El derecho, expresado en normas reglamentarias, legales y constitucionales, intenta ordenar las relaciones humanas y, a través de ellas, a la sociedad. Pero la vida de una norma es difícil. Su vida puede ser corta, si desaparece aquello que regula; triste, si no cumple su propósito; insuficiente y carente de sentido, si no es cumplida.
Reconociendo los elementos positivos de la Constitución vigente, luego de 40 años de ejercicio, es posible constatar que las normas referidas a la defensa y promoción de los bienes humanos esenciales no son suficientes. Por supuesto no se trata de una crítica a la Carta Fundamental, pero sí a quienes, por acción u omisión, mediante la ley, la sentencia o la resolución la han desfondado.
Sin duda, durante ese periodo rectos parlamentarios redactaron y aprobaron buenas leyes, jueces imparciales dictaron justas sentencias y sabias autoridades gobernaron para el bien común. Pero llegaron parlamentarios, jueces y autoridades que legislan, fallan y gobiernan anteponiendo el interés particular sobre el bien común y la ideología a la razón. El progresismo ha sido la principal ideología que, usufructuando del Estado, ha minado la esencia de las relaciones entre los integrantes de la familia. Su arma: el individualismo autonomista.
La Constitución vigente ordena proteger al no nacido, pero el Tribunal Constitucional en 2017 consideró que lo cumplía al autorizar su muerte en tres casos. Reconoce el deber y derecho preferente de los padres de educar a sus hijos, pero el Ministerio de Educación se ha encargado por años de aumentar su rabia e impotencia con la implantación de la ideología de género de forma cada vez más descarada. Garantiza a las confesiones religiosas la construcción de lugares de culto, pero el Estado ha brillado por su ausencia en la protección de más de 100 iglesias vandalizadas o incendiadas desde 2014. Establece el procedimiento legislativo para la aprobación de tratados internacionales, pero tribunales de todo tipo valoran más las interpretaciones “oficiales” de los organismos internacionales de vigilancia de los tratados, aun cuando contradigan el tratado o el derecho interno. Incumplir la Constitución se hizo costumbre.
Respecto a los bienes humanos esenciales, el proyecto de Constitución consagra con más detalle su contenido, establece garantías actualmente inexistentes y entrega mandatos explícitos al Estado para fortalecerlos. ¿Se incumplirá? Por supuesto que sí. Tal como ha ocurrido con la Constitución actual. Pero hay dos diferencias importantes. La primera es que parlamentarios, jueces y autoridades tendrán que ponerse muy rojos para saltarse una Constitución que reconoce a los padres la prioridad en la determinación del interés superior de sus hijos, que consagra la objeción de conciencia y que no deja duda sobre la personalidad del niño no nacido. La segunda es que la defensa de los derechos que resguardan bienes esenciales también queda en manos de los ciudadanos: el recurso de protección, la iniciativa ciudadana de ley y la acción popular ante el Tribunal Constitucional.
La crisis del sistema político no se explica solo por la atomización partidista que obstruye el (buen) acuerdismo, propio de una democracia y necesario para el desarrollo del país, sino también por la crisis personal de los políticos, que es diferente, al abandonar la promoción y defensa de aquellos bienes sin los cuales ninguna sociedad existe. Si no cumplieron ese deber mínimo, ni se avizora que vayan a hacerlo, el proyecto de Constitución, en fondo y forma, entrega herramientas para aquellos que sí quieran hacerlo. Para que respetar la Constitución se haga costumbre.
Roberto Astaburuaga Briseño
Abogado de Comunidad y Justicia.