Chile siempre ha sido un país cristiano. Su identidad y su historia no se entienden sin ese elemento presente desde la cotidianeidad de la familia hasta la solemnidad de los actos estatales. Sin embargo, a lo largo de las décadas los cimientos cristianos han sido horadados por el liberalismo y el socialismo, y que actualmente se encarna en el progresismo de izquierda, por acción, y de derecha, por omisión.
El significado de la dignidad humana es el origen de las diferencias entre cristianismo y progresismo. Mientras los segundos equiparan la dignidad a la autonomía personal o al ilimitado ejercicio de la voluntad en todo orden de cosas, que deben ser proveídas casi exclusivamente por el Estado, los primeros la defienden como inherente a todo ser humano por el hecho de existir y de haber sido creada por Dios y que permanece más allá de toda circunstancia.
Ambas comprensiones manifiestan sus diferencias en materias delicadas como son la vida, la conciencia, la educación y la familia. En Chile esto se ha apreciado con claridad en los últimos cinco años.
Si la Convención Constitucional intentó realizar una transformación radical a partir de una propuesta de Constitución, el actual Gobierno no la guardó en un cajón, sino que hizo “copypaste” y le cambió el título de “Propuesta de Constitución” por proyectos de ley, programas sociales, resoluciones, etc. La coalición de gobierno ha fracasado en dejar un legado de prometidas transformaciones sociales y políticas, y sus victorias son más bien pequeñas e intrascendentes. Sabiendo el feroz bloqueo que enfrentan en pensiones, seguridad y economía han presionado por impulsar agendas identitarias que no provocan la misma resistencia en la oposición.
Sobre el derecho a la vida, los atentados al inicio y al final de la misma, con la ampliación del aborto y la innovación en eutanasia, se han encaminado mediante anuncios legislativos para seguir “avanzando” en atentar contra la vida de los más indefensos. El impulso a dicha agenda también afecta la libertad de conciencia y de asociación, pues la nueva versión del reglamento sobre objeción de conciencia que debe ser revisado por la Contraloría, establece discriminaciones arbitrarias para la contratación de profesionales objetores y que, en último término, la objeción de conciencia no pueda impedir la realización de abortos, pues no ven en el que está por nacer la misma dignidad de los que ya han nacido.
Por último, la familia, núcleo fundamental de la sociedad, enfrenta su desintegración física y moral con los programas de acompañamiento a la identidad de género del Minsal que, invocando la autonomía progresiva de los niños, son separados judicialmente de sus padres o ingresan y son hormonados dejando, en el peor de los casos, daños irreversibles de por vida. Programas, en coordinación con el Mineduc, que proponen “educar” y “entrenar” a las familias, y “sensibilizar” a profesores y directores. A la diferencia sexual constitutiva en el hombre y la mujer se le intenta y a la dignidad del cuerpo inseparable de la dignidad propia, desde la más tierna infancia, se le intenta oponer estatalmente la fluidez de la autopercepción y el financiamiento para las modificaciones corporales.
La radicalidad de las “transformaciones” deja cada vez menos espacio a los que se han refugiado en las zonas grises de los acuerdos y negociaciones, y exige aún más esfuerzo de quienes advierten los peligros y luchan contra el éxito de estas revoluciones que ponen en riesgo la vida de hijos no nacidos y ancianos, la conciencia de los profesionales, la inocencia y educación de los niños, la paz y unidad familiar, y en realidad, la verdadera estabilidad e identidad de una nación. Como señaló San Juan Pablo II en su visita a Chile: “El hombre puede construir un mundo sin Dios, pero este mundo acabará por volverse contra el hombre”.