En octubre coinciden el cuarto aniversario del estallido social, puerta del anterior y actual proceso constitucional, y la última etapa en que expertos y consejeros terminarán de redactar un segundo proyecto de Constitución. Tanto en comportamiento y en contenido, las diferencias entre los dos procesos son abismantes, por lo que los intentos de equipararlos buscando un “empate” son forzados e incomparables.
Como algunos han tratado de instalar que en ambos procesos predominaron los extremos, el centro se autoerige como el punto medio ideal, capaz de morigerar los excesos y agregar la sensatez y transversalidad que estiman ausente. Los centristas o moderados no proponen, sino que reducen y fusionan en un ejercicio de alquimia que busca ese bendito acuerdo que deja a todos y a nadie contentos.
Hay normas aprobadas que avanzan en ciertas materias y han sido injustamente criticadas, pero que continúan nuestra tradición constitucional y responden a las particularidades del Chile de hoy.
Esto se refleja, por ejemplo, en el derecho preferente y deber de los padres de educar a sus hijos, así como a tener prioridad en la determinación de su interés superior (art. 14 y 16.22). La labor educativa de los padres consiste, en primer lugar, en la conducir a sus hijos a su mayor bienestar espiritual y material posible.
Una materialización del deber del Estado de fortalecer a la familia radica en reconocer que los padres son los naturales y primeros educadores; ellos guían, corrigen, forman y conducen a sus hijos, tanto dentro como fuera del hogar. Todo lo que los padres hacen es siempre buscando lo mejor para sus hijos. El interés superior de los padres es el bien y la felicidad de sus hijos. Y como conocen, fruto de la experiencia, los aciertos y errores de la infancia y la adolescencia de sus hijos, luego están en la mejor posición para ponderar y decidir qué es lo mejor para cada ellos.
Por tanto, son los padres, quienes más aman y mejor conocen a sus hijos, los que pueden determinar cómo alcanzar el interés superior. El verdadero avance, entonces, está en que el interés superior del niño ya no se trata de un concepto abstracto determinado en concreto por el mismo niño o por el Estado, sino por la conducción diaria de sus padres.
Pero también es evidente que muchos hijos sufren porque sus padres no buscan lo mejor para ellos, sea por acción o por omisión, y es ahí cuando la figura del tutor, incorporada en la norma aprobada, cobra sentido como aquel que suple la figura principal cuando ésta no puede ejercer debidamente su rol; y en ausencia de estos, entonces corresponderá al Estado. La invocación de estos casos no puede convertir la excepción en la regla general, desprotegiendo a hijos y padres.
El Estado, por supuesto, debe tener un rol en proteger a los niños, pero de ello no se sigue, como pretende instalar el Informe de la Defensoría de la Niñez que revisa los artículos aprobados por el pleno del Consejo Constitucional, que todas las instituciones públicas o privadas sean llamadas preferentemente a determinar el interés superior de los niños. Estas instituciones tienen la obligación de no transgredir el derecho natural de los padres de educar a sus hijos. Se trata, al fin y al cabo, de una manifestación del principio de subsidiariedad, donde las sociedades mayores ayudan y no remplazan a las menores.
Lo aprobado por el Pleno del Consejo Constitucional apunta en la dirección correcta y es una norma que fortalece a la familia y protege mejor a hijos y padres.