Nuestra época se caracteriza por un afán irracional de control, de poder, de exigencia… en definitiva, de egocentrismo. Lo oímos en cada grito a favor de la legalización de la eutanasia o del aborto, pero quizás se hizo evidente con particular claridad en los gritos feministas que sonaron el 8 de marzo en las calles: «ni p*t* por coger, ni madre por deber», «ni p*t*s ni sumisas», «libres nos queremos», «mi cuerpo, mi decisión»… Nuestra cultura tiende a ver la maternidad como una carga, la familia como una complicación, al marido como un potencial enemigo de la mujer, al padre como una figura autoritaria y opresora… todo vínculo se ve como una restricción de ese núcleo de autonomía que es el sujeto consciente.
La imagen de la Sagrada Familia brilla, por contraste, con toda la fuerza de la Cruz, escándalo para los judíos y estupidez para los gentiles. Como dijo el joven Joseph Ratzinger en su Introducción al Cristianismo, «ser cristiano significa esencialmente pasar del ser para sí mismo al ser para los demás». El cristiano se ve a sí mismo como parte de una totalidad que lo trasciende, y en ella ve que está su plenitud, cuando deja de vivir como un sujeto solo y autárquico. Además, sabe ver el valor de la humildad, de lo pequeño, sabe oír a Dios que habla en el silencio, se pasma ante la magnificencia de Dios que ha creado todas las cosas con generosidad y, sobre todo, ve el primado que tiene en la realidad la recepción. Todo esto es algo que el cristiano puede aprender de san José, verdadero padre de Jesucristo (aunque no biológico) y custodio de la Virgen María, y esa actitud propiamente cristiana es la que san Juan Pablo II busca mostrar en Redemptoris Custos, llamando a contemplar su figura.
No podía ser de otra manera, pues el Evangelio mismo nos muestra a san José como un ejemplo clarísimo de humildad, de sumisión y obediencia rendida —aunque no mecánica— a la Voluntad de Dios, de servicio, de trabajo, de pobreza y, por cierto, también de las virtudes propias de un buen marido y padre de familia: amor, fidelidad y prudencia, incluyendo aquella parte subjetiva de la prudencia que es la prudencia doméstica, por la cual sabía mandar como es debido (para mayor escándalo de nuestro tiempo). Jesús, en efecto, «estaba sometido» a él y a María: «esta “sumisión”, es decir, la obediencia de Jesús en la casa de Nazaret, es entendida también como participación en el trabajo de José» (Redemptoris Custos, N°22). José supo ser propiamente un padre, que tuvo que educar a Cristo mismo. Jesús es perfecto hombre, y eso significa que también tuvo que aprender (misteriosamente, «crecía en edad y en sabiduría») en lo humano, incluyendo el trabajo. Magistralmente, Juan Pablo II conecta el amor en la Sagrada Familia con el trabajo de san José, un oficio manual que tuvo que enseñar a Jesucristo, Verbo hecho carne por nosotros y para nuestra salvación. Se ve así de qué manera Dios en su Hijo unigénito quiso asociar el trabajo material al misterio de la redención.
A José, desde su rol de verdadero padre de Jesús, le fue encomendada la tarea de ser custodio y cabeza de la Sagrada Familia y por tanto decidir los rumbos específicos por los que era necesario conducirse para cumplir con los designios de Dios:
Entonces José, habiendo sido advertido en sueños, «tomó al niño y a su madre y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: «De Egipto llamé a mi hijo»» (Mt 2, 14-15; cf. Os 11, 1). / De este modo, el camino de regreso de Jesús desde Belén a Nazaret pasó a través de Egipto. Así como Israel había tomado la vía del éxodo «en condición de esclavitud» para iniciar la Antigua Alianza, José, depositario y cooperador del misterio providencial de Dios, custodia también en el exilio a aquel que realiza la Nueva Alianza. (Redemptoris Custos, 14)
San José obedece a Dios que le habla en sueños por medio de su ángel, pero vemos implicada en esa obediencia su propia iniciativa, que toma al Niño y a su Madre, que los conduce por el camino a Egipto y que los trae de vuelta, para que se cumplan las palabras del profeta. A ojos humanos, podría resultar particularmente llamativo que Dios haya comunicado solamente a san José la noticia del peligro que acechaba a Jesús: su Madre es la criatura más perfecta y es Madre de Dios, pero es a san José a quien Dios le avisa los planes de Herodes, y María debe obedecer a José para ejecutar el plan divino (ser tomada por José y llevada a Egipto con su Hijo). De la misma manera, cuando vuelven, José mismo es quien toma la iniciativa de no volver a Judea, para radicarse en Nazaret de Galilea y así, una vez más, Dios se sirvió de la inteligencia de san José y de sus decisiones para que se cumpla la Escritura según la cual Jesús sería «llamado Nazareno».
La Escritura nos dice que en la tierra era un varón justo, es decir, un santo. No sabemos ni una sola palabra que haya salido de su boca —es el santo del silencio—, pero todas sus acciones se encaminan a acatar el plan divino, como una imitación del «hágase» de María, pero expresado sólo en obras:
Ahora, al comienzo de esta peregrinación, la fe de María se encuentra con la fe de José. Si Isabel dijo de la Madre del Redentor: «Feliz la que ha creído», en cierto sentido se puede aplicar esta bienaventuranza a José, porque él respondió afirmativamente a la Palabra de Dios, cuando le fue transmitida en aquel momento decisivo. En honor a la verdad, José no respondió al «anuncio» del ángel como María; pero hizo como le había ordenado el ángel del Señor y tomó consigo a su esposa. Lo que él hizo es genuina «obediencia de la fe» (cf. Rom 1, 5; 16, 26; 2 Cor 10, 5-6). (Redemptoris Custos, 4)
San Juan Pablo II en esta encíclica contempla la vida de san José. En ella se pueden percibir con claridad todas estas virtudes. Un texto estupendo para meditar en esta fiesta de San José, para pedirle que interceda por la familia en Chile y el mundo, en esta época en que tanto se la ataca y cuestiona, y para comprender a la luz de su vida el camino a la santidad, enseñando a vivir lo más propio de una auténtica vocación: un servicio a la vida de otros de cara a Dios. Este servicio consiste en dar vida, que es la esencia de la paternidad. Estas ideas resultan especialmente útiles para estos tiempos, en que es tan necesario recuperar el concepto de un buen padre de familia y ver que la familia no se estructura en función de relaciones de conflicto, sino que es una comunidad unida por el amor mutuo a ejemplo del amor esponsal de Cristo con su Iglesia.
Puedes encontrar el texto de la exhortación en este enlace