso de la fuerza que puede ser expresión de virtud y liberación del pecado. La fuerza al servicio de la comunidad, contra la agresión injusta o contra la resistencia injusta a la ordenación social, es un medio al servicio de la paz.
Además, la profesión militar no es un mal necesario, una suerte de amarga necesidad social, sino que es también escuela de virtudes personales y una vocación de enorme riqueza para servir a los demás. Más aún, un auténtico espíritu militar, que está al servicio de la Dios y la patria, no es incompatible con un auténtico espíritu cristiano. No existe una verdadera oposición dialéctica entre el amor al prójimo y las virtudes propias de la profesión de las armas: orden, obediencia, rectitud, patriotismo, servicialidad, amistad, fortaleza… Vividas en profundidad, se convierten en «foco radiante de servicio ilimitado a los demás hombres».
Contra los eufemismos pacifistas, el autor explica la forma propiamente cristiana de ver la paz social, que es la tranquilidad dentro de un orden (en el caso de la vida social, se trata del orden político justo). El discípulo de Cristo busca ser manso y pacífico, pero no «pacifista»: no busca la tranquilidad silenciosa que reina en un calabozo oscuro y frío, sino la paz de Cristo, la paz que es obra de la justicia. Frente a la injusticia, a la insubordinación y la desobediencia a la autoridad legítima, muchas veces se hace necesario hacer prevalecer la justicia por medio de la coacción.
Chile es un país pacífico pero no pacifista, que —como nuestra historia lo ha demostrado y como nos lo imponen nuestra tradición y nuestro lema nacional— hace respetar sus legítimos derechos. Nuestros héroes nos han señalado claramente la ruta que como hombres de honor y amantes de la patria deberemos seguir si algún día los valores supremos de la nación se ven nuevamente amenazados: «Nuestro pabellón jamás será arriado ante el enemigo», «Vivir con honor o morir con gloria». Es por estas razones que las fuerzas armadas de Chile, aun cuando se desarrollan en una atmósfera espiritual que aspira sinceramente a evitar la guerra, se mantienen permanentemente preparadas para enfrentarla con éxito.
Existen casos, como el que hemos visto recientemente en Panguipulli, que pueden resolverse con los requisitos generales de legítima defensa, pero hay muchos otros respecto de los cuales se hace necesario profundizar respecto de la función que cumplen las fuerzas armadas y de orden para restablecer el orden público. La quema de iglesias, los saqueos de locales comerciales y el ambiente general de insurrección y desobediencia exigen uso de coacción física. La cuestión no es simplemente una elección entre la «mano dura» o el «respeto por los derechos humanos»: se trata de tomar una decisión prudente para restablecer o conservar el orden de la justicia, en pos de una protección de la dignidad de los ciudadanos pacíficos y de una búsqueda de paz auténtica.
Un artículo de enorme actualidad, de cara a la avalancha de violencia que vemos en nuestro país, que expone con claridad y en pocas páginas muchos conceptos que son fundamentales para tener presentes de cara al debate público y que, sobre todo, nos recuerda el trabajo sacrificado y silencioso de quienes arriesgan sus vidas y dedican a diario sus esfuerzos para servir a todos los chilenos.
[1] Que la persona esté ordenada a la sociedad no significa que la solución sea el colectivismo o totalitarismo. «El principio de totalidad enuncia que la parte, en cuanto tal, se debe al todo, siendo el bien de éste siempre mayor y más perfecto que el bien particular. Una concepción de este principio demasiado cargada a la imaginación, podría llevar a pensar que, como consecuencia de él, la parte queda absorbida por el todo, al modo como la parte integral de un todo físico tiene como única razón de ser la de identificarse cuantitativamente con éste, como las partes del agua en el mar o en el lago. De aquí deriva una idea totalitaria del principio, según la cual el bien del todo no es un bien propio de la parte, debiendo ésta desaparecer como entidad separada para fundirse en aquél. A esta visión falsa del principio se suele contraponer dialécticamente la versión distorsionada del principio de subsidiariedad. / Se ha visto, sin embargo, que la sociedad política no consiste en una masa de individuos y de grupos, sino en el todo potestativo al cual se subordinan sus partes en cuanto comprenden diversas formas de realizarse el bien de aquél. Para las partes de la sociedad política, que son las sociedades menores, el bien común de aquélla es el bien suyo más perfecto, en el cual se resuelve su bien particular, tal como el bien económico, por ejemplo, se resuelve en el bien completo del hombre, pues de lo contrario no sería un bien. Por consiguiente, a la enunciación del principio universal de que el todo no es para las partes, sino las partes para el todo, hay que añadir aquí, tratándose de la sociedad humana —que en esto difiere esencialmente de cualquier sociedad puramente animal—, que sus partes son tales en cuanto pueden participar del bien de todo tomado formalmente como tal» (WIDOW, Juan Antonio (1988): El hombre, animal político. Orden social, principios e ideologías, 2a ed., Editorial Universitaria, Santiago, p. 124.).
[2] En efecto, el bien común no es ni puede ser un conjunto de condiciones para el desarrollo «libre» de cada hombre. «Rigurosamente, el fin no es la condición ni el conjunto de las condiciones, sino lo condicionado. Sostener lo contrario sería como afirmar que el fin del general del ejército es simplemente el orden y la disciplina de la tropa, respecto de los cuales la victoria en el combate vendría a ser un mero efecto más o menos deseable, pero nunca directamente intentado» (LETELIER WIDOW, Gonzalo (2015): «El bien común político», en Problemas de Derecho Natural (Alejandro Miranda y Sebastián Contreras, ed.), Legal publishing Chile-Thomson Reuters, 413-446, pp. 434-435). Las condiciones son siempre condiciones para algo, es decir, se trata de algo medial. El bien común no es un medio para servir a la persona, sino que es el fin del orden social. Esa mirada del bien común como un medio da pie a interpretaciones erradas sobre la política, porque contrapone el interés individual al interés general: el bien común quedaría instrumentalizado para el desarrollo del individuo. La perspectiva tomista, en cambio, no ve una contraposición dialéctica entre el bien de la persona y el bien del todo social, porque el bien es precisamente el bien de esa persona en cuanto pertenece a una determinada sociedad (dado que la persona humana es un animal social). «El bien común político es el bien de la persona en cuanto socialmente participado. Este bien personal incluye de modo eminente los bienes del espíritu; como condición, toda una serie de bienes sociales que los hacen posibles, y de modo arquitectónico, todos los bienes inferiores» (Ibid., p. 437).
[3] PAÚL LATORRE, Adolfo (1988): «Por la razón o la fuerza», Revista de Marina, Septiembre-Octubre, N°786. Consultado en https://revistamarina.cl/revistas/1988/5/paul.pdf.